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Si tenemos en cuenta que la tía de Philip Lucas, fallecida a primeros de abril, tenía nada menos que ochenta y tres años, y que llevaba los últimos siete postrada en cama en una casa de orates, entraba dentro de lo razonable que entre los amigos del matrimonio hubiese cundido la esperanza de que ninguno de los dos se tomara ese revés como una tragedia irreparable. En este sentido, la señora Quantock, quien, como el resto de Riseholme, había enviado a la señora Lucas una sentida notita de pésame, si bien no había utilizado directamente las palabras «feliz liberación», sin duda había insinuado la idea o había empleado un equivalente bastante cercano.
La vecina esperaba recibir una respuesta, pues, por mucho que en su mensaje le hubiera insistido a la buena de Lucía en que ni se le ocurriera escribirle, una mera formalidad, en realidad le había pedido a su camarera, que había llevado la misiva a The Hurst justo después de comer, que no se moviera de la puerta, alegando que ignoraba si se le daría una contestación. Tal vez la señora Lucas mostrara algún indicio, por vago que fuera, de las expectativas que tenía el matrimonio en relación con lo que todo el mundo ardía en deseos de saber…
Mientras esperaba, Daisy Quantock, como el resto del pueblo en aquella hermosa tarde primaveral, andaba entretenida en el jardín, destrozando los parterres con un rastrillo pequeño pero implacable. Era una jardinera de naturaleza despiadada, que cercenaba cualquier tímido atisbo de verde que osara despuntar de la tierra, no fuese una mala hierba. Después de una pequeña desavenencia, le había explicado al jardinero profesional que hasta entonces trabajaba para ella tres tardes a la semana que ya no requería sus servicios. Ese año tenía pensado ocuparse ella misma del jardín y del huerto, y estaba convencida de que obtendría como resultado una hermosa explosión de flores y una plétora de verduras riquísimas. Al fondo del caminito del huerto había una carretilla de estiércol fresco que, cuando terminara con la matanza de inocentes, repartiría por los arriates despoblados. Al otro lado de la empalizada, su vecino Georgie Pillson estaba pasándole el rodillo a su parcela de césped, donde en verano solía jugar partidas de croquet a pequeña escala. De vez en cuando, intercambiaban comentarios a voz en grito, pero, conforme el trabajo les fue dejando sin aliento, dichos comentarios se espaciaron. La última pregunta de la señora Quantock había sido: «¿Tú qué haces con las babosas, Georgie?», a lo que este había respondido entre jadeos: «Hacer como que no las veo».
En los últimos tiempos, la señora Quantock había ganado algo de peso debido a una dieta a base de leche agria, un brebaje intragable, a no ser que se le añadieran previamente grandes cantidades de azúcar. Así y todo, la leche agria y las pirámides de verduras crudas eliminaron los síntomas de tisis que, a su vez, había provocado el estudio de un pequeño pero escabroso tratado médico. Ese día, en cambio, había tomado un almuerzo normal, tirando a abundante, para probar las mañas de la nueva cocinera, que, sin duda, debía de ser una joya, pues su marido había engullido la comida con gran avidez, en lugar de removerla con el tenedor como si fuera heno. De resultas, entre el peso de más, el empacho y tanto andar agachada, acababa de sufrir un vahído. Estaba incorporándose, intentando recobrarse y preguntándose si el mareo sería síntoma de algo funesto, cuando De Vere, pues tal era el increíble nombre de su camarera, bajó las escaleras que conducían del comedor al jardín con una nota en la mano. La señora Quantock se apresuró a librarse del recio cuero de los guantes de podar y la desplegó ante sí.
A una frase de cortesía para agradecerle sus condolencias, que la señora Lucas apreciaba enormemente, le seguían unas palabras ridículas:
Ha sido un golpe terrible para mi pobre Pepino y para mí. Teníamos la esperanza de que nuestra querida tía Amy nos obsequiara con al menos otro par de años más.
Profundamente apenada, tuya siempre, querida Daisy,
Lucía
¡Y ni una sola palabra sobre sus expectativas!… La querida Daisy de Lucía hizo una bola con la absurda nota y soltó un «¡paparruchas!» en voz tan alta que, en el jardín de al lado, Georgie Pillson pensó que hablaba con él.
—¿Qué ha pasado? —preguntó este.
—Georgie, acércate un momento a la valla, que quiero hablar contigo.
El vecino, ávido de chismes, soltó el mango del rodillo, que, ante la repentina liberación, rechinó y le dio un buen raspón en el codo.
—¡Qué fastidio de trasto! —exclamó Georgie.
Acto seguido, se encaminó a la cerca, cuya escasa altura le permitía mirar por encima: allí estaba su furibunda vecina, sepultando la nota de Lucía en el parterre que acababa de desmalezar.
—¿Qué es? ¿Me va a gustar? —La cara roja y sudada por el esfuerzo de Georgie, que en ese momento asomaba justo por encima de la cerca, parecía el sol a punto de ponerse bajo el horizonte liso y gris del mar.
—Pues no sé si te va a gustar, pero es de tu Lucía. Le he mandado una pequeña nota de pésame por lo de la tía, y dice que ha sido un golpe terrible para los dos, para Pepino y para ella. ¡Tenían la esperanza de que la anciana les obsequiara con un par de años más!
—¡No! —exclamó Georgie, que se enjugó la humedad de la frente con el dorso de uno de sus bonitos guantes gris perla.
—Pues sí —replicó Daisy, furiosa—. ¡Con esas mismas palabras! Te la enseñaría si no la hubiera enterrado… ¡Qué sarta de bobadas! Yo, desde luego, prefiero que alguien me estrangule con un cordón o con lo primero que pille a pasar siete años postrada en cama. ¿A qué viene tanta pena? ¿Qué significa todo esto?
Georgie llevaba tiempo siendo el valedor de Lucía —de la señora Lucas, la mujer de Philip Lucas, esto es, de Lucía—, y, aunque por dentro a veces la criticaba —cuando estaba a solas en la cama o en la bañera—, siempre la defendía a capa y espada de las críticas de los demás. Daisy, en cambio, nunca se privaba de censurar a cualquier persona en cualquier lugar…
—A lo mejor significa exactamente lo que pone —observó con el delicado sarcasmo que jamás surtía efecto en su vecina.
—Eso no tiene ningún sentido. Lucía y Pepino llevaban años sin verla, ¡ni siquiera se les oía hablar de ella! La última vez que Pepino fue a visitarla, ¡la vieja le metió un bocado! ¿No te acuerdas de que se pasó una semana con un cabestrillo, aterrado con la idea de que le hubiese envenenado la sangre? ¿Cómo va a suponer su muerte «un golpe terrible» para ellos?… Y lo de que les hubiese...