El crimen del que todos hablan
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El crimen del que todos hablan

  1. 184 páginas
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El crimen del que todos hablan

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Información del libro

Un femicidio en un barrio cerrado. Una periodista que busca la verdad, y con ella algún tipo de nuevo rumbo. La conmoción por el asesinato de Claudia Ochoa repercute en su ciudad y en todo el país, pero el misterio se cierne sobre el caso. La justicia parece alejarse cada vez más. Pilar Rosso se propone ir al hueso, desbrozando la espesa selva de complicidades que protegen a el (o los) que están atrás del crimen.La novela de Manuela Centeno –basada en un caso real, relativamente reciente y muy recordado– sitúa la pesquisa en un terreno bien diferente al que se acostumbra en el género policial más clásico. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726903379

1

Lo único bueno que hicieron mis padres en toda su vida fue enviarme a un internado de monjas en Buenos Aires apenas cumplí quince años.
Nunca más quise verlos y ellos no me quisieron ver a mí. Salvo la vez que Aldana intentó un acercamiento pero yo me negué a hablar con ella. Ese año terminaba el secundario y tenía dos opciones: tomar los hábitos o salir a la calle a buscar trabajo y un lugar donde vivir. Las monjas me ofrecieron hospedaje hasta que consiguiera con qué pagar una pensión. Aunque tampoco me podían asegurar nada ya que el pupilaje se cerraba ese año.
Sabrina, mi compañera de cuarto, era de una familia acomodada de Luján. La mamá había fallecido y su padre creyó que lo mejor para ella sería la educación católica. Durante los años que convivimos entablamos un vínculo muy fuerte; ambas padecíamos un vacío afectivo y juntas aprendimos a lamernos las heridas y a soñar aunque, para mí, la vida ya era mejor a su lado. No creo que hubiese sobrevivido en otro lugar.
Es verdad que cuando se toca fondo uno puede hacer pie y pegar el envión para salir a la superficie. Pocos meses antes del egreso las monjas me internaron en el hospital, pero días después el médico me derivó a un psiquiátrico. El infierno era yo misma, ningún lugar ni tratamiento me cambiaría. Una de las monjas, la que más me quería, le dijo al médico que ella se haría responsable y que estaba segura de que no necesitaba tratamiento psiquiátrico. Salí del hospital y comencé a asistir a un grupo de ayuda donde había mujeres en peor estado que el mío. Ninguna superaba los cuarenta kilos. En esa época con mi metro setenta y seis pesaba cincuenta y tres. Fue la última vez que me subí a una balanza.
Me liberé de la terapia mintiendo. Nunca fui sincera con la psicóloga. Inventé para ella una vida menos vergonzosa: le dije que mi tío había sido asesinado frente a mis propios ojos y que mi madre estaba descompensada, por lo que me habían internado en el convento.
Sabrina me habló y me dijo que intentara pensar que en unos meses estaríamos viviendo solas en un departamento y comenzaríamos juntas la universidad. Ella decía necesitarme y creía no poder hacer nada sin mí. Una cosa teníamos en común –además de que nuestros padres se habían liberado de nosotras– y era el pánico que nos generaba salir al mundo exterior. Juntas todo sería más fácil.
