La espuma Tomo II
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La espuma Tomo II

  1. 276 páginas
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Segundo tomo de La espuma, una novela que dibuja y analiza las clases altas en el siglo XIX. La historia sigue a Salabert, un hombre que se ha enriquecido mediante métodos poco honestos y Clementina, su hija. A través de ellos, Valdés presenta personajes deshonestos, sin ética ni moral y hace un retrato satírico de la sociedad del Madrid decimonónico. Una obra ácida que muestra el cinismo y la hipocresía de este grupo social en contraposición a la imagen del obrero como personaje colectivo y sacrificado. En este segundo volumen se pueden leer los últimos nueve capítulos del libro.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726771787
Categoría
Literature
Categoría
Classics

IV

BAILE EN EL PALACIO DE REQUENA
Transcurrieron los días y los meses. Clementina pasó el verano, como siempre, en Biarritz. Raimundo la siguió, dejando á su hermana confiada á unos parientes, y regresó cuando aquélla á últimos de Septiembre. Por la casa de los huérfanos soplaba un viento tormentoso que la había removido por completo. Raimundo, abandonando en absoluto sus estudios y costumbres metódicas, se había lanzado con ardor de neófito á los placeres mundanos. Su hermana, aterrada por este cambio, le hizo suavemente algunas advertencias, sin resultado. El joven se enfadaba como niño mimoso maltratándola de palabra, ó bien, cuando la reprensión era más dura, se echaba á llorar desconsoladamente, llamándose desgraciado, diciendo que no le quería, que más le hubiera valido morirse cuando su madre, etc., etc. Aurelia, en vista de esto, había determinado callarse, padeciendo en silencio, llena de aprensiones y presentimientos tristes. Bien adivinaba la causa de aquel cambio; pero en sus conversaciones ninguno de los dos osó hacer referencia á ella: Raimundo, porque no podía dignamente declarar á su hermana las relaciones que sostenía con Clementina: aquélla, porque creía indecoroso darse por advertida.
Aquellas relaciones obligaron á nuestro joven á hacer gastos extraordinarios que no permitía su renta. Para seguir el carruaje de su querida entre la balumba de ellos en los paseos del Retiro y la Castellana compró un bonito caballo, después de dar previamente algunas lecciones de equitación. Los teatros, las flores y los regalitos á su amante, las francachelas con sus nuevos amigos del Club de los Salvajes, los trajes y las joyas, todo lo que constituye, en suma, el tren de un lechuguino en la corte, le hicieron desembolsar sumas enormes con relación á su hacienda. Para ello hubo necesidad de echar mano del capital. Éste consistía, como ya sabemos, en acciones de una fábrica de pólvora y en títulos de la Deuda. Unos y otros documentos guardábalos su madre en un cofrecito de hierro dentro de su armario. Cuando murió, el pariente de los chicos á quien correspondía la tutela vino á examinarlos y tomó nota de ellos; pero como Raimundo gozaba tal fama de muchacho formal, de conducta intachable, como hacía ya tiempo que manejaba y cobraba los cupones, y como en fin no le faltaban más que tres años para llegar á la mayor edad, su tío no quiso recogerlos: los dejó en el mismo cofrecito que estaban. Pues bien; Raimundo, necesitando á toda costa dinero, y no atreviéndose á pedírselo á nadie, faltó á esta confianza vendiendo poco á poco algunos títulos. Y es lo raro del caso que siendo un chico hasta entonces tan puro de costumbres, tan recto en el pensar y tan honrado de corazón, llevó á cabo esta villanía sin grandes remordimientos. Hasta tal punto su desatinada pasión le había desequilibrado y aturdido.
No sólo hizo esto sino otra cosa peor, si cabe. Su curador, al enterarse de sus gastos excesivos y de la vida que llevaba, se presentó un día en su casa, encerróse con él en el despacho y le interpeló bruscamente:
— Vamos á cuentas, Raimundo. Por lo que me han dicho y por lo que veo, tú estás haciendo unos gastos que de ningún modo puedes sostener con tu renta. El caso es grave, y yo, como curador, necesito saber de dónde sale ese dinero, no sólo por ti, sino principalmente por tu hermana . . .
Experimentó una violenta emoción. Se puso pálido y balbució algunas palabras ininteligibles. Luego, viéndose apurado, comprendiendo rápidamente que de aquella entrevista dependía su salvación, esto es, la salvación de su amor, no tuvo inconveniente en mentir descaradamente.
