La revuelta
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La revuelta

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Esta novela, la primera de la reconocida historiadora y Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanidades, Sonia Montecino, es un brote particular en la literatura chilena. Fue escrita a fines de los 80, pero su estructura y estilo están más emparentados al de las narradoras del siglo XXI que hoy sobresalen en el panorama editorial hispanoamericano. Se trata de una prosa que toma riesgos y consigue ser encantadora sin sacrificar su prolijidad narrativa; es, también, una mirada lúcida al mundo femenino, ya que narra la historia de un grupo de mujeres que deben hacerse fuertes ante la fatalidad política y patriarcal para, literalmente, encontrar su lugar en el mundo a través de la lucha: Bibí La Invencible, la Perricholi, la Súperwoman, entre otras. Mujeres provenientes de diferentes sectores de Chile, unidas en torno a la dificultad cotidiana, al abuso, a la búsqueda permanente de una reivindicación y una sororidad a veces esquiva.

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Información

Año
2022
ISBN
9789563034264

II

El toldo de Bibí la Invencible encanta a María Cariqueo.
–Color de la tierra del cielo, azulita toda parte, así me lo he soñado –le dijo a Maura.
Amasaban juntas la harina para las sopaipillas que algunos veraneantes les compraban en las mañanas. La olla negra colgaba de un alambre a poca distancia del fogón que habían improvisado en su carpa de pontros.
–Mamá, me saludé con la hija de la dueña de ésa azulita, traje vasos, muchas cosas encontré en la arena.
–Hágalo con cuidado cuando encuentres por ahí, en veces son pagos de los muertos, ¿de qué tierra vienen esas gentes mujeres?
–No sé mamá, pero pelean, ése es su trabajo.
–Convídela a su amiga, dile que traiga su conversa.
Por la abertura del ruco vieron al Emperador anotando algo en un cuaderno cada vez que regresaba una de las luchadoras. Percibieron su irritación al arribar la última, esa mujer gorda que arrodillada y con la cabeza gacha llegó hasta él.
María Cariqueo probó con un bolo de masa si la manteca estaba a punto para freir y le comentó a su hija:
–Lo están extraviando a esas gentes, su compaña se sufre. Maura, vea tú cómo se humilla la mujer.
Se limpió las manos en el delantal floreado y salió a escuchar lo que hablaban. Las voces del Emperador y de la Sargenta se perdían entre las estridentes canciones de las radio-cassettes y las exclamaciones de los que jugaban paleta-pelota. Sólo alcanzó a oír que el Emperador gritaba a la gorda: ¡Zorra, pitonisa!
La Sargenta entró con los ojos llorosos a la carpa de la Bibí, se tendió sobre el camastro, sacó del bolsillo de su buzo un paquete de Life y le ofreció a Bibí. Aspiraba profundo y botaba el humo con fuerza, hasta provocar una brasa candescente.
–Sé que apenas empiece con ganancias él me va a cobrar un tanto por ciento. No da puntada sin hilo, ése es su negocio, estrujarnos, sacarnos hasta el alma, el muy asqueroso. Bueno, apurémosnos, te voy a tirar las cartas Bibí, no te voy a cobrar mucho, pero algo tienes que darme, es una cábala.
Bibí apagó su cigarrillo en la arena y negó con el índice la proposición de la mujer.
–No quiero acordarme de nada y tampoco conocer el futuro y no insistas porque está decidido. Además, si el Emperador sospecha que estamos juntas comenzará a molestarnos, así es que ándate rapidito a tu carpa.
–¡Qué me importa! –La Sargenta se sentó y cruzó sus piernas. No le aguantaré más y tú no te hagas la astuta, Bibí, que te puede pasar lo que a la Perricholi con su hija. El Emperador la mandó retobada a Santiago.
–¡Ah! Porque ésa no supo colocar en su lugar al Emperador, Amelia es distinta.
–No tengo fuerzas para pelear, estoy vieja, Bibí. ¿No te das cuenta de que troto diez minutos y estoy rendida? Pero no me voy a ir así no más, juntaré unos pesitos para volver a Rancagua. ¿Qué te cuesta ayudarme un poco?
