Ética para valientes
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Ética para valientes

El honor en nuestros días

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Ética para valientes

El honor en nuestros días

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¿Se puede ser justo sirviéndose solo de la razón, o son necesarios también ciertos sentimientos morales? ¿Está el heroísmo reservado a unos pocos seres excepcionales? ¿Es posible argumentar una ética universal y objetiva fundada en la inviolable dignidad humana? David Cerdá da respuesta a estos interrogantes abordando cuestiones trascendentales como la verdad, la libertad, el sentido vital o los principios.El honor ha evolucionado en la historia, adoptando diversas formas. La más avanzada de ellas consiste en asumir libre y autónomamente deberes respecto al otro y a uno mismo. El motor principal de este honor ético es la valentía, rasgo principal de quienes causan el bien en este mundo.Valiéndose de una prosa para todos los públicos en la que se dan cita la filosofía, la ciencia, la literatura, el cine y multitud de historias reales, el autor nos acerca a la extraordinaria aventura de distinguir el bien del mal y actuar en consecuencia.

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Información

Año
2022
ISBN
9788432160561
Edición
1
Categoría
Philosophy
II.
UNA MORAL SENTIDA Y DE LA ACCIÓN
LOS USOS DEL CORAZÓN
POR MÁS QUE ESTÉ CIENTÍFICA Y filosóficamente superada, persiste la oposición de razón a emoción como modos de conocimiento y sensibilidad, respectivamente. Seguimos huérfanos de una educación sentimental competente. Contribuyen al desbarajuste la machacona persistencia del entretenimiento sentimentaloide (canciones baratas, concursos infumables, películas ñoñas), al que se han unido los magros y muy rimbombantes hallazgos de la «psicología positiva», la engañifa de la «educación emocional» en las escuelas y una pujante industria terapéutica en torno al fluido e inconsistente mundo de los coaches. Bajo la rúbrica de la mal llamada «inteligencia emocional», estas instancias han confundido más que aclarado lo que Pascal dijo: que el corazón tiene razones que la razón desconoce. Por ser la del honor una ética asentada en los denominados sentimientos morales, conviene dedicar unos párrafos a aclarar algunas cuestiones básicas sobre nuestra vida sentimental.
En tanto órgano rector del organismo, el cerebro tiene el cometido esencial de mantenernos con vida. A tal fin ha desarrollado los más complejos mecanismos para analizar nuestro entorno. Entre sus principales tareas están hacer predicciones sobre el comportamiento ajeno y evaluar la importancia de nuestros empeños. Las emociones son señales que, unidas a las sensaciones, las ideas y a cuanto nuestra memoria atesora, conforman interpretaciones del mundo en función de las cuales decidimos qué haremos. Decidir es una tarea inabordable desde el puro intelecto y la mera percepción de los sentidos. El nuestro es un mundo social, y así pues intencional y sometido a los múltiples dilemas dimanantes del libre albedrío. Como ha explicado Antonio Damasio mediante su «teoría del marcador somático», nuestra toma de decisiones depende de cambios homeostáticos sutiles o evidentes que detectamos por la emoción o los sentidos y constituyen las entradas —en su mayoría inconscientes— para nuestro decisional sistema de ecuaciones.
Damasio sostiene que «presentamos» continuamente opciones o perspectivas a nuestro corazón, y que las emociones que siguen son predicciones sobre sus resultados futuros. Nuestro organismo crea relaciones entre situaciones del entorno y cómo nos sentimos —«casos de emociones»— en función de nuestros objetivos, motivaciones y proyectos. Cuando nuestra conducta logra un encaje adecuado con la situación planteada (cuando, digamos, estamos ante un «caso de éxito»), aquella queda registrada para ser repetida en el futuro. No podemos posicionarnos razonablemente en nuestro medio, plagado de otros sujetos con sus propias intenciones, deseos y objetivos, sin contar con un escáner emocional. Por este y otros motivos llama Damasio a las emociones «la joya de la corona de la regulación automatizada de la vida».
La emoción es un acontecimiento fisiológico; su evaluación es el sentimiento, cuyo alcance cognitivo puede apreciarse en cómo modifica o refuerza nuestras creencias. Robert Zajonc, uno de los psicólogos sociales más importantes del último medio siglo, llamaba a las emociones «cogniciones calientes»; asumimos esa definición cambiando «emoción» por «sentimiento». Si una idea es la cognición de una ocurrencia, un sentimiento es la cognición de una emoción. En La gaya ciencia, Nietzsche cuenta una anécdota del escritor y filósofo francés Fontenelle, una ocasión en la que alguien le puso la mano en el corazón y le dijo: «Lo que usted tiene aquí, amigo mío, también es cerebro». Lo sentido es información, significado y entendimiento, un juicio vivo y un ingrediente imprescindible para la acción.