Nadar era lo único que calmaba al monstruo que yo tenía adentro. Los miércoles íbamos al polideportivo. Hacía un largo en crol, volvía pecho, recuperaba aire con espalda mientras observaba mi imagen en el techo vidriado: me veía tan gorda con esa malla negra.
Egresamos en diciembre de 1996. Ese día era un lunes y lo recuerdo bien: el papá de Sabrina fue a la ceremonia de fin de año y de ahí nos llevó al departamento que había comprado y amueblado para nosotras. Para mí era casi un desconocido, lo había visto algunas veces cuando visitaba a mi amiga los fines de semana. La figura paterna me generaba rechazo y si el tipo pensaba instalarse los fines de semana en el departamento, yo dormiría en la calle. Por suerte nunca se quedó y las pocas veces que venía a Buenos Aires ellos se encontraban en el shopping.
Saber que yo significaba tanto para Sabrina como para que su padre se hiciese cargo de mí fue como una compensación de la vida. Cuando él se despidió y la puerta se cerró, supimos que todo iba a depender de nosotras y de esa mensualidad que el padre nos había asegurado que mandaría puntualmente. Con esos pesos íbamos al supermercado, nos compramos los libros, las fotocopias y nos alcanzaba para ir al cine los domingos.
Sabrina se quiso anotar en Periodismo, como yo, aunque a ella no la veía comunicando nada. Elegí Periodismo por mi tío. Nací un mes después de su desaparición. Mi madre siempre me hablaba de su hermano, de lo inteligente que era, de su pasión por la política y por el periodismo, de su coraje. Hubiese querido que mi madre me admirase como a su hermano; por esa razón, de adolescente, yo soñaba con trabajar para un diario y convertirme en una periodista estrella que sacara a la luz los negocios oscuros de los políticos y empresarios. Quería cubrir los crímenes y secuestros que se acumulaban año a año y quedaban impunes. Me apasionaba recortar revistas y diarios, armar mapas sobre las posibles conexiones entre los implicados en una causa.
Sabrina dibujaba casas rodeadas de parques y puentes. Le dije varias veces que tenía que anotarse en Arquitectura pero ella decía que estudiaría lo mismo que yo.
Cuando comenzamos a cursar la noté desorientada; no aprobó un solo parcial y antes de fin de año ya había abandonado. En ese mismo mes la viejita del departamento de al lado falleció y a los pocos días se mudaron dos estudiantes de Alejo Ledesma. Enseguida nos tocaron el timbre y nos preguntaron sobre los lugares que frecuentábamos, los bares y boliches. Les recomendamos el videoclub donde yo había comenzado a trabajar y los cines con descuento para universitarios.
Juan se había anotado en Arquitectura y Facundo en Abogacía. En el verano Juan conquistó a Sabrina y la convenció de que se anotara en Arquitectura con él. Volvían de cursar y se encerraban en la habitación, entonces yo me iba con Facundo. Era agotador tener que adaptarse a su idilio.
Una vez con Facundo miramos una película en mi cama. Me besó y me dijo que me llevaría al estreno de Match Point; yo no necesitaba de alguien para entrar a un cine. Aunque no me gustaba como hombre, me caía bien: era educado y muy cariñoso. Después de esa primera noche de sexo creyó que me convertiría en su novia. Le aclaré que no quería una relación ni con él ni con nadie. Mariano había sido mi primer amor cuando apenas tenía catorce años, ese sentimiento que tuve fue único y nadie podría igualarlo. Pero mis padres me arrancaron de mi lugar y me quitaron la posibilidad de soñar una vida con él.
