La construcción de la ciudadanía
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La construcción de la ciudadanía

Ensayos sobre filosofía política

  1. 230 páginas
  2. Spanish
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La construcción de la ciudadanía

Ensayos sobre filosofía política

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El Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú IDEHPUCP y la Universidad Antonio Ruiz de Montoya presentan un nueva coedición, enfocada en explorar las determinaciones fundamentales de la construcción de la ciudadanía: la ética de la participación política, la deliberación pública, la cultura de los derechos humanos, la inclusión social y el diálogo intercultural.Con esta publicación, el autor reflexiona sobre cada uno de los factores en la formación del juicio público y el ejercicio de la ciudadanía.

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Información

Año
2022
ISBN
9786124102608
I
Deliberación práctica y ética cívica
1
El cultivo de las humanidades y la construcción de ciudadanía3
Habitamos un mundo en el que —al menos en apariencia— ni la ciudadanía activa ni el cultivo de las humanidades cuentan con un lugar de privilegio. Ni siquiera en los espacios universitarios se tiene la convicción de que la construcción de ciudadanía constituye una meta de la educación superior, o que el estudio de la filosofía, la literatura o la historia deban formar parte del currículum universitario. Hemos asistido —en el caso del Perú, desde el año 1997— al surgimiento y la consolidación de un modelo empresarial de universidad, una organización con fines de lucro que ha apostado por la capacitación de profesionales eficaces que puedan ubicarse en posiciones estratégicas y ventajosas en ese gigantesco y transparente escenario competitivo que pretende ser el mercado. Estas instituciones educan a sus estudiantes no para someter a crítica el poderoso influjo de la razón instrumental (el cálculo costo-beneficio como pauta para la acción) sobre la sociedad contemporánea; ellas los capacitan para poder usarla eficazmente en el mundo de la producción, el intercambio y el consumo. El homo œconomicus no es objeto de reflexión crítica o de estudio histórico-social, constituye el presupuesto teórico de la educación. Este nuevo modelo pedagógico e institucional se nutre de la idea según la cual la universidad educa a los jóvenes para seguir una carrera —nótese el sentido competitivo de esta expresión—; sabemos que esta idea ya forma parte de nuestro sentido común.
Es evidente que la formación profesional y la inserción exitosa en el mundo del trabajo constituyen objetivos fundamentales para la universidad: cualquier institución de enseñanza superior que no sea capaz de lograr tales metas simplemente fracasa como proyecto educativo. No obstante, la conversión de este prisma económico-técnico en una norma absoluta y excluyente —incluso jerárquica en el orden de los fines de la institución universitaria— nos hace perder de vista una serie de actividades y propósitos sumamente importantes, asociados desde muy antiguo con la vida universitaria, que son inconmensurables con respecto a la lógica atomizadora del mercado, y que son particularmente valiosos para la academia (Lerner, 2000). La universidad tiene una función social que trasciende la actividad privada y las consideraciones instrumentales propias de la economía moderna. Desde sus orígenes, la universidad estuvo comprometida al menos con dos formas de bien común: la producción de conocimiento y la formación de ciudadanos libres. La seducción contemporánea ejercida por la técnica, la ciencia “aplicada” y la capacitación profesional han eclipsado estas preocupaciones, que una genuina universidad honra en sus planes de estudio y en sus proyecciones hacia la comunidad —he discutido la idea empresarial de universidad en un ensayo titulado “Liberalismo y Universidad” (Gamio, 2007, pp. 245-262)—.