Las emociones son tan inconscientes como las ocurrencias; ambas «nos ocurren», en el sentido psíquico más profundo de la expresión. Prívese el lector por un instante de estímulos externos y atienda al flujo de su conciencia: descubrirá un sinfín de «pensamientos impensados», tan aparentemente ajenos a su gobierno como las emociones. Cualquiera que haya vivido un «momento eureka», el instante en que emerge a la conciencia la solución a un problema previa e infructuosamente reflexionado durante un largo tiempo, sabrá a qué nos referimos. En cambio, nuestros sentimientos, como nuestros pensamientos en forma de argumentos, hipótesis o teorías, son conscientes. Las emociones «brotan» (aunque no aleatoria, sino causalmente); los sentimientos son una elaboración, más o menos hábil o acertada. Las emociones son hechos; sin embargo, son posibles, y hasta frecuentes, los sentimientos erróneos.
La idea de que hay sentimientos erróneos chirría tanto en el emotivista ambiente en el que hoy nos movemos («el corazón nunca engaña») que merece ser subrayada con un ejemplo. Sabemos que la confianza es un sentimiento, es decir, un conjunto de emociones inducidas por ciertos indicios e interpretadas de determinada manera. Sabemos también que cuando alguien confía en nosotros segregamos oxitocina, y que esa hormona contribuye a su vez a que confiemos nosotros. Ahora bien: un embaucador conoce los trucos, es decir, sabe generar los indicios para que la oxitocina y las emociones concomitantes se disparen, de modo que, si no estamos alerta, confiaremos en él —sentiremos confianza— equivocadamente.
Lo «inconsciente» del proceso emocional no conlleva, estrictamente hablando, involuntariedad, sino que ocurre «en proceso de fondo» (tal y como la creatividad opera, en buena medida). Si el lector considera discutible esta afirmación, le invito a que piense en cómo desarrollamos nuestros automatismos: decisiones pasadas, aprendizaje acumulado, experiencias, instancias todas que en mayor o menor medida dependen conscientemente de nosotros. Joseph LeDoux afirma en The Emotional Brain que tenemos un escaso control directo sobre nuestras reacciones emocionales; la clave está en el adjetivo «directo». Nuestras respuestas sentimentales se configuran en función de las circunstancias, la biología, la cultura y nuestras voluntades. Por lo demás, que algo no sea totalmente involuntario no significa que se pueda eludir en todos los casos. No puedo evitar sentir miedo en este instante; pero tengo algo que decir en la explicación de por qué he sentido miedo, y sobre todo en cuanto a cómo me conduzca en respuesta a esa emoción.
Lisa Feldman Barrett, investigadora de las emociones y directora del Interdisciplinary Affective Science Laboratory, tiene una tesis interesante: el alfabeto emocional es relativamente simple, y por lo tanto inespecífico, es decir, una misma emoción puede dar lugar a un amplio ramillete de sentimientos distintos; consecuentemente, el vocabulario sentimental es mucho más amplio. Hay una sola emoción de vergüenza —un solo patrón de respuesta fisiológica llamado «vergüenza», con distintas intensidades—, pero hay muchos sentimientos de vergüenza distintos. No es lo mismo avergonzarse por haber ofendido a alguien que hacerlo por haber sido ridiculizado, y nada tiene que ver la vergüenza que el xenófobo hace sentir al extranjero con la que siente quien ha fallado a un amigo.
Richard Lazarus, que investigó a militares que trataban de superar el miedo y el estrés postraumático, explica que las emociones son evaluaciones globales de la situación vital del sujeto. Las emociones no solo informan, también preparan para la acción; esa es una de las notas de su pujanza. Cuando siento ira, mi corazón se acelera y hay más riego sanguíneo; mi cuerpo se prepara para entrar en combate. Cuando estoy triste, mi cuerpo se ralentiza, me pongo a resguardo; me dispongo a la reflexión. Gracias a nuestra «maquinaria emocional» podemos también conocer las emociones, creencias e intenciones de los otros, y de ahí deducir sus proyectos vitales. Esta información es clave para la interrelación y la convivencia.
Es el sentimiento el que propicia todos los sentidos (vitales). Si solo tuviésemos lógica, «racionalidad» —o mejor: intelecto—, no nos levantaríamos de la cama ni sabríamos adónde ir luego; no tendríamos porqués, tan solo cómos. De modo que al sentir no solo reaccionamos al mundo, sino que lo creamos. Si el honor, como hemos dicho, asigna valor a las personas y los grupos, necesariamente dependerá del sentimiento, que es el que subraya la importancia de nuestros proyectos evaluando en consecuencia el entorno. Lo que cuenta, se siente. El honor incorpora creencias sobre los objetos del mundo y los tasa en función de un ideal del bien, generando comportamientos; y lo hace sintiendo.