La enorme silueta que se acercaba dijo, ¿se puede? ¿Molesto? y descorrió la cortina de nylon celeste que hacía de puerta. En la mano izquierda sostenía varias sopaipillas envueltas en servilletas de papel, les dio dos a cada una.
–Frías son malas –Mordisquea el Emperador las suyas y se arrellana al lado de la Sargenta. –Así es que cuchicheando –¿Por qué no le cuentan a su manager en qué estaban, corazoncitos? –Descansa su gruesa humanidad en el hombro de la Sargenta y ordena –No las quiero ver juntas. Tú mejor dedícate a ver la suerte en otro lado y no malees a mi chiquilla invencible.
La Sargenta dejó una sopaipilla fría en la caja de cartón que hacía de velador y se marchó.
Ansías desnudar a Bibí y te sonrío jugueteando con los cordones de mis zapatillas. El buzo me sofoca, quiero ir al mar, que el agua enfríe mi cuerpo que jamás será tuyo, Emperador. Bibí es de René, el único que suda miel y puede ser mujer y hombre y la Noemí cuando estaba con él era Sandro y a veces yo. No te hagas ninguna ilusión porque si acepto sentarme a tu lado es para que confíes y no me reproches si llego más tarde de los entrenamientos, y si la luna me quita fuerzas no me exijas ganar. No ves la culebra que atrapa mi lengua y se come los restos de masa que quedan en mi paladar, no ves que Noemí me acaricia el muslo, no sabes que somos dos contra ti, que la que dice bueno a tu invitación a pasear es ella y que soy yo la que evito tu pierna rozándonos la rodilla. Crees manejarnos en tu deseo, en tu ávida petición, y cuando nos levantamos para sacar un cigarro del paquete que olvidó la Sargenta, eres tú el que no puede decir que no, convencido de que Bibí abrirá sus piernas uno de estos días para aceptar tu baba de cuerpo que no despierta ni una miserable sensación, comparado al de René que nos mordía, que apretaba su pecho contra el del Sandro para que después Noemí lo cautivara con un beso en el rosa ardido y Bibí suspirara con él convertido en ella. Infinito el amor de René y tú mintiéndome su muerte en el sueño y hasta en eso te equivocaste porque yo lo maté sin darme cuenta y eres incapaz de imaginar que el Sandro mueve las caderas mucho más exagerado de lo que te parece lo haría Noemí bajo tu peso, ni conocerás jamás lo que ese muerto hizo en mí.
Amelia contempla sorprendida cómo María Cariqueo hirvió su ramo de quintral de maqui con hojas de canelo y lavó cuidadosamente su piel con esa infusión de aromas densos. Maura imita la limpieza y la integra a ella, frotando el líquido por sus brazos y espalda. María Cariqueo le habla en un idioma que Amelia desconoce y que su amiga le traduce:
–De todo peligro, inmundicia, protege esta planta que el viejo Dios y la vieja Dios han dejado. Mucho malo espíritu anda rondando este país que nos vive. Eso dice mi mama. Dice también que mucha sabandija exterminio quieren hacer mal a las gentes, pero que el dueño y la dueña de lo alto lo está viendo y dejando el buen conocimiento en ella que tiene espíritu de machi, que los ha visto a los dioses y por eso sabe que de mucho peligro hay que librarse, que vino ese hombre grande a comprar alimento y se lo soñó con maldad. Varios de esos extravían por el país, mundo y planeta. Ese es el habla que nos da mi mamá.
Amelia se acordó de la Raquel, ¿habrá prendido las velas? La mamá de la Maura es una ánima-meica manipulando la olla de remedios. Suaves movimientos por la estrecha carpa, pies descalzos que apenas rozan la arena, algo en su rostro invita a la confianza, quizás sus arrugas, quizás el blanco pelo trenzado con lanas de colores. O tal vez ese tono bajo de su voz, como hablando para adentro. La ánima-anciana me acurruca sin siquiera tocarme.
Sentadas en torno al pequeño lar, Amelia le contó a la Cariqueo su sueño de la isla con mujer.
–Buena seña, ésa es la chumpai que te anduvo visitando, la reina de los ríos y del mar –le dijo Maura–. Quiere decir que ya no eres niña chica.
–La llamó la chumpai. Te vas a cuidar mucho ahora, no te dejes engañar. Eso le dijo en el sueño, como aviso es esa chumpai, agregó María Cariqueo.
