Impedimenta
  1. 432 páginas
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"El ala izquierda" es el volumen que abre "Cegador", la monumental trilogía en forma de mariposa considerada de modo unánime la obra maestra del escritor rumano Mircea Cartarescu.Visceral ejercicio de autoexploración literaria sobre la naturaleza femenina y la madre, viaje ficticio a través de la geografía de una ciudad alucinada, una Bucarest que se convierte en el escenario de la historia universal, "El ala izquierda" se ha convertido en uno de los éxitos más sólidos de la literatura europea actual, y en un best seller literario desde el mismo momento de su publicación. Circos errantes, agentes de la Securitate, gitanos adictos a la flor de la amapola, una oscura secta, la de los Conocedores, que controlan todo lo visible y lo invisible, un ejército de muertos vivientes y una hueste de ángeles bizantinos enviados para combatirlos, un iluminado albino que burla a la muerte, jazz underground en una Nueva Orleans soñada, la irrupción del comunismo en Rumanía...Pasajes ocultos, tapices fascinantes, mariposas gigantescas, un éxodo místico a la infancia del autor y a la prehistoria de su familia. Un mundo caleidoscópico del que emergemos como si regresáramos de un peregrinaje, conmovidos y transformados.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417115876
Categoría
Literature

TERCERA PARTE

Contemplo mis manos esta tarde silenciosa de finales de verano, sentado, en camiseta, ante el cuaderno de tapas de plástico marrón. Las manos se perfilan pálidas, pero con los bordes oscuros, sobre el aire rojo de la ventana. Observo la piel que las cubre, arrugada y semitransparente como un cristal blando, más duro en la punta de los dedos, ahí donde las uñas, de forma ovalada entre los padrastros que me muerdo hasta hacerme sangrar, me han crecido como élitros rígidos en el abdomen de un insecto. Bajo la piel, tensos y delicados, se perfilan los tendones que mueven las palancas de los dedos. Y los dedos se mueven porque no dudamos. Porque entre las fronteras de nuestra piel no corre solo sangre, solo linfa, solo hormonas y solo azúcar: corre sobre todo fe. «Si tenéis fe como un grano de mostaza, le diréis a este monte “Muévete” y él se moverá»: nosotros les decimos a los dedos que toquen, a los ojos que vean y a los pies que caminen, y estos trozos de carne obedecen, pues se encuentran en nuestro imperio y, en cuanto emitimos la orden, estamos seguros de que van a obedecer, ya que, en cierto sentido, esa certeza es la orden. Hay en nuestro cuerpo, trenzado con las arterias y las venas, trenzado con los nervios y las placas motoras, humedecido por los líquidos osmóticos, un sistema circulatorio de fe inquebrantable, de certeza de nuestra naturaleza angélica. Porque eso es lo que hemos denominado siempre ángel: el intermediario que, revestido de fe, parte del espíritu y mueve la materia, la moldea y la somete. Hay en el cerebro una bomba de vacío metafísica, un corazón neural que, a través de largos tubos de luz dorada, envía a todas las provincias, departamentos y cantones de nuestro cuerpo a esos graciosos heraldos que nadan en el suero de la fe. Y ellos, andróginos con testículos de zirconio y senos de amatista, se precipitan sobre los montones de fibras estriadas, las contraen y las relajan, las dirigen hacia lo que desea nuestro ser profundo y el dedo se mueve, y la montaña se arroja al mar. ¡Ay, Señor, si nuestra piel no fuera tan gruesa y opaca, si su interior no fuera tan brillante que la fe, al llegar a esa frontera, no se viera obligada a regresar como la luz reflejada en un espejo cóncavo! ¡Si la luz de nuestra esperanza rodeara nuestro cuerpo con un aura de azur y de sodio! ¡Si las filigranas de los rayos brotaran entre las cejas como puentes de fuego y, al tocar una cerilla sobre la mesa, le ordenaran que se moviera! Cuántas veces habré pasado horas muertas, hasta casi enloquecer, disuelto en el miedo y el sudor, con la mirada clavada en un grano de arena apenas visible en la tabla de la mesa, repitiendo en mi interior, con toda la fuerza de la que era capaz: «¡Muévete! ¡Muévete!», imaginando que se había movido, que el milagro ya se había producido… Acercaba el dedo para que su espectro astral llegara hasta él, hasta la soledad de su naturaleza. Me concentraba, mi corazón se aceleraba, las venas de las sienes se hinchaban, los ojos se me salían de las órbitas como si hubiera intentado levantar una piedra inmensa, pero no, los ángeles palpaban la piel por dentro, intentaban brotar al exterior junto con el sudor, pero volvían a rodar hacia el corazón atraídos por una fuerza divina. No tenía suficiente fe, la fe que secretaba a duras penas conseguía llenar el saco de huesos e intestinos de mi cuerpo.
