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El cielo iba oscureciéndose más y más a medida que avanzaba la mañana. Para cuando llegó el café, parecía una tarde de invierno, y todas las ventanas que daban a Hand and Ball Court estaban iluminadas. Bob estaba junto a la ventana del departamento de Dyson, contemplando con mirada ausente aquella penumbra apocalíptica mientras comía toffees de una bolsa de papel. Observaba cómo iba saliendo gente del callejón que comunicaba Hand and Ball Court con Fleet Street. A algunos de ellos los conocía, eran colegas suyos, que llegaban a sus respectivas horas de entrada para empezar el trabajo del día: Ralph Absalom, Mike Sparrow, Gareth Holmroyd. En aquella extraña oscuridad de media mañana, resultaban de una familiaridad algo ridícula. Era como encontrarse con un compatriota cuando uno está de viaje en el extranjero.
A su espalda, John Dyson parecía al borde de un ataque de nervios.
—¡Por Dios! —dijo Dyson, dejándose caer en la silla—. ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡Por Dios! ¿Por qué no enciende alguien la luz antes de que nos quedemos todos ciegos? En serio, creo que este sitio me va a provocar un ataque de nervios.
La única persona que había en la habitación, aparte de Bob, era el viejo Eddy Moulton. Estaba sentado frente a un archivador jaspeado lleno de periódicos de la época victoriana, de entre los que seleccionaba material para una columna diaria titulada «En tiempos de antaño». Hacía mucho que había superado la edad de jubilación, y no era de esperar que prestara mucha atención a Dyson. En cualquier caso, estaba dormido.
—¡Bob! —protestó Dyson—. ¿Por qué no enciende alguien la luz, por el amor de Dios?
—De acuerdo, John —musitó Bob automáticamente, sin moverse, todavía inmerso en las oscuras figuras del patio.
—¡Ay, Dios! —dijo Dyson. Era el jefe; Bob y Eddy Moulton eran sus empleados, ¡y él era quien tenía que pasarse todo el tiempo de acá para allá encendiendo y apagando las luces! No era de extrañar que estuviese tan saturado. No era de extrañar que a las cuatro de la tarde estuviera literalmente mareado, abrumado por la sensación de estar ahogándose entre tanto trabajo, hasta el punto de que tenía que aflojarse la corbata y desabrocharse el cuello de la camisa. Ahora que había encendido las luces, ya podía ver con claridad la cantidad de tareas que le esperaban sobre la mesa. Había borradores que corregir; galeradas pendientes de revisión; entradas para una representación de Los piratas de Penzance en el Banco Provincial Nacional y para una producción estudiantil de Sweeney Agonista, que le había hecho llegar el encargado de reseñas, por si le interesaba cubrirlas; invitaciones para asambleas ciudadanas y catas de quesos que le habían pasado el de noticias y el de la sección culinaria, e invitaciones para probar nuevas máquinas para jugar al golf y rampas para practicar esquí en casa, enviadas por el responsable de deportes. La sección de Dyson era el desagüe por el que se vaciaban los últimos posos de la prodigalidad publicitaria del mundo, una vez que esta ya había sido tamizada y filtrada por el resto del periódico, así que era él quien tenía que hacerse cargo de escribir las cartas de rechazo. No quería decirles a sus colegas que dejaran de endosarle los regalos que ellos desechaban, porque de vez en cuando le llegaba algún que otro billete de avión para viajar al extranjero, cosa que él y su plantilla sí aprovechaban.
Lo más urgente de todo eran unas notas garabateadas en unas ásperas hojas de papel de oficina. Las había escrito él para sí mismo. «Llamar a Muller x lo d águila», decían. «Preguntar a Sims si mentir sobre lo d fertiliz quím q mata erizos». «Comprob con Striker lo d inmac concepc VM» «LLAMAR A MORLEY P AVRGUAR DND DEMONIOS ST TEXTO PR VIERNES»
Pero ¿cómo iba a llamar a Morley para averiguar dónde demonios estaba su texto para el viernes? Cada vez que alargaba la mano hacia el teléfono, el aparato le sonaba en las narices.
—¿Diga? —suspiraba—. Dyson… Sí… Bien… ¡Que Dios te bendiga! ¡Bendito, bendito, bendito seas! Maravilloso… Perfecto… ¡Que Dios te bendiga…!
Y apenas había tenido tiempo de colgar y musitar «¡Menudo capullo!» cuando ya estaba sonando otra vez. Estaba teniendo un día espantoso. Y aprovechaba para decírselo a Bob en cuanto le quedaba un momento libre.
—¿Tendría alguien la amabilidad de llamar a Morley —suplicó— y averiguar dónde demonios está su texto para el viernes?
Las palabras se propagaron por el aire vacío. Su urgencia se desvaneció en la esquina opuesta de la habitación.
—¡Bob! —dijo.
—John —respondió Bob educadamente.
—He dicho que si alguien tendría la amabilidad de llamar a Morley, Bob.
Bob se metió otro toffee en la boca. En aquel instante, Reg Mounce —el temible Reg Mounce— atravesaba Hand and Ball Court aporreando los adoquines del suelo con la puntera de los zapatos, por si acaso aquella materia inanimada era capaz de albergar alguna sensación.
—En este momento ando un poco liado —dijo Bob, con aire ausente—. Tengo que ponerme a escribir una cosa justo ahora.
Dyson se levantó de la silla. Intentaba poner en perspectiva el trabajo que se le había acumulado sobre la mesa evaluándolo desde las alturas. Suponiendo que el teléfono no sonase durante un minuto…, ¿a quién llamaría primero? Quizás a Morley…, aunque probablemente Sims ya hubiera vuelto de su paseo… No, mejor a Striker, porque hoy tenía un comité a las doce. Pero Striker se tiraría por lo menos diez minutos perorando sobre la Inmaculada Concepción, y entonces ya no llegaría a tiempo de pillar a Morley…
El teléfono volvió a sonar.
—¡Pero por Dios! —gruñó—. ¿Diga? Soy Dyson… Vaya, llevo toda la mañana intentando contactar contigo. Sí… Llevo toda la mañana intentando contactar contigo… Exacto… Llevo toda la mañana intentando contactar contigo…
Para cuando colgó, ya no recordaba qué era lo que tanto le preocupaba antes. La pila de tareas pendientes, seguro; eso era lo que solía quitarle el sueño. Miró con ansiedad el montón de galeradas pendientes de revisión que había a su espalda. Solo tenía siete columnas de «El día a día del campo» listas para imprenta, y se había jurado a sí mismo que nunca bajaría de doce. Tenía una columna de «La meditación del día» para cada uno de los tres números siguientes —a no ser que Winters la hubiera fastidiado con la Inmaculada Concepción, en cuyo caso solo tendría dos y media—, pero se suponía que debería haber reunido un total de catorce «Meditaciones» de reserva. Tendría que ponerse a trabajar en los «Campos»; tendría que hacer «Meditaciones». Pero ¿y los crucigramas? Hizo cuentas, abatido. ¡Dios santo, solo le quedaban ocho! Las rotativas lo acosaban sin descanso; él las alimentaba, desfallecido, con los textos que iba consiguiendo a base de enormes esfuerzos y cuyas reservas se le agotaban con tanta rapidez. ¡Y las rotativas seguían pidiéndole más y más…! ¡No tardarían en darle alcance…!
Volvió a hundirse en su silla y se golpeó la frente con las palmas de las manos.
—En serio, a veces me pregunto có...