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Una sagaz reflexión sobre el arte y su función en tiempos de pandemia, confinamiento, crisis climática y manipulación de la verdad.

¿Puede el arte dar a ver lo que no vemos? Este libro confía en la potencia inagotable del arte para volver visible la invisibilidad resistente de dos amenazas que se ciernen sobre el hombre y el planeta en el siglo XXI: el descalabro ambiental y la inmersión cada vez más inquietante en un mundo digitalmente administrado. Graciela Speranza buscaba respuestas en la literatura y el arte contemporáneos cuando la pandemia de la covid-19 no solo aceleró la comunicación virtual, el control y la vigilancia, sino que en las ciudades desiertas nos enfrentó con «un atisbo de un futuro posible, un mundo sin nosotros».

Pero ¿qué puede decir el arte en medio de la catástrofe? De la montaña de abetos que Agnes Denes plantó en Finlandia y los conciertos aracnocósmicos de Tomás Saraceno a las novelas fragmentarias de Olga Tokarczuk y Jenny Offill y los ensayos breves de Karl Ove Knåusgard, de la telefotografía de Trevor Paglen y los vídeos de Hito Steyerl a las reconstrucciones agudas de Forensic Architecture o Agustín Fernandez Mallo, el arte y la literatura desvelan, recomponen, reconstruyen y, en el intento, renuevan sus medios.

El resultado del recorrido es una sagaz reflexión sobre el mundo contemporáneo y el sentido del arte de hoy, «una lente privilegiada para cambiar la escala y recalibrar nuestro lugar en el planeta», para «volver a mirar las cosas, correr el velo que las opaca».

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Información

Año
2022
ISBN
9788433945662
Categoría
Arte
Categoría
Arte general

LO QUE NO VEMOS. HACER CON EL COSMOS

Aunque el Perro semihundido es una obra bien conocida, me sorprendió no recordarla cuando volví a verla hace unos años en el Museo del Prado o, mejor dicho, comprobar que la había visto sin verla en otras visitas al Prado. Es una de las doce «pinturas negras» que Francisco de Goya pintó en las paredes de la Quinta del Sordo, donde se recluyó abatido y enfermo entre 1819 y 1823. La modernidad de esas composiciones nocturnas de figuras grotescas y formas caprichosas nunca deja de asombrarnos; cuesta creer que tienen casi dos siglos. Pero por algún motivo que solo razoné más tarde, el Perro semihundido ganó protagonismo y me recordó que todo el arte es contemporáneo y que el arte de ayer dice otras cosas hoy, como bien supieron Borges, Aby Warburg y antes todavía Pierre Menard, el aventurado creador de unos capítulos del Don Quijote de Cervantes.
Un perro, según el título del primer inventario, Un perro luchando contra la corriente, con más audacia interpretativa unos años más tarde, Perro semihundido por fin en el catálogo del Prado, parece independizarse del conjunto e incluso de la obra completa de Goya, suspendida en un limbo atemporal, distante y a la vez próximo. Es negra como las otras, sí, pero de otro modo, y en su ambigüedad casi abstracta parecen figurar amenazas veladas de nuestro tiempo. Porque ¿qué es precisamente lo que muestra? O mejor, ¿qué da a ver?, ¿qué oculta?
Una estructura elemental divide el fondo en una gran porción superior de un amarillo pálido con tintes ocres y dorados, y otra mucho menor abajo, de color marrón, a primera vista un barranco en un paisaje desolado del que asoma la cabeza de un perro, la única figura reconocible del cuadro. Hay una forma difusa que ensombrece la porción amarilla con una silueta vaga, pero lo que se impone en el conjunto es más bien la disposición y el juego de escalas. La altura de la tela casi dobla el ancho, con una forma inquietantemente oblonga que contraría la clásica disposición apaisada de los paisajes. Pero además la porción amarilla –el cielo, digamos– dobla varias veces en altura a la marrón inferior –¿un talud?, ¿un pantano?, ¿un lodazal?–, redoblando el pathos del perro que mira hacia arriba con unos ojos tristísimos, mientras se asoma, se esconde o se hunde –imposible saberlo– en el barranco. Tampoco sabemos qué ve y solo podemos intuir una amenaza en la sombra vaga.