Que me cuide, ¿de qué ánima antigua? Será de mi pelo para que no me salga sangre. La Maura y su mamá me acogen, me quieren y a mí me gusta estar entre estas mantas y cueros que usan para dormir, me divierto hurgando sus pertenencias, tocando los cochayuyos y cruces de palqui que cuelgan para protegerse, me agrada este permanente fuego encendido y el olor a sahumerio. La Raquel debería conocerlas, bueno que está tan loca a veces que ni se le puede hablar. ¿Qué será lo que guarda la mamá de la Maura bajo ese chal azul-negro? Le pregunto si conoce a los huachos y el ánima-meica me dice que de oídas, niños huérfanos, hombres sin trabajo, jóvenes que se han ido al sur para no morir en las ciudades donde vagan como espíritus en pena. Qué bonitos son los aros del ánima-señora, de pura plata, regalo de su abuela.
Partieron a decirle a Bibí que se irían a bañar, pero la carpa azul estaba vacía. La Súper Woman les informó que la Invencible había salido recién con el Emperador. Esquivando familias y grupos de niños, agachándose cada vez que una pelota zumbaba, lograron avanzar hasta la orilla, ahí donde se formaba un biombo humano de contención a las olas, límite que cruzaron con dificultad para alcanzar la calma del mar. Casi no podían nadar, una brazada y sentir el codo de un hombre, sumergirse y evitar las piernas de otro, salir del agua y enfrentarse a la espalda de una mujer gorda. Amelia persigue a una bañista creyendo que es Maura y se zambulle para ganarle. Cuando emerge ve brillar los dientes blancos de un muchacho de tez bronceada. Busca a Maura flotando alrededor del desconocido. El joven le propone una carrera hasta las rocas.
Nado tras él en mi sueño de la isla, los patos gaviotas dibujan con su vuelo la ruta hacia la mujer chumpai. La isla se puebla de resplandores, me crece el pelo hasta alcanzar mis pies. Nos tendemos a tomar el sol. Mi cabello alga cubre parte de este territorio y cuelga hacia las aguas. La espuma lo humedece. Él frota con sus dos manos eso que tiene entre las piernas y que oculta su pantalón de baño. Coge ahora mis manos y me pide que imite sus caricias, rozo con mi palma eso erguido y caliente que ha preparado para mí. Busca suavemente si yo poseo lo mismo, levanta el nylon de mi traje de baño, explora con sus dedos y encuentra la boca de fuego donde se anida el castigo de la luna. Burbuja tórrida, soy el mar madre, continente caluroso del que se hunde en la oquedad de la luna, de eso penetrante que me estremece y como mar manto lo cubro de sonrisas uncidas por la espuma, de líquidos que él bebe sediento, empapando su rostro, humedeciendo su cuerpo. Se arrodilla ante mí y levanta mis caderas, siento que me abro, que me parto, que me rompo dulcemente y le susurro al oído que estoy anegada de olas; pero él sólo escucha los rumores de la tierra profunda del mar madre que soy, el agua-sangre mancha la isla, tiñe el océano brotando de las algas, captura su carne, inunda al cielo.
Miguel aloja en la Estrella, ese caserón amarillo ocre, frente a la bajada principal de la Playa Grande, le cuenta Amelia a Maura que la esperó pacientemente.
–Es técnico eléctrico y trabaja en una casa de baile, me convidó mañana en la noche. Excitada, fue todo el camino narrándole a Maura que Miguel controla las luces, que tiene un collar de mostacillas, que está con sus padres y un hermano en esa pensión. –¿Te imaginas cómo será dormir en esa casa? Dice que les dan desayuno y almuerzo.
Se separaron en el ruco de pontros. La madre de Maura la invitó a tomar una taza de té con tortillas, pero no aceptó. Recibió el pan y fue hasta su carpa. Se sentía mareada, fascinada, el cuerpo aún ardiendo, los senos hinchados, los labios abrasados. Recostándose en la cama. Evocó el sendero hacia la isla de la chumpai. Se imaginó que Miguel seguía ahí, nadó aún más rápido para recuperar eso que a él le crecía bajo el pantalón de baño.
¿Te dai’ cuenta, Pedro, que soy el más poderoso? El Emperador infla el pecho y levanta el mentón. Bibí va entre él y su soci...

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