A veces me imaginaba que, gracias a la fe, me extendía hasta la periferia de Bucarest, hasta las vías del tren y las carreteras de circunvalación que lo rodean como una membrana rígida en torno a una célula. Con su circulación demente y caótica, sus plataformas industriales en las que cada pieza de cada máquina está ajada física y moralmente desde hace mucho tiempo, con sus universidades y bibliotecas en las que florecen líquenes de miles de colores y de especies, con sus estatuas (¡ay, las estatuas!) asombrosas, con el Dâmboviţa y el Colentina como capilares tejidos con colesterol, con los edificios cubistas del centro cristalizados en torno a unos inquilinos embebidos de melancolía, con sus mujeres de nalgas tatuadas que deambulan sin rumbo por las calles a la sombra de los tilos en flor, la ciudad se convertiría en mi propio cuerpo artificial, podría bautizarla con mi nombre y podría humedecerla con mis deseos. Controlaría el hormigueo de los escorpiones y los murciélagos en sus sótanos de cantos rodados, calcularía la trayectoria de cada gota de orina que brotara del meato del borracho que moja una pared con la cabeza apoyada en su ladrillo helado, jugaría apasionadamente con la forma de las nubes desgarradas por las antenas parabólicas del Palacio de Telecomunicaciones, las modelaría en forma de mecheros, de arañas, de Jehová, de chinchetas, escribiría con ellas, en el cielo de la tarde, terribles juramentos algodonosos…, prohibiría de repente la producción de estrógenos en todos los aparatos genitales, en los de los hombres, los de las ratas, los de las moscas y los del resto de las criaturas y seguiría a lo largo de los años la descomposición del mundo vivo a través de la angelización…, transformaría todas las iglesias ortodoxas en medusas semitransparentes, a través de su carne se verían los iconos de las paredes como unos gránulos difusos dorados y azules, los curas con sus sotanas serían vacuolas y orgánulos latiendo despacio en torno al altar, y los feligreses, filiformes como los del Greco, serían unas tiras harapientas, pálidas, con baterías de células asesinas en su ropaje blanco. Y centenares de iglesias se elevarían lentamente desde el fondo del océano, entre los edificios, agitando sus cúpulas, aleteando los encajes irisados, cada vez más arriba, dejando en la piel de la ciudad unas manchas redondas de carne viva, hasta que, con las manos invisibles de la fe, yo reuniría el regimiento centelleante de campanas, las mezclaría unas con otras, las aplastaría ligeramente, como granos de uva, hasta que en el cuenco de mi mano se formara una gran campana de gelatina azul, con aroma a mirra, incienso y nardos, con la que me lavaría los ojos brillantes.
Oh, Señor, la soledad no es sino uno de los nombres de la locura. Sé muy bien que con mi voluntad no podré modificar jamás ni siquiera el proceso de formación de las caries en mis dientes. Sé que no puedo dictar órdenes ni a una décima parte de mi propio cuerpo. En cuanto al exterior…, pero ¿qué hay en el exterior? Sin los fotones que caen sobre los objetos y rebotan en el cristalino de mis ojos —unas esferas horribles incrustadas en el hueso craneal—, el mundo sería un fango oscuro de reverberaciones, como el mundo de las arañas, para las que existe únicamente aquello que hace vibrar su ridícula telaraña. La aterradora imagen de la muerte no es para mí el no-ser, sino el ser sin ser, la vida terrorífica de la larva del mosquito, del gusano, de las caracolas de los fondos abisales, la carne viva e inconsciente que nos constituye a todos. Percibimos la luz con unos huevos correosos llenos de jalea, la transformamos en impulsos eléctricos y la transportamos a un montón de mucílagos húmedos situados en el interior de una concha caliza. Nunca sabremos cómo se convierte una longitud de onda en una sensación subjetiva, cómo vemos (Señor, pero ¿cómo vemos?) el pétalo de una boca de dragón. No podremos comprender jamás cómo puede existir esto que, a lo largo de nuestra vida, no hemos visto, oído, probado, olido ni palpado jamás. Nuestra vida, limitada a nuestro universo, que envuelve nuestro cadáver como una mortaja, como el vendaje estrellado de las momias. Nuestro mundo, el campo de nuestras sensaciones. El leve moho de luz que cubre nuestras pupilas, el fieltro sonoro que crece en nuestros tímpanos. Los pezones de una mujer que recuerdan las yemas de nuestros dedos. Nuestra lengua, como el pedúnculo de una orquídea, nuestra lengua, que no es roja, sino que está pintada en dulce, ácido, amargo y salado. Y los arbolitos en forma de madréporas, zarandeados por el mucus que despliegan sus copas en las fosas nasales. Y los bloques calcáreos de la cárcel del oído interno. Y los pedúnculos que conocen el significado del frío y el calor. Todo ello desperdigado como gotas transparentes de pegamento en la red de nuestros nervios. A veces imagino que me han sumergido en un baño de ácido corrosivo que disuelve mi carne, mi esqueleto y mis órganos internos, dejando intacto, sin embargo, el sistema nervioso. Luego me sacan y me extienden en una lámina de cristal, con el hilillo de cada nervio bien estirado, con sus miles de ramificaciones desplegadas en círculo a su alrededor, como un tapete de hilo blando, fino, imposible de romper. ¿Qué sería yo sino una neurona, con el cerebro transformado en cuerpo celular, la médula espinal convertida en axón y los nervios, en incontables dendritas? Una telaraña que solo percibe lo que la acaricia. Sí, todos albergamos una sola neurona, la humanidad es un cerebro disperso que procura desesperado recuperar la unidad. Y me pregunto estremecido si no serán así el Juicio Final y la resurrección de los muertos: la extracción de la neurona de cada individuo que haya vivido, la selección y destrucción de las inservibles «allí donde será el llanto y el crujir de dientes», y la construcción, con las más perfectas, de un fantástico cerebro nuevo, universal, cegador, gracias al cual subiríamos, inconscientes y felices, un escalón más del fractal del Ser eterno. Pero ¿y las neuronas «inviables»? ¿Y las mentes, las almas y las sensaciones de los criminales y los pecadores? ¿No formarían a su vez, en la Gehena, un cerebro infinitamente perverso, un monstruo ante el cual el cerebro de Leonardo, compuesto por las partes más horrendas de las criaturas de las tinieblas, sería bello como un arcángel? ¿Y no continuaría de esa manera, también en el mundo superior, la cizaña de siempre, la perpetua cizaña? Pues la tortura eterna, ese infinito tormento que son la maldad, el llanto y el crujir de dientes debidos a la incapacidad de ser bueno, ¿no es asimismo existencia y, al ser existencia, no es también infinitamente bella? Separados gracias a la centrifugación en las grandes turbinas de Dante, o a través de la destilación fraccionada en las Déesis de los iconos bizantinos, el infierno y el paraíso, la capa de aceite perfumado sobre la capa de petróleo pestilente son, al fin y al cabo, también sabiduría. El paraíso, la sabiduría de la mano derecha, del hemisferio derecho, femenino, delicado y suave, aguas infinitas e inmóviles, iluminadas hasta las profundidades por la fosforescencia de los terribles peces abisales… El infierno, la sabiduría de la mano izquierda, el hemisferio izquierdo, el violento fuego paracleto, el macho que esconde, en medio de la destrucción, un alma de pichón. El bien y el mal, dos Budas enormes surgidos como dos volcanes en nuestras vidas, principios opuestos y, sin embargo, afines como los polos de un imán, se acoplan finalmente, a través de un puente de fibras nerviosas, para formar los hemisferios arrugados y complicados del enorme, del incomparable Cerebro que nos sueña.