A partir de unas placas fotográficas del siglo XIX, se conjeturó una hipótesis nada firme de que en el traspaso de la pared a la tela desaparecieron un promontorio más definido y un par de pajaritos pintados con apenas unos trazos. Pero lo único realmente visible que empequeñece al animal, lo abate, lo desespera o lo aplasta es la escala, la desproporción entre la pequeña cabeza que emerge y esa masa imprecisable que pende sobre él: ¿un desprendimiento?, ¿una tormenta?, ¿una avalancha? Puede que lo que el perro realmente busca mirando hacia arriba sea auxilio, una tabla de salvación que lo libere de algo que lo retiene, lo empuja hacia abajo y amenaza sumergirlo. Y también es posible que la escala de la amenaza sea todavía mayor y el perro esté en medio de una catástrofe, un cataclismo, el apocalipsis. O, más aún, que todo eso ya haya sucedido y el perro sea el único sobreviviente en un mundo posapocalíptico. La fuerza e incluso la belleza de la obra, en cualquier caso, parecen anidar precisamente en lo que no vemos, en una suerte de invisibilidad visible o en la tensión entre figuración y abstracción que resuelve de un modo metafórico lo que la célebre serie de aguafuertes de Goya inmediatamente anterior, Desastres de la guerra (1810-1820), representaba con ochenta y tres estampas de escenas históricas. Aunque en esa serie estremecedora Goya invitaba a mirar las atrocidades de la guerra durante la invasión napoleónica, jugaba también con lo que no vemos en el fuera de campo. Pero la violencia o las amenazas se vuelven más inquietantes en Perro semihundido, una obra más madura que, con una cierta pulsión hacia la abstracción, excede su tiempo, nos alcanza y podría figurar la desazón contemporánea.
Como la sombra vaga que pende sobre el perro, las amenazas que se ciernen sobre el hombre y el planeta en el siglo XXI responden a fenómenos coincidentemente opacos, que operan a gran escala, enmascarando las causas y la verdadera dimensión de sus efectos. Dos de las más acuciantes –la perspectiva de una catástrofe ambiental y la inmersión cada vez más absoluta en un doble digital del mundo–, de hecho, operan a una escala global que nos empequeñece, nos paraliza o nos deja inermes como al perro de Goya. Pero hay algo más que nos acerca a su desamparo: la imaginación del fin nos hermana en el mismo barco desnortado con otras especies, nos acerca al animal semihundido y nos aúna en una coalición sin precedentes, que no solo congrega a la humanidad completa sino también al mundo animal, vegetal, mineral y a la propia atmósfera que el hombre subordinó a su poderío, y hoy peligran si no se redefinen las condiciones que hagan posible la coexistencia en el planeta. No sorprende que una nueva y controvertida corriente filosófica, el realismo especulativo, aspire en el nuevo milenio a concebir una «ontología plana» y una «democracia de los objetos» que desestimen la centralidad del hombre en el universo. Y todavía algo más que seguramente recordé también frente a la obra de Goya: es precisamente el perro la especie que la bióloga y filósofa norteamericana Donna Haraway elige como ejemplo privilegiado en su Manifiesto de las especies de compañía, en el que invita a abandonar la división entre naturaleza y cultura, y propone a la especie de compañía (como antes lo había hecho con el cyborg en su Manifiesto cyborg) como metáfora de la hibridez, la conexión, la coevolución y la cohabitación posible entre el mundo y el hombre. Al «devenir» deleuziano, Haraway le agrega el «devenir con» otros –humanos y no humanos, orgánicos y maquínicos–, como un modelo próspero de relaciones efectivas de hibridación, cohabitación e interdependencia con el otro, capaz de alumbrar una ética y una política comprometidas con el florecimiento de una otredad significativa.