— Tío, es cierto que hago gastos considerables, muy superiores á los que podría hacer con mi renta . . . Pero nada tiene que ver en ellos el capital que heredé de mis padres.
— ¿Entonces? . . .
— Entonces . . . — dijo bajando la voz y como si le costase trabajo hablar, — entonces . . . yo no puedo decirle á V. el origen de este dinero, tío . . . Es una cuestión de honor.
El curador quedó estupefacto.
— ¿De honor? . . . No sé lo que quieres decir: pero mira, chico, yo no puedo quedar conforme . . . Mi posición es delicada: si no velo como debo sobre vuestros intereses, mañana se me puede pegar al bolsillo y no tiene gracia.
Raimundo guardó silencio unos momentos. Al fin, vacilando y tropezando mucho, dijo:
— Puesto que es necesario decirlo todo, lo diré . . . Usted habrá oído hablar quizá de mis relaciones con una señora . . .
— Sí, algo he oído de que haces el amor á la hija de Salabert.
— Pues ya tiene V. explicado el misterio . . . — dijo poniéndose fuertemente colorado.
— ¿De modo que esa señora? . . . — replicó el tío haciendo resbalar la yema del dedo pulgar sobre la del índice.
Raimundo bajó la cabeza y no dijo nada, ó, más exactamente, lo dijo todo con su silencio. Él, que había rechazado con indignación y tristeza los billetes de Banco de su querida, confesábase ahora culpable, sin serlo, de tal indignidad, bajo la influencia del miedo.
Su tío era un hombre vulgar, un almacenista de la calle del Carmen. La confesión de su sobrino, lejos de sublevarle, le hizo gracia.
— ¡Bien, hombre! . . . Me alegro de que hayas salido del cascarón y sepas lo que es el mundo. ¡Ah, tunante, qué callado te lo tenías!
Pero como todavía se quedase en el despacho adivinándose en su actitud un resto de inquietud, Raimundo, con esa audacia peculiar de las mujeres y de los hombres débiles en las circunstancias críticas, dijo con firmeza:
— El capital de mi hermana y el mío está íntegro. Ahora mismo va V. á ver los títulos . . .
Y sacó la llave y se dirigió al armario. Su tío le detuvo.
— No hace falta, chico . . . ¿Para qué?
Así salió, casi milagrosamente, de aquel terrible compromiso, que de otro modo hubiera producido una catástrofe. Sin embargo, la victoria le costó muchos momentos de cruel amargura, un gran desfallecimiento físico y moral que por poco le hace enfermar. No es posible romper bruscamente con nuestras ideas y sentimientos, con lo que constituye nuestro carácter, sin que la ruptura produzca vivo dolor.
Por esta época vino á visitarle un caballero chileno, aficionado á la zoología y dedicado también á la especialidad de las mariposas como él. Venía de Alemania y se disponía á regresar á su país: había leído algunos de sus artículos científicos, y teniendo además noticia de su colección, no quiso pasar por Madrid sin verla. Raimundo le recibió con alegría y un poco de vergüenza también: hacía ya algunos meses que no se ocupaba poco ni mucho en asuntos de ciencia, que tenía su colección abandonada. Á pesar de eso el chileno la halló muy notable y simpatizó extremadamente con él: le dijo que tenía encargo de su Gobierno para llevar algunos jóvenes de valer que se pusiesen al frente de las cátedras recién creadas en Santiago de Chile: si quería venirse, una de ellas sería para él. El sueldo que se le ofrecía era bastante crecido, la posición brillante en un país nuevo y ansioso de instrucción. En otras circunstancias, Raimundo, que ya no tenía más vínculo en España que su hermana, quizá se hubiera decidido á emigrar con ella. Mas ahora, enloquecido por el amor, encontró tan absurda la proposición que no pudo menos de sonreir con cierta lástima al rechazarla cortésmente, como si fuese un millonario ó un hombre colocado en la cima de la sociedad española.
Para costear su viaje á Biarritz necesitó enajenar más papel de la Deuda. Llevó en metálico á Francia unas cinco mil pesetas, cantidad más que suficiente para pasar el verano. Sin embargo, á los pocos días, arrastrado del ejemplo de sus amigos, se le antojó jugar en el Casino á los caballitos, y en dos sesiones perdió todo el dinero. No estando avezado á estos lances, lo único que se le ocurrió fué regresar precipitadamente á Madrid, vender más títulos y volverse otra vez. Su hacienda