En esta oportunidad voy a concentrarme en uno de estos fines comunes de la formación universitaria: la construcción de ciudadanía democrática. Voy a poner énfasis en los sentidos del concepto de ciudadanía, y en la forma que ambos se articulan en el horizonte de la cultura de la inclusión y los derechos humanos. Me ocuparé del rol que cumplen los procesos de discernimiento público en la articulación de estos sentidos complementarios de agencia política, y en qué medida estos procesos implican tanto el ejercicio de la reflexión como el cultivo de la empatía. Finalmente, examinaré las razones por las cuales las humanidades contribuyen decisivamente a la configuración concreta del discernimiento ciudadano: los ejemplos a los que recurriré serán fundamentalmente literarios; dejaré para otra ocasión la tarea de acometer un ejercicio similar con la historia, la teología o la teoría del arte. La tesis central de este texto es que el fortalecimiento de la democracia y la observancia de los derechos humanos pasan —de un modo ineludible— por la formación humanista de los ciudadanos, basada en el desarrollo de las capacidades de razón práctica y el cultivo de hábitos emocionales vinculados a la experiencia de la compasión y el sentido de justicia. Frente a esta tarea y desafío, la institución universitaria tiene una gran responsabilidad, qué duda cabe.
1. Dos conceptos complementarios de ciudadanía
“Ciudadanía” es una categoría eminentemente política en tanto pretende determinar con claridad la posición del agente frente al poder constituido. Esta noción pone de manifiesto el grado de acceso a cierto tipo de libertades y derechos, y la posibilidad de intervención en los asuntos públicos. El concepto de ciudadanía redefine el mapa de nuestros espacios institucionales, así como la ubicación y la movilidad de los individuos en su interior. Ese puede ser nuestro punto de partida. No obstante, no se trata de un concepto unívoco. Desde el punto de vista de la teoría política, contamos al menos con dos concepciones de la ciudadanía, que el pensamiento liberal y el cívico-republicano han hecho suyas, configurando ambas el sentido contemporáneo de lo que significa ser un agente político. Bosquejaré brevemente ambas concepciones, concentrándome en sus elementos sistemáticos y destacando su complementariedad en el contexto de una genuina democracia constitucional.
A. La primera acepción de ciudadanía alude a una cierta condición jurídica y política que los individuos adquieren a través del nacimiento o en virtud de procesos de naturalización. Ciudadano aquí es fundamentalmente titular de derechos. Este status encuentra su justificación teórica en la hipótesis del contrato social como procedimiento que da origen a la ley y el sistema de instituciones políticas. La tesis más poderosa que está implícita en esta perspectiva sostiene que la fuente de legitimidad del cuerpo legal y de cualquier forma de autoridad política es tanto el consentimiento de los individuos —que son las “partes” del contrato— como la protección de las libertades y los derechos de las personas.
Los ciudadanos son iguales ante la ley. A veces este principio es llamado con cierto desdén “igualdad formal”; dicho desdén se debe al hecho de que no suelen extraerse los valiosos argumentos e intuiciones morales que ella entraña. Se trata de un principio que cuestiona severamente toda forma de discriminación por razones de origen, cultura, mérito, credo, condición económica, ideología, género o identidad sexual que pueda impedir a los individuos la configuración y el desarrollo de sus proyectos de vida en el nivel del cuerpo, las creencias, las relaciones intersubjetivas y los vínculos con el mundo. El acceso individual a la libertad y al bienestar que pretende garantizar (o al menos proteger) el Estado de derecho no está supeditado a los logros o méritos de los agentes (Vlastos, 1985). A diferencia de los tiempos premodernos —en los que el status de las personas estaba determinado por el lugar que ocupaban en el orden jerárquico del universo, asignado por razones de parentesco—, los derechos básicos que gozan los individuos son concebidos como universales, incondicionales e inalienables. Se desprenden de su dignidad, de su capacidad de ser agentes racionales independientes. La igualdad civil ha sustituido así al supuesto jerárquico de la sociedad premoderna, dividida tradicionalmente en estamentos: guerreros, sacerdotes y campesinos. El supuesto contractualista de una situación previa a la constitución de las bases de la ley y el gobierno —el estado natural en los tratados de Locke y Rousseau, la posición original en la filosofía política de John Rawls—, más que un experimento epistemológico, constituye el diseño de una imagen moral que echa luces en torno a la irrelevancia de las diferencias de origen, convicciones y méritos en la configuración de las libertades y los derechos fundamentales. Las inmunidades y prerrogativas que confiere la ley son las mismas para todos los miembros de una comunidad política.