La opacidad y complejidad de los fenómenos que han transformado el mundo en las últimas décadas, en cualquier caso, nublan la imaginación del futuro. «Hiperobjetos», los llamó Timothy Morton, para caracterizar la peculiaridad de esos objetos viscosos, «no-locales», que involucran una temporalidad radicalmente distinta de las temporalidades a escala humana, y ocupan una fase espacial de alta dimensionalidad, que los vuelve invisibles a los humanos. La propia infraestructura que caracterizó al siglo XX –autopistas, telecomunicaciones, redes ferroviarias y organismos públicos– se ha invisibilizado en el nuevo siglo, con cables submarinos de fibra óptica, grandes centros de datos en el polo norte, la vigilancia satelital, los superpoderes de las redes sociales y las tecnologías financieras digitales, que existen fuera de nuestro campo de visión y nuestro entendimiento. James Bridle habla incluso de una nueva «Edad oscura» en la que la visión se ha vuelto paradójicamente ciega: todo está iluminado pero no lo vemos, todo es computacionalmente eficiente pero incomprensible para los no iniciados. Pero si algo me recordó la obra de Goya es que cabe a la imaginación artística correr el velo y atisbar configuraciones todavía inaccesibles a otros lenguajes. Y aunque el arte, por definición, vuelve visible lo que no se ve y se vuelve político en el develamiento, lo mueve ahora un apremio mayor que magnifica la empresa, una urgencia cosmopolítica.
Central en el perspectivismo cartesiano y en la «locura de ver» barroca, desacreditado en el pensamiento y el arte francés del siglo XX, el lugar de la visión ha sido siempre uno de los pilares de la creación y la reflexión estética. Porque, aunque el arte da a ver casi por definición, esa potencialidad se trastoca francamente en la modernidad. «El arte no reproduce lo visible, sino que hace visible», escribe Paul Klee en el comienzo de su «Confesión creativa» en 1920, condensación clara de un presupuesto típicamente moderno: el arte no es un mero espejo o reflejo, sino que crea lo que vemos. Un concepto clave de los formalistas rusos –la ostranenie– acierta a describir por entonces su poder de develamiento y desfamiliarización: el arte extraña la visión familiar cristalizada y les devuelve significado a los signos agotados por la costumbre.
Pero una larga tradición artística del siglo XX heredera del ready-made confió en cambio en la elocuencia de lo que no se ve, un arte que no compone, no crea, no da forma ni contenido en sentido literal, sino que solo ofrece un marco, «una especie de cita, un rendez-vous», según la metáfora feliz de Marcel Duchamp. De ahí el desprecio duchampiano por el arte meramente «retiniano» y su batalla por dar preeminencia a la idea, al enunciado. En su arte de lo ya hecho, pero también en las pinturas blancas de Robert Rauschenberg, los 4’33’’ de John Cage, la sala vacía de Yves Klein o en mucho arte conceptual que llegó después, el arte se vuelve invisible, apenas un instrumento óptico o auditivo que introduce vacío para volver visible y audible lo que no habíamos visto ni oído en el mundo real.
En las últimas décadas, sin embargo, la visibilidad ha adquirido una valencia política como atributo privilegiado del poder y al mismo tiempo como vía estratégica para desafiarlo. Y es que el arte y la política, como nos ha hecho ver Jacques Rancière, no son dos realidades independientes que pueden ponerse en relación, sino dos formas de la «división de lo sensible» dependientes de un régimen específico de identificación. La potencia política del arte radica entonces, precisamente, en reorganizar el campo de lo sensible, modificar lo visible, las formas de percibirlo y expresarlo. La estética es una suerte de interfaz. Y más: el arte no solo puede dar a ver lo que no vemos y modificar lo visible, sino que puede incluso fijar la mirada en el presente y sondear la oscuridad. En un ensayo ya clásico, Giorgio Agamben se pregunta «¿Qué es lo contemporáneo?» y, con una paradoja inspirada en Nietzsche, asegura que lo contemporáneo es lo intempestivo, lo que en algún sentido está fuera de su tiempo. Contemporáneo del presente es entonces aquel que no coincide a la perfección con él, aquel que puede mirarlo con cierta distancia y percibir también su oscuridad. Y en una metáfora gráfica que abreva precisamente en la neurofisiología de la visión, Agamben nos explica que la ausencia de luz desinhibe unas células periféricas de la retina que entran en actividad en la oscuridad y que por lo tanto «percibir en la oscuridad» no es una forma de inercia o de pasividad, sino que implica una actividad. Dicho de otro modo: el artista verdaderamente contemporáneo es capaz de mantener fija la mirada en un tiempo que lo interpela, para percibir, no solo sus luces, sino su oscuridad. Pero ¿cómo mantener fija la mirada en esos objetos viscosos, interobjetivos, que escapan al tiempo y la escala humana en el siglo XXI? ¿Cómo ver y por lo tanto dar a ver un hiperobjeto, por definición invisible?