No es casual que emociones y motivaciones compartan raíz léxica latina (motus, motio, términos relativos al movimiento); unas y otras nos mueven. Tanto las emociones como las motivaciones tienen intensidad, duración y dirección. La motivación puede sentirse, aunque, curiosamente, a «un motivo» lo llamamos también «una razón». El honor es igualmente una de las más poderosas «motivaciones intrínsecas» que existen; se denominan así a las que nacen en nosotros mismos y no las disponen otros. No hay lance social alguno que no tenga aspectos emocionales y motivacionales, y, por lo tanto, si quiere ser razonable, no hay ética que pueda desentenderse de ellos.
Hay en la razón una pretensión y una ilusión de dominio. En cambio, la emoción nos vincula a lo que no controlamos plenamente, y de este modo se nos muestra como una derivada de nuestra constitutiva vulnerabilidad. La razón pura puede llegar a establecerse como un caudillo insobornable, y por lo tanto inconmovible y eventualmente destructivo. No existe, en cualquier caso, enemistad natural ni de suyo efecto desplazamiento entre emoción e intelecto; si bien cualquier sobrestimación de uno y otro polo, como ocurre en la psicopatía y en los trastornos impulsivos, conduce a comportamientos indeseables.
¿Adónde apunta todo esto que sabemos sobre cómo funcionan nuestros vastos corazones? A que el comportamiento moral, que tiene que ver con lo que está bien y lo que está mal, y, por lo tanto, con las empresas vitales propias y ajenas, no es posible a espaldas de los sentimientos. Como sabía Pascal y han sancionado las modernas neurociencias, el corazón es nuestra brújula moral. Incluso Kant, quien, como enseguida veremos, apeló a la pura razón en su propuesta sobre lo que es justo, tuvo un momento para reconocerlo: esa propuesta nació y creció a la lumbre de un poderoso sentimiento, y así, en la Crítica de la razón práctica, leemos: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto, a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».
SENTIMIENTOS MORALES
En el lapso entre las dos guerras más cruentas que el mundo ha visto, W. H. Auden escribía estos versos en memoria de otro poeta, W. B. Yeats:
La vergüenza intelectual
nos mira desde cada rostro humano
y los mares de la piedad
se encierran y se hielan en cada ojo[1].
Las éticas más exitosas de los últimos tiempos, en cuanto a su poderío cultural y su repercusión legal y académica, han sido las intelectualizadas, esto es, aquellas que han querido fundar la moral en la razón de un modo casi exclusivo, sea en su versión trascendental (Kant) o calculista (utilitarismo). No es de extrañar que estas éticas intelectualizadas hayan tenido dificultades para promover el bien en el mundo. Para empezar, han hecho excesivo hincapié en los juicios morales, en detrimento de las costumbres y los comportamientos; además, no han entendido suficientemente lo que va de esos juicios a las acciones, es decir, el papel que desempeñan las motivaciones y las emociones.
Esta preponderancia racional tiene orígenes muy venerables. En tiempos homéricos, todas las emociones eran pasiones: el ser humano padecía lo que los dioses proponían. Sentir era ser poseído, por las Erinias o por Zeus; digamos que había arrebatos, raptos emocionales, y solo en menor medida, sentimientos. Los estoicos combatieron contra este poder caótico de las emociones poniendo el corazón bajo el yugo del intelecto. Platón imaginó en Fedro que nuestra alma era tripartita, siendo su vértice racional el auriga que debía domeñar con el látigo los otros dos vértices, el corcel de la parte irascible y el de la concupiscible. El impacto de esta partición entre lo razonable y lo sentido aún perdura, a pesar de Pascal y de lo que su coetáneo, Baltasar Gracián, se pregunta en El héroe: «¿Qué importa que el entendimiento se adelante, si el corazón se queda?».
Si la deontología kantiana no ha tenido sobre el mundo todo el impacto que su profundidad y alcance merecían es precisamente por esta desmesura intelectualista, que cabe imputar, uno, a lo que su tiempo ignoraba sobre el cerebro, las emociones y los motivos, y dos, a su gélido puritanismo. Para Kant, solo es moral el comportamiento desprovisto de motivaciones sensibles. Escribe en Fundamentación de la metafísica de las costumbres: «Lo práctico de la capacidad judicativa solo comienza a mostrarse de manera convenientemente provechosa cuando el entendimiento común excluye de las leyes prácticas todos los móviles sensibles». No obstante, es lo que nos emociona y nos motiva lo que causa nuestras acciones; la razón, como se ha dicho, establece esencialmente el cómo. Una creencia que no es sentida es una creencia inerte, incapaz de engendrar actos. Por más que pueda y me ayude deducirla, he de sentir la «ley moral dentro de mí» para hacer lo correcto.
La visión omnímoda de la razón, que ignora que hay cognició...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. CITA
  6. I. QUÉ HONOR
  7. II. UNA MORAL SENTIDA Y DE LA ACCIÓN
  8. III. CORAJE
  9. IV. LA CIENCIA DEL BIEN
  10. V. SOBERANÍA PERSONAL
  11. VI. LA RACIONAL ESPERANZA INCONQUISTABLE
  12. VII. ALBORADA Y EXTRAVÍO DEL INDIVIDUO
  13. VIII. DEMOCRACIA Y HONOR
  14. IX. PODEMOS SER HÉROES
  15. X. RECOMPONER LA CADENA DEL VALOR
  16. AGRADECIMIENTOS
  17. BIBLIOGRAFÍA
  18. AUTOR