El Estado de derecho no solo protege a los individuos de la violencia ejercida por otros agentes o por la autoridad política misma, sienta las bases de un sistema de coexistencia social. Pretende ofrecer espacios abiertos a las diferentes expresiones personales y colectivas en materia de cultura, religión, género y sexualidad, siempre que no minen la tolerancia o atenten contra el derecho del otro a creer (o a no creer) y a vivir o no conforme a esa creencia. En principio, se trata de espacios privados en los que los agentes cultivan relaciones —afectivas, familiares, laborales— compatibles con sus visiones de la felicidad. En ellos, el individuo se dedica a las actividades que ha elegido como portadoras de sentido o vehículos de realización, se entrega al cuidado de sus tradiciones locales o a la crítica de sus cimientos. Uno de los rasgos fundamentales de la ciudadanía como condición reside en el hecho de que, si bien el ejercicio de los derechos supone la cultura como horizonte vital ineludible, las culturas no constituyen determinaciones inexorables de la identidad que no son susceptibles de elección. El individuo tiene derecho a desarrollar vínculos de pertenencia a tradiciones o a visiones densas de la vida, pero también puede abandonarlas si con el tiempo estas se tornan opresivas o inconsistentes (Sen, 2007). El Estado debe garantizar que estas elecciones sean posibles, pero no debe pretender intervenir en los procesos de decisión que corren a cuenta y riesgo de los ciudadanos.
B. La segunda concepción de la ciudadanía corresponde, en contraste, al cultivo de una cierta actividad humana, la política. Nos remite directamente a la célebre definición de Aristóteles, según la cual los ciudadanos son aquellos agentes que a la vez gobiernan y son gobernados (Pol. 1277b10). Son gobernados porque acatan las decisiones que toman las autoridades políticas legalmente elegidas y se someten a las decisiones que se han acordado tomar en la asamblea. Pero a la vez gobiernan, en tanto participan en la elección concertada de las autoridades políticas así como en los procesos de deliberación pública en materia de justicia y legislación. Aristóteles pone énfasis en el hecho según el cual la ciudadanía no puede desligarse del compromiso de los agentes con el ejercicio de las funciones judiciales y los asuntos de gobierno (Pol. 1275a6). Mientras en el sentido liberal de ciudadanía el individuo puede elegir intervenir o no en la “cosa pública”, el ciudadano en este segundo sentido —eminentemente ateniense— es propiamente un agente: si no actúa con otros en la arena pública, la dimensión política de su vida queda en suspenso. Desde Esquilo y Aristóteles hasta Alexis de Tocqueville y Hannah Arendt se ha ido configurando la tesis que sostiene que a través de la acción política se re-vela un aspecto medular de lo estrictamente humano.
La presencia en el ámbito público pone de manifiesto las capacidades distintivamente humanas del “decir” y del “actuar”. Hannah Arendt sostiene incluso que la polis —en tanto constituye el mundo configurado a partir de la acción común— constituye el “espacio de aparición” del ser humano como tal (1976, pp. 262ss.). La política inaugura escenarios en los que los agentes se encuentran para forjar consensos a través del discurso, pero también se trata de foros en los que se expresan libremente disensos que puedan ser valiosos para señalar los límites y los riesgos de los proyectos que la mayoría ha admitido o promovido. La política activa permite al ciudadano convertirse en coautor de la ley, hecho que redefine la relación entre los miembros de la comunidad y el cuerpo de reglas e instituciones del que es usuario. El respeto a la ley no brota del miedo al castigo resultado de su trasgresión: dicho respeto proviene del reconocimiento ciudadano de la legalidad como una creación colectiva que involucra el esfuerzo y el juicio de cada uno de los agentes políticos.
En su versión contemporánea, el cuidado de las virtudes cívicas al interior del ágora ha sufrido importantes transformaciones. Como muchos objetores de la espiritualidad de la polis han argumentado, la exaltación a...

Índice

  1. Índice
  2. IntroducciónÉtica cívica y discernimiento público
  3. I Deliberación práctica y ética cívica
  4. II AGENCIA, IDENTIDADES CULTURALES Y DIVERSIDAD
  5. III POLÍTICA, RELIGIÓN Y SECULARIZACIÓN
  6. IV PERSPECTIVAS SOBRE LA LIBERTAD
  7. Bibliografía
  8. Créditos