Alguna vez llegaremos allí. Videmus nunc per speculum in aenigmate, tunc autem faciem ad faciem… Y llegaremos allí porque ya estamos allí, porque hemos puesto ya un pie, porque somos anfibios, porque, de forma paradójica y milagrosa, formamos ya parte del mecanismo que nos inventa en cada momento, así que participamos a cada instante en nuestra pintura, en nuestra escultura, en nuestra concepción, en nuestro bordado. Si no fuera así, no podríamos mover siquiera un dedo, porque el dedo de carne, tendones y hueso no se sentiría obligado a obedecernos. Puesto que participamos ya de la Divinidad, todos emitimos, de las matas de los sobacos, de la grasa de las caderas y, sobre todo, de la concha que tenemos sobre los hombros, una luz perfumada que nos envuelve como una lanzadera. Es la mandorla que algún día nos elevará a los cielos, la cáscara de la simiente que contiene un embrión vivo. Sí, somos embriones neuronales, renacuajos enredados en órganos atávicos que pertenecen a dos medios, a dos zonas del ser. Qué extraños seremos cuando, al igual que los cetáceos, abandonemos definitivamente la tierra firme de la carne inerte y nos adaptemos al nuevo reino, cuando nademos en el fluido mental de un conocimiento ingente, formando parte de su totalidad, perdidos en él como los animalitos transparentes del plancton o como un único animal que llena todo el océano, indistinguible de él, una pulga marina sobre cuyo lomo navegan buques de arrastre y pesqueros…
Son casi las seis de la tarde, un verano tardío y sofocante… Hace mil novecientos ochenta y seis años nació un profeta en Judea. Treinta y tres años después fue crucificado, pero al cabo de tres días resucitó y subió a los cielos. No sin haber prometido que regresaría. Hasta el día de hoy, sin embargo, no lo ha cumplido. A ese retraso le debo el hecho de que, ya ves, tengo todavía unas manos que me contemplo con perplejidad. No he sido transformado todavía en un abrir y cerrar de ojos, y no he visto aún una tierra nueva ni un cielo nuevo…
Sigo sentado en mi silla, en la buhardilla de la ventana ovalada, en los confines de una galaxia. Reina un silencio cada vez más rojizo a medida que cae la tarde, entretejido con ruidos versátiles y benignos: el canto incesante de las tórtolas (que a menudo se posan en el alféizar y miran con su ojo redondo la cueva de este lado de la ventana), el agua de la cisterna del baño en otros apartamentos, los gritos límpidos de los chavales que juegan al fútbol entre los coches aparcados delante del bloque… Escribo ahora en el corazón de la noche. La lamparita de mi mesa no ilumina mucho más que un candil, así que los rincones de la habitación están sumidos en la penumbra y la cama desaparece en un rincón de alquitrán. Un vapor de alcohol llena la habitación, alcohol y sudor. Porque en mi casa, en mi cama hay, por primera vez en varios meses, alguien, completamente borrado por la oscuridad. Solo si saco la cabeza y los hombros de la esfera de luz dorada de la mesa y dejo que mis ojos se acostumbren poco a poco a las tinieblas, creo distinguir ahí una estructura arrugada, una telaraña trazada con el punzón de un grabador, una placa a la que el ácido apenas ha atacado. Mucho después distingo el blanco fantasmal de una sábana arrugada que esconde y a la vez revela una forma humana. Parece un molde de escayola arrojado pesadamente en la cama de madera, una estatua que hace que se comben y crujan los listones. Pero Herman es ligero, un esqueleto a duras penas sujeto por un envoltorio de piel pegado al cráneo y holgado en el resto del cuerpo, pues su metabolismo se resume a una combustión de alcohol. «Pobrecito —decía mi madre hace veinte años—, tan joven y tan educado, que me dice docenas de veces “Mis respetos, señora” cuando nos encontramos en el ascensor o en la escalera… Pobre chico, mira adónde ha llegado, mira lo que hace la bebida…» Y yo, de su mano, sin sospechar que un día llegaría a conocer a Herman como a mí mismo, volvía la cabeza hacia el portal, donde podía ver aún, inverosímilmente jorobado, al borracho, su silueta débilmente iluminada en la oscuridad de la lucecita amarilla y roja del ascensor. Su cuello formaba un ángulo recto con el cuerpo, como si una de las vértebras cervicales hubiera rotado, curvando el cordón espinal hasta volverlo horizontal, y la cabeza, siempre mirando al suelo, era la viva imagen de la humildad oriental. Cuando nos encontrábamos con él, yo sentía miedo porque me asustaban los borrachos como si fueran animales extraños —los oía gritar y jurar a veces en la parte trasera del bloque— y, aunque Herman era la dulzura en persona, cuando posaba la mano en mi coronilla, yo daba un respingo y mi madre tiraba de mí. Sin embargo, él no retiraba la mano de mi cabello corto, con flequillo, y si el ascensor estaba precisamente en el séptimo, podía permanecer así más de un minuto. Entretanto, nos miraba, en la oscuridad de la escalera, mostrando bajo las cejas unos ojos muy, muy azules, con la frente arrugada por el esfuerzo de mirar de frente. Su rostro era joven y bello, inteligente, pero la respiración cargada de tufo a vodka nos obligaba a aguantar la nuestra durante el rato en que, apretujados en el ascensor, subíamos hasta el quinto. Cuando cerrábamos la puerta de metal, con una banda de cristal mate, y nos encontrábamos en nuestro tranquilizador rellano, ante el apartamento número 20, yo respiraba profundamente varias veces, esperando a que mi madre abriera la puerta, mientras el ascensor subía dos pisos más con Herman.