El lento, tardío y no demasiado exitoso proceso de visibilización de la primera gran amenaza, el calentamiento global, tiene un nombre que se ha popularizado en los últimos años como una especie de hashtag: el Antropoceno. Recapitulemos: en febrero de 2000, el químico holandés Paul Crutzen sugirió que tal vez ya no vivamos en la era geológica que vio nacer a la cultura humana, el Holoceno, sino en una nueva era, el Antropoceno, en la que la humanidad se ha convertido en una fuerza geológica que rivaliza en potencia con las fuerzas naturales, con un poder de devastación que equivale o supera al de los terremotos, los volcanes o la tectónica de placas, y con la que el hombre ha conseguido borrar la distinción entre lo natural y lo humano con cambios cada vez más acelerados que amenazan su supervivencia en el planeta. Pero ese argumento que parecía destinado a permanecer en el discurso hermético de institutos científicos empezó a tener ecos más amplios, y el nombre de un período geohistórico se fue convirtiendo en un concepto filosófico, antropológico, un mensaje de urgencia moral y política: hay un agente responsable del cambio climático y la novedad es que ese agente es el hombre, propulsor del crecimiento ciego del capitalismo. Isabelle Stengers y Bruno Latour –dos de los pensadores más consecuentes en los debates abiertos por el Antropoceno– nos alertan sobre la creciente desconexión entre la escala de los fenómenos que la marcha del progreso ha desatado y las posibles respuestas. El hombre ya no se siente empequeñecido frente a las fuerzas inconmensurables de la naturaleza –una desconexión que desde el siglo XIX reconocemos como el sentimiento de lo sublime–, sino frente a una naturaleza «posnatural», moldeada por los excesos del propio hombre en tratos con el planeta. «Lo sublime», escribe Bruno Latour en «Esperando a Gaia», «se ha evaporado cuando ya no se nos considera humanos endebles dominados por la naturaleza sino, por el contrario, un gigante colectivo que, si se mide en teravatios, ha crecido tanto como para convertirse en la principal fuerza geológica de las que modelan la Tierra.» Y aunque la imaginación apocalíptica no nació en el siglo XXI, la amenaza de la crisis climática es menos espectacular que las del siglo pasado, tiene un origen más paradojal y un haz de consecuencias más complejo que, como sugiere el historiador indio Dipesh Chakrabarty, solo el análisis científico y el poder político global pueden dimensionar y enfrentar a escala planetaria, según la «responsabilidad común, pero diferenciada» que resulta de la evolución de la especie y la historia del capitalismo. Pero bastan un par de cifras para calibrar la dimensión de la sordera o el negacionismo frente a las certezas científicas. Durante los últimos años, Escandinavia del norte y Siberia alcanzaron con frecuencia temperaturas de 30 °C. En junio de 2021 se registraron 38 °C en Verjoyansk, Siberia, una de las estaciones meteorológicas de la Organización Meteorológica Mundial al norte del círculo polar ártico, y la ciudad rusa de Oimiakón, considerada como el lugar habitado más frío de la Tierra, registró 31,6 °C, la temperatura más alta de su historia, con consecuencias catastróficas para la vida submarina. Solo en la costa canadiense, según los expertos, el «domo de calor» mató probablemente a mil millones de animales.