Sin embargo, Facundo se trajo un día los libros para estudiar y una muda de ropa que colgó en mi placar; también guardó los remedios para el asma en la heladera. Por suerte yo pasaba pocas horas en casa; cursaba durante el día y trabajaba en el horario de la noche. Aunque me pagaban poco significó un buen comienzo; podía llevarme los apuntes para estudiar y además me apasionaba el cine. Me sentía cómoda ahí; los clientes me consultaban y confiaban en mi criterio.
Una noche cerré el videoclub y volví a casa con ganas de darme un baño de inmersión. Encontré a Facundo desparramado en mi cama. Fui al baño y vi el cepillo de dientes, la espuma y la máquina de afeitar. Sabía que a Sabrina la había perdido como compañera pero además sentía que nuestra amistad se desintegraba. No comprendía por qué se había pegado tanto a un tipo. Me había dejado sola pero yo no tenía derecho a hacerle ningún planteo; gracias a su padre tuve un lugar donde vivir. El primer año fue fabuloso porque cursábamos juntas, pero al año siguiente todo cambió con la llegada de los nuevos vecinos. Y entre idas y vueltas, pasé dos años conviviendo con Facundo.
Con el sueldo de mi trabajo no me alcanzaba para pagar un alquiler, entonces pensé en buscar un laburo mejor para irme a vivir sola. En el trabajo aprovechaba para leer los clasificados pero no me podía imaginar trabajando en un supermercado todo el día o en una casa de ropa. Me sentía segura en la universidad y en el videoclub. Sabía que necesitaba empezar terapia, me lo había dicho la psicóloga del grupo de ayuda pero yo siempre encontraba una excusa para no llamarla.
Un domingo entró Sergio, uno de los mejores clientes, el único que tenía una rutina establecida: los viernes llegaba vestido de traje y se llevaba dos estrenos, los sábados los devolvía y alquilaba otra película, y los domingos volvía con ropa de deporte con tiempo para conversar sobre cada una. Le gustaba el cine europeo como a mí y, según él, a esos films los miraba solo. Para su familia alquilaba comedias norteamericanas.
—¿Qué estás buscando? —me dijo cuando vio que mi saludo no era efusivo como el de todos los domingos. Yo tenía el diario en la mano y apenas lo había mirado.
—Un trabajo…
—¿No pensarás dejar el video?
—Necesito un buen laburo para irme a vivir sola.
—Tendrías que conseguir algo relacionado con tu carrera. ¿Me podrías traer tu currículum mañana? El lunes lo llevo a la oficina.
—¿En serio? Nunca te pregunté a qué te dedicás ni dónde trabajás.
—En una editorial. Hace veinte años que leo libros, soy editor.
Recién entonces comprendí por qué para fin de año me regaló varias novelas.
Una semana más tarde, entró igual que siempre, pero esta vez me dediqué a observarlo: caminaba erguido, impecable en su traje azul y camisa sin corbata. El pelo bien corto, los ojos irritados, supongo que por la lectura, y esa sonrisa que lo compensaba todo. Parecía un tipo feliz. Salí de atrás del mostrador y nos saludamos con un beso.
—Buenas noticias. Tenés una entrevista de trabajo el lunes próximo a las tres de la tarde.

