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El octavo mandamiento
A primera hora de la mañana del 24 de noviembre de 2008, tres equipos de oficiales del Ministerio del Interior bajo el mando del teniente coronel Artiom Kuznetsov se desplazaban por Moscú. Uno de ellos se dirigió a la casa de Serguéi. Los otros dos a los apartamentos de jóvenes abogados que trabajaban bajo su dirección en Firestone Duncan.
Cuando Irina Períjina, uno de esos abogados, escuchó la llamada en la puerta, estaba sentada ante su tocador. Como cualquier mujer rusa respetable de treinta y tantos años, ni loca se dejaría ver por alguien sin su maquillaje. En vez de contestar, continuó poniéndose máscara en las pestañas y pintándose los labios. Cuando por fin acabó y se dirigió a la puerta, no había nadie. La policía se había dado por vencida y se había ido, pensando que el apartamento estaba vacío.
Borís Samolov, otro de los abogados de Serguéi, tuvo la suerte de no estar viviendo en la dirección en la que estaba empadronado, así que evitó por completo a la policía.
Sin embargo, Serguéi estaba en casa con Nikita, su hijo de ocho años. Se estaba preparando para irse a trabajar y Nikita para ir al colegio. Su hijo mayor, Stanislav, ya se había ido y su mujer, Natasha, no se sentía muy bien esa mañana y había ido al médico.
Cuando alguien llamó a la puerta Serguéi la abrió y se encontró con tres policías. Se echó a un lado y les dejó entrar.
La familia Magnitsky vivía en un modesto piso de dos dormitorios en la céntrica calle Pokrovka de Moscú. En las ocho horas siguientes los oficiales pusieron el piso boca abajo. Cuando Natasha volvió del médico se asustó y sintió miedo, pero Serguéi no. Cuando se sentaron en el dormitorio de Nikita, él susurró:
—No te preocupes. No he hecho nada malo. No me pueden hacer nada.
La policía seguía allí cuando Stanislav volvió a casa del colegio. Se mostró enfadado, pero Serguéi, con la voz calmada, le aseguró que todo iba bien.
La policía acabó el registro a las cuatro de la mañana. Confiscaron todos los archivos y ordenadores personales de Serguéi, fotos de la familia, una pila de DVD de los chicos, e incluso una colección de aviones de papel y un bloc de dibujos que pertenecían a Nikita. Luego lo arrestaron. Mientras se lo llevaban se volvió hacia su esposa y sus hijos, forzó una sonrisa y les dijo que volvería pronto.
***
Así empezó la trágica ordalía de Serguéi Magnitsky. Me enteré de ella a trancas y barrancas en el plazo de varios meses, pero es una ordalía en la que nunca he dejado de pensar.
Supe del registro de su casa en tiempo real. A media tarde del 24 de noviembre, Vadim entró corriendo en mi despacho con una mirada de pánico en su rostro.
—¡Bill, te necesitamos ahora mismo en la sala de conferencias!
Le seguí. Sabía lo que me iba a decir. Iván, Eduard y Vladímir ya estaban allí. En cuanto cerré la puerta, Vadim dijo:
—¡Serguéi ha sido arrestado!
—Mierda. —Me senté en la silla más cercana, con la boca repentinamente seca. Docenas de preguntas e imágenes corrían por mi cabeza. ¿Dónde estaba detenido? ¿Por qué motivo le habían arrestado? ¿Cómo le habían puesto la trampa?
—¿Qué va a ocurrir ahora, Eduard? —pregunté.
—Le harán un juicio rápido por su detención en el cual se decidirá su fianza o se le mandará a un centro de detención. Casi con toda seguridad esto último.
—¿Cómo son esos centros?
Eduard suspiró y evitó mirarme.
—No son buenos, Bill. Realmente nada buenos.
—¿Cuánto tiempo pueden tenerle detenido?
—Hasta un año.
—¿Un año? ¿Sin cargos?
—Sí.
Mi imaginación metió la marcha superdirecta. No podía evitar pensar en la serie de televisión americana Oz, en la que un abogado graduado en Harvard acaba en la cárcel junto a horribles y violentos criminales en el estado de Nueva York. Era solo una serie de televisión, pero las cosas inenarrables que le ocurrían a este personaje me ponían los pelos de punta cuando pensaba en lo que estaba a punto de enfrentar Serguéi. ¿Iban a torturarle las autoridades? ¿Sería violado? ¿Cómo encararía una situación como esta un abogado de clase media, erudito y amable?
Tenía que hacer lo que pudiera para sacarle de allí.
Lo primero que hice fue buscarle un abogado. Él solicitó a un conocido abogado de su ciudad natal llamado Dimitri Jaritónov. Le contratamos de inmediato. Supuse que Dimitri compartiría cualquier información que fuera averiguando sobre Serguéi, pero resultó ser extremadamente reservado. Estaba seguro de que su teléfono y su correo electrónico estaban pinchados. Solo quería comunicarse con nosotros en persona, y eso solo podía ser cuando estuviera en Londres, a mediados de enero. Esto me pareció de lo menos convincente, pero si este era el abogado que quería Serguéi, no podía oponerme de ninguna manera.
Mi siguiente movimiento fue ver al nuevo director del departamento de Rusia del Ministerio de Asuntos Exteriores, Michael Davenport, un abogado educado en Cambridge que debía de tener mi edad. A diferencia de su predecesor, Simon Smith, no me gustó Davenport. Le había visto varias veces antes de informarle de nuestros problemas con los rusos, pero parecía considerarme un hombre de negocios que tenía lo que se merecía en Rusia y que no ameritaba las atenciones del gobierno británico.
Ahora que estaba implicado un ser humano vulnerable, esperaba que su actitud hacia el asunto cambiara.
Fui a verle a su despacho en la calle King Charles y me acompañó hasta la puerta. Señaló su mesa de conferencias de madera y nos sentamos uno enfrente del otro. Pidió a su ayudante que nos llevara algo de té y luego dijo:
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Browder?
—Tengo algunas malas noticias de Rusia —dije tranquilamente.
—¿Qué ha ocurrido?
—Uno de mis abogados, un hombre llamado Serguéi Magnitsky, ha sido arrestado.
Davenport se puso rígido.
—¿Dice usted uno de sus abogados?
—Sí. Serguéi descubrió el enorme fraude de la devolución de impuestos de la que le hablé en anteriores ocasiones. Y ahora los oficiales del Ministerio del Interior que cometieron el delito le tienen retenido bajo su custodia.
—¿Qué alegan?
—Todavía estamos intentando averiguarlo. Pero si tuviera que adivinarlo, diría que evasión de impuestos. Así es como operan estos tipos.
—Eso es muy desafortunado. Por favor, cuénteme todo lo que sepa.
Le di todos los detalles mientras él tomaba notas. Cuando terminé, me prometió autoritariamente:
—Sacaremos a colación este asunto en el momento apropiado con nuestra contraparte en Rusia.
Había conocido ya a bastantes diplomáticos como para saber que esa era la respuesta normal del Ministerio de Asuntos Exteriores para «no vamos a mover un jodido dedo por ti».
La reunión no duró mucho más. Salí a toda prisa, me monté en un taxi negro y regresé a la oficina. Cuando pasábamos Trafalgar Square sonó mi teléfono. Era Vadim.
—Bill, acabo de recibir malas noticias de mi contacto, Aslán.
—¿De qué se trata?
—Me ha dicho que el Ministerio del Interior ha asignado nueve investigadores de grado superior al caso de Serguéi, Bill. ¡Nueve!
—¿Y eso qué significa?
—En un caso criminal normal asignan uno o dos. En un caso importante pueden llegar hasta tres o cuatro. Solo un inmenso caso político como Yukos podría tener nueve.
—¡Mierda!
—Hay más. También me ha dicho que Viktor Voronin, el director del departamento K del FSB, es el responsable directo del arresto de Serguéi.
—Joder —musité, y colgué el teléfono.
Serguéi estaba metido en un buen lío.
***
La vista oral para fijar su fianza tuvo lugar en el Juzgado del Distrito de Tverskoi, en Moscú, dos días después de su arresto. La policía no tenía pruebas de delito ni base legal para mantenerle bajo custodia. Serguéi y sus abogados pensaban que, tratándose de un caso tan poco sólido, con toda seguridad le darían la libertad bajo fianza.
Cuando se reunieron en la sala de juicios se vieron enfrentados a un nuevo investigador del Ministerio del Interior, un comandante de treinta y un años llamado Oleg Sílchenko, que tenía un aspecto tan infantil que apenas parecía cualificado para presentar pruebas en un tribunal. Podía haber sido un pasante en el departamento de impuestos que dirigía Serguéi en Firestone Duncan, o ...