Además del habitual «mis respetos, señora», el joven no abría la boca, pero me miraba sonriente y seguía acariciándome la cabeza. Llevaba siempre el mismo traje oscuro, muy correcto, con la camisa blanca desabrochada que dejaba ver la piel suave y rosada del pecho. Aunque siempre estaba achispado y, cuando acompañaba a mi madre a la compra, en Lizeanu, solía verlo en la bodega pasando el rato con otros borrachos ordinarios, Herman no se tambaleaba, no soltaba incoherencias y no vestía ropas descosidas o sucias. ¡Qué diferente al padre de Mimi y de Lumpă, un gitano guarro que volvía a casa seguido de un grupo de gitanos que tocaban el violín y el acordeón, mientras él berreaba su canción favorita:
Que se muera mi madre
si no te rapto esta tarde
en babuchas y desnuda,
que se entere hasta el cura,
con los pantalones caídos y rascándose el balón de su barriga peluda! O el del portal 3, el vejete del pantalón gris, que se sacaba el gusano negruzco y lanzaba un chorro de pis, como un caballo, contra los postes del callejón, entre los críos que jugaban con las cajas de cartón de la tienda de muebles.
El joven vivía con una madre pueblerina, de edad avanzada, en la buhardilla del bloque de Ştefan cel Mare. El ascensor solo llegaba hasta el séptimo, luego había que subir por las escaleras un piso más para acceder a su rellano, minúsculo, compartido por la puerta de la buhardilla, la puerta de metal, siempre cerrada con un candado, del cuarto de máquinas del ascensor y la puerta, con una ventana transparente, del lavadero. La cuarta puerta, la más misteriosa con mucho para mí, era la que daba a la terraza. De hecho, este rellano, y no solo él, encerraba unos misterios concéntricos, cada vez más perturbadores, cada vez más profundos… Me había trasladado al bloque de Ştefan cel Mare cuando tenía cinco años y la inmensidad de sus escaleras, de sus portales y de sus pisos me ofreció durante varios años un vasto y extraño territorio de exploración. He regresado allí en muchas ocasiones, en la realidad y en sueños o, mejor dicho, en un continuum realidad-alucinación-sueño, sin saber nunca por qué la visión de ese bloque alto, con ocho portales, con la fachada cubierta por un mosaico de ventanas panorámicas, con las mágicas tiendas de la planta baja —muebles, electrodomésticos, el taller de reparación de televisores—, me ha emocionado siempre profundamente. Nunca puedo contemplar esa zona de la carretera con una mirada serena. Si la fotografiase, estoy seguro de que la foto mostraría algo completamente distinto: entre el enorme castillo, escarlata, del molino Dâmboviţa, con sus frontones y almenas recortados contra el cielo, y el mar de tejados y edificios cúbicos, amarillos, rosas o granulados del Bucarest del otro lado de la carretera se vería tan solo un descampado, tal vez lleno de montones de vías de tranvía oxidadas o de piezas prefabricadas de hormigón o, simplemente, una ciénaga amarilla que reflejaría las nubes amarillas volcadas sobre ella… El bloque, la torre de la Policía adosada a él, la Avenida del Circo con su hongo azul, rodeado todo ello por álamos de ramas retorcidas en una lacería renacentista (y que han crecido muchísimo estos años: en verano, desde el balcón del apartamento de mis padres, a través de la nieve de la pelusa de los álamos, no se puede distinguir ahora, debido al follaje, el sendero, solo se divisa el gran frontón polvoriento del molino), parecen vivir de verdad únicamente en mi cabeza, surgidos pálidos, espectrales, de un abismo emocional. Todo es extraño, porque todo se remonta muy atrás en el tiempo. Y porque todo está en ese lugar en el que no se distingue el sueño del recuerdo, pues las grandes zonas del mundo no estaban entonces separadas unas de otras. Y vivir el extrañamiento, sentir una emoción, quedarse petrificado ante una imagen fantástica signifi...

Índice

  1. PORTADA
  2. EL ALA IZQUIERDA
  3. PRIMERA PARTE
  4. SEGUNDA PARTE
  5. TERCERA PARTE
  6. SOBRE ESTE LIBRO
  7. SOBRE MIRCEA CĂRTĂRESCU
  8. CRÉDITOS
  9. ÍNDICE