2

Entré a trabajar en el área de prensa de la editorial donde Sergio era el editor. Al principio me pareció una tarea aburrida, pero después le encontré la veta: por mis manos pasaban cantidades de libros que debía hacer circular. Tenía la posibilidad de estar cara a cara con los autores. Proponía actividades y eventos para potenciar las ventas, armaba conferencias de prensa con espectáculos en vivo y puestas en escena de algún fragmento de las obras.
El contacto con los escritores me llevó a anotarme en un taller de narrativa. Las clases me ayudaron a volcar en el papel lo que pensaba. Fui familiarizándome con las herramientas para escribir la historia de mi vida; sabía que en algún momento lo iba a hacer. Lo sentía como se siente el gusto agrio en la boca justo antes de la arcada, de un momento a otro vomitaría lo que nunca pude contar. Mis compañeros también intentaban olvidar, perdonar, entender la vida, y además, potenciar sus capacidades. El profe indicaba: “escriban un diálogo entre un padre y un hijo” y salía cada cosa que más que un curso de narrativa parecía un taller de constelaciones. Pero con ese grupo de gente el contacto se limitaba a esas cuatro paredes; cuando salíamos de ahí, livianos, ya nadie se volvía para decirte: “vamos a tomar unos mates a casa” o “¿tomamos un café?”. Es más, una vez me crucé en la calle con una compañera que iba del brazo de su esposo y cuando la saludé apenas hizo una mueca con su boca.
El papá de Sabrina me firmó la garantía para alquilar un monoambiente a metros de Plaza Francia, porque yo estaba decidida a no cambiar de barrio. El alquiler era caro pero el convento, el videoclub, el polideportivo y la editorial me quedaban cerca.
En una casa de electrodomésticos y muebles para el hogar me ofrecieron una tarjeta para comprar en cuotas y así pude amueblarlo. No necesitaba mucho: una camita que de día se convertía en sofá, una lámpara de pie y una mesa con dos sillas. El gasto más importante fue para el televisor y la heladera. A los libros los acomodé en el placar donde me sobraba espacio, ya que solo tenía dos trajes azules con camisa blanca para el trabajo, un conjunto de gimnasia, un vestido de noche bien escotado que Sabrina no usaba más y un jean con una camisa a cuadros. La campera de abrigo la había renovado con el primer sueldo de la editorial, porque la anterior era la que había traído de Pergamino. El calzado no era menos escaso, tenía un par de zapatillas Topper celestes, un par de zapatos negros para el trabajo y los stilettos que Sabrina me había regalado para mi cumpleaños.
Después de tantos años dormía sola. Las pesadillas también habían ido desapareciendo poco a poco.
Compartía los almuerzos con Sergio, la única persona con la que podía ser auténtica. Además podíamos conversar de temas que no fuesen del trabajo, sobre todo de cine. Así pasaron cuatro años. Sin que me diera cuenta, mi vida giraba siempre en el mismo círculo: la editorial, el taller y el polideportivo. Fui consciente de cuánto necesitaba a Sergio cuando se fue de vacaciones. Los tres veranos anteriores él había repartido sus descansos durante el año y su ausencia no me había pesado, pero ese enero me tocó salir a almorzar sola, caminar de regreso a casa sin su compañía y tomar decisiones sin su ayuda.
Cuando volvió me relató día por día el recorrido y me describió cada lugar de su viaje por Europa con esa capacidad que él tenía para captar cada detalle; sin embargo, nunca mencionó a su esposa ni a sus hijos. Repitió varias veces que no había sido fácil estar tanto tiempo lejos de la editorial.
Días después sucedió algo inesperado: estábamos en su oficina trabajando con las novedades del mes y entró una mujer menudita, rubia y elegante. Pasó sin golpear, me miró sorprendida y dijo:
—¡Ah! Pero sos una modelo.
Sergio se puso de pie.
—Ella es Carlota, mi esposa.
En cuatro años era la primera vez que escuchaba ese nombre.
—Es más linda de lo que imaginaba —exclamó Carlota y me miró las piernas.
Me puse de pie y le extendí la mano. Me la miró sin tocarme.
—¿Te comés las uñas? ¡Hacete las esculpidas! — largó una carcajada.
Recogí los informes con la intención de huir, su risa me recordó a mi madre.
—¿Quieren un café? —preguntó Sergio.
—Prefiero algo refrescante. —Carlota se sentó detrás del escritorio, en el sillón reclinable de su esposo, y me miró con sus punzantes ojos azules.
—No, gracias —dije, pero no pude moverme, estaba como estaqueada por esa mirada. Sergio salió a preparar café y ella soltó:
—Qué lindas tetas que tenés. ¿Son tuyas?
—Claro.
—Parecen hechas.
No le respondí. Me volví a sentar, fijé la vista en las carpetas y busqué una excusa para salir de ahí.
—¿Vas al gimnasio?
Negué con la cabeza sin mirarla; no pensaba decirle que iba todos los días a nadar.
—Claro, sos soltera. Ser madre y esposa es complicado, no te das una idea cuánto hay que resignar cuando se tiene hijos. Sobre todo porque llega una etapa en que los chicos crecen y ya no te necesitan y tu esposo tampoco. De sentir que sos la reina de la familia, la que lleva en su vientre el fruto del amor, la mujer maravilla, pasás a ser la desubicada, la bruja, la histérica. Por suerte esa etapa ya la superé…
—Ajá — susurré.
—Con Sergio no hay término medio. Viste que él te dice las cosas sin anestesia. Un día me dijo: “Gordita, yo te quiero pero vos a mí no me calentás má...

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  1. El crimen del que todos hablan
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  23. 21
  24. 22
  25. 23
  26. Epílogo
  27. Sobre El crimen del que todos hablan