«¿Qué deberíamos hacer frente a esta situación insoportable», se pregunta Slavoj Žižek, «en la que debemos aceptar que somos una especie entre otras, pero al mismo tiempo asumir la pesada responsabilidad de actuar como encargados genéricos de la vida en la Tierra?» En los veinte años posteriores al protocolo de Kioto de 1997 produjimos más emisiones que en los veinte años anteriores y, si las emisiones no se reducen, podríamos llegar a 4 °C de calentamiento hacia fines de este siglo. «Hemos abierto los ojos, hemos visto, hemos sabido», escribe Latour en una alerta que entraña precisamente a la visión, «y ¡volvimos a cerrar los ojos bien apretados!» La perspectiva de Isabelle Stengers es aún más desesperanzada: los gobiernos siguen proclamando sus buenas intenciones, pero ha triunfado el realismo, y cualquier medida que frene la libre dinámica del mercado y atente contra el derecho de las petroleras multinacionales y la especulación financiera a transformar cualquier coyuntura en una fuente de beneficios, será tachada de irrealista. «Pertenezco a una generación», escribe en el prólogo a la edición en inglés de En tiempos de catástrofes, «que será la más odiada en la memoria humana, la generación que “sabía” pero no hizo nada o hizo muy poco (cambió las lamparitas, clasificó la basura, cambió el auto por la bicicleta).» Entretanto, la cultura digital insiste en hacernos creer que el mundo que está detrás de nuestras computadoras y nuestros teléfonos es menos real y menos urgente que el que vemos en las pantallas. «Mirando la pantalla», dice la poeta británica Kate Tempest, «para no ver al planeta morir.» La adicción a la tecnología, concluye David Wallace-Wells en El planeta inhóspito, podría convertirse en una forma darwiniana de «adaptación».
Queda claro que en el discurso de la política, de la economía e incluso a veces en el de las ciencias sociales reina un realismo craso, incapaz de imaginar el futuro. Pero es precisamente en el arte donde esa noción empobrecida del realismo está menos a gusto, aun en el arte que no tiene vocación política pero se vuelve político cuando revela los límites de la imaginación y vuelve realistas fantasías a primera vista impracticables. No sorprende entonces que en el nuevo siglo el arte se haya vuelto sensible al debate abierto en torno al Antropoceno (la dOCUMENTA (13) de 2012, desplegada en Kassel y en Kabul, fue en gran medida un catalizador y un propulsor de esa sintonía), que haya intentado una nueva forma de diálogo con los objetos y con otras formas de vida, y haya sido capaz de naturalizar las relaciones entre distintos saberes, cruzar barreras epistemológicas y componer un diálogo, sin que ninguna disciplina oficie de árbitro final respecto de las otras. Tampoco sorprende que bajo el nombre de «materialismo especulativo» o «realismo especulativo» una nueva ontología orientada al objeto haya intentado apartarse del antropocentrismo, deshacer la «correlación» entre ser y pensar, postular la materialidad y la vitalidad de los objetos desligados del pensamiento que los concibe, y dar respuesta filosófica a la desalentadora conflagración entre historia humana y geología terrestre.
La tarea, convengamos, es abrumadora. Porque ¿cómo afinar el foco para ver lo que no vemos? ¿Cómo captar lo que escapa a la vista, la imaginación o la razón por muy opaco o muy luminoso, demasiado distante o demasiado próximo? Y, sobre todo, ¿cómo ver más allá del entorno cotidiano y recalibrar nuestro lugar en un tiempo y un espacio inconmensurables? VIJA CELMINS, que nació en Riga (Letonia) en 1938 pero emigró con sus padres a los Estados Unidos a los diez años, lleva más de cinco décadas demostrando que es posible en el espacio modesto de un plano. A fines de los sesenta dejó atrás la serie de cosas comunes que había retratado sin salir de su estudio en una casi invariable gama de grises –una lámpara, un ventilador, una televisión, una estufa–, relegó los aviones, trenes, autos y explosiones de la Segunda Guerra Mundial que en los años de Vietnam y en la misma gama de grises había pintado a partir de recortes de diarios y revistas, y abandonó incluso los dobles escultóricos XL de cosas triviales –un pei...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo
  3. Lo que no vemos. hacer con el cosmos
  4. Lo que no vemos. detrás de la red
  5. Reconstrucciones
  6. Referencias bibliográficas
  7. Agradecimientos
  8. Créditos