Era el primer día de junio de 184— y un carromato recorría ciertas colinas de Nueva Inglaterra. Su marcha era pesada, pues lo arrastraba un caballo menudo e iba repleto de variopintas mercancías. Por gozosa compañía llevaba al viento, a la lluvia y al granizo. Lo conducía un hombre sereno, con un niño sereno sobre la rodilla, aunque casi sería mejor decir que estos se dejaban conducir, pues el caballito avanzaba a su aire por el camino. Sentado junto al hombre, un chaval moreno agarraba firmemente un busto de Sócrates. Algo en su semblante evocaba la efigie de William Penn. Detrás de ellos iba una mujer con aspecto enérgico y un entrecejo benevolente, una boca sardónica y los ojos rebosantes de esperanza y coraje. Un bebé reposaba en su regazo, un espejo inclinado se apoyaba contra su rodilla y un canasto de provisiones bailoteaba en torno a sus pies mientras ella maniobraba con un paraguas grande y revoltoso. Dos niñitas ojizarcas, con las manos llenas de tesoros infantiles, iban sentadas debajo de un viejo chal, conversando alegremente.
Delante de este jovial grupo merodeaba un hombre alto, de facciones afiladas, que vestía un capote largo y azul. Una cuarta niñita avanzaba a su lado. Iba abriéndose camino entre el barro con vehemencia, y hasta parecía disfrutarlo.
El viento silbaba por encima de las abatidas colinas, el agua caía en forma de lúgubre llovizna, y el ocaso se cernió sobre el paisaje. Pero los ojos del hombre tranquilo penetraban la niebla con la misma calma que si tuviera ante sí un radiante arco de promesas extendiéndose por la grisura del cielo. La mujer de aspecto animoso desplegó el gran paraguas para cubrir a todos sus acompañantes, olvidándose solo de su propia cabeza. El chaval moreno había convertido la calva coronilla de Sócrates en almohada y descabezaba ya un sueñecito, la viva imagen del sosiego. Las niñitas les cantaban nanas a sus muñecas, murmurando las letras con cadencia suave y maternal. El caminante de la nariz afilada, por su parte, no había aminorado la marcha, sino que continuaba tenaz, al mismo ritmo. Tras él, la estela de su capote azul ondeaba al viento como una banderola, y la vivaracha chiquilla seguía chapoteando en el lodo de los charcos como un patito, tan ufana que daba gusto verla.
Así de esperanzados viajaban estos peregrinos modernos, que abandonaban el viejo mundo dispuestos a fundar uno nuevo en tierras salvajes.
Los editores de El trípode trascendental habían recibido de los señores Lion y Lamb (dos de los peregrinos mencionados arriba) una comunicación de la que se extrae el siguiente manifiesto:
Hemos llegado a un acuerdo con el dueño de un predio de unos cien acres para que libere estos terrenos del yugo de la propiedad humana. Allí pondremos en marcha nuestro proyecto de fundar una Familia que viva en armonía con los instintos primitivos del hombre.
No tenemos por objetivo llevar a cabo una explotación tradicional y profana de la tierra. La fruta, el cereal, las legumbres, el lino y otros productos de origen vegetal recibirán cuidados asiduos y por ello mantendrán sobradamente ocupadas nuestras manos, a la par que proporcionarán castas vituallas para satisfacer las necesidades del cuerpo. Es nuestra intención adornar los pastos con huertos, y, en el laboreo de la tierra, sustituiremos el ganado por la pala y la podadera.
Consagrada a la libertad humana, la tierra está esperando recibir los sobrios cuidados de los hombres devotos. Al iniciarse con escuetos medios pecuniarios, esta empresa toma como raíz la confianza en el socorro de la Providencia, que siempre provee generosamente. Las afinidades vitales quedan avaladas por esta alianza del campo incorrupto con personas alejadas de lo mundano, y por ende eludimos las preocupaciones y los percances de una vida entregada al lucro.
En ningún momento se neglige la naturaleza íntima de ningún miembro de la Familia. Nuestro plan contempla el cultivo de todas aquellas disciplinas y hábitos que conduzcan indudablemente a la purificación de los internos.
Entregados por entero al espíritu, los fundadores no prevén un incremento acelerado ni abundante de la población. Solo se accede al reino de la paz franqueando las puertas del sacrificio y del olvido de sí; la felicidad será prueba, a la par que recompensa, de nuestra lealtad a la ley inalterable del Amor.
Este Edén del futuro consistía, de momento, en una vieja casa de labranza de color rojo, un establo desvencijado, muchos acres de pradera y un bosquecillo. Por ahora, diez manzanos antiquísimos constituían la única fuente de «castas vituallas» que el paraje podía proveer. Pese a todo, inspirados por la firme creencia de que pronto emanarían exuberantes huertas de sus íntimas conciencias, estos rubicundos fundadores habían dado en bautizar sus dominios con el nombre de Fruitlands.
Timon Lion proyectaba fundar allí una colonia de los Santos de los Últimos Días, que bajo su patriarcal ascendiente regeneraría el mundo y glorificaría por siempre su nombre. Abel Lamb, animado por la más devota fe en el alto ideal, que para él era verdad hecha carne, ansiaba plantar allí un Paraíso donde la Belleza, la Virtud, la Justicia y el Amor pudieran convivir felizmente, a salvo de la intromisión de la serpiente. Y su esposa, no conversa pero fiel hasta el final, albergaba la esperanza de hallar allí descanso para sí misma y un hogar para sus hijas, después de mucho vagar por la faz de la tierra.
—He aquí nuestra nueva morada —anunció el entusiasta peregrino mientras tomaban una curva. El agua que chorreaba por el ala de su sombrero no conseguía empañar la satisfacción de su sonrisa. Así enfilaron el camino de herradura, que serpenteaba por una empinada ladera hasta internarse en el valle de aspecto baldío.
—El acceso es algo difícil —observó su esposa, siempre pragmática, mientras hacía esfuerzos ímprobos para evitar que los distintos accesorios domésticos se cayeran del arca atiborrada, que zozobraba con cada bandazo.
—Como todo lo bueno. Pero aquellos que tengan un anhelo sincero y que perseveren en su búsqueda pronto nos encontrarán —respondió sosegadamente el filósofo desde el barro, por el que estaba intentando arrear al terco rocín.
—La Verdad reside en el fondo de un pozo, Hermana Hope —dijo el Hermano Timon, al tiempo que hacía una pausa para separar a su menuda camarada de una verja a la que se había encaramado, buscando una vista más clara hacia el futuro.
—Supongo que ese es el motivo por el que a nosotros rara vez nos resulta asequible —replicó la señora Hope aferrándose al espejo. Pero toda su porfía fue vana, pues una súbita sacudida se lo arrancó de las manos y lo hizo volar por los aires.
—No queremos ningún reflejo engañoso por aquí —dijo Timon esbozando una sonrisa adusta. Y los fragmentos que pisó crujieron bajo sus pies mientras él proseguía la ruta, incansable.
La Hermana Hope mantuvo la calma y miró con melancolía hacia lo lejos, tratando de distinguir en mitad de la niebla el hogar que le habían prometido. La vieja casa roja, que lanzaba hospitalarios destellos desde las ventanas, le alegró la vista. Teniendo en cuenta el cariz del cielo, les ofrecería un refugio más adecuado que esas selváticas pérgolas de fronda que quizá algunas de las almas más fervientes habrían preferido.
Los recién llegados fueron recibidos por uno de los benditos elegidos, un granjero regenerado cuya idea de la reforma consistía fundamentalmente en llevar ropajes de algodón y calzado de piel sin curtir. Este atuendo, junto con su barba nivosa, le confería un porte venerable y al mismo tiempo, en cierto modo, nupcial.
Como aún no habían llegado los bienes y enseres de la Sociedad, la fatigada familia se sentó a reposar delante del fuego sobre tocones de madera, mientras el Hermano Moses White los agasajaba con patatas asadas, pan negro y agua —todo ello en dos platos, un cazo de estaño y un tazón, tan limitada era su vajilla—. No obstante, al haber dejado atrás las apariencias y vanidades de un mundo depravado, los adultos abrazaban las dificultades con el entusiasmo de pioneros noveles, y los niños paladeaban golosos este aperitivo de lo que suponían iba a ser una suerte de pícnic perpetuo.
A lo largo de este frugal ágape aparecieron dos hermanos más. El primero era un hombre moreno y taciturno, ataviado con ropas tejidas a mano, cuya principal misión consistía en alardear de apellido, arrinconando su nombre de pila, y utilizar el menor número posible de palabras. El otro era un inglés desabrido, con barba, que esperaba alcanzar la salvación a base de comer alimentos crudos e ir desnudo. Hay que decir, con todo, que aún no había adoptado la vestimenta primitiva; de momento se contentaba con mascar alubias secas que iba sacando de una cestita con ademán meditativo.
—Toda comida debería ser un sacramento, y los recipientes que se usaran para tal fin, bellos y simbólicos —apuntó el Hermano Lamb con acento apacible, al tiempo que enderezaba el cazo de estaño que se le estaba escurriendo por las rodillas—. Me tasaron una vajilla de plata cuando fui al pueblo, pero era demasiado cara, así que me hice con unos elegantes vasos y tazas de peltre de la marca Britannia.
—Lo más complicado del mundo para abrillantar. ¿Estará permitido usar blanqueadores en esta comunidad? —inquirió la Hermana Hope, que, como ama de casa que era, sentía gran interés por los adelantos que permiten ahorrar trabajo manual.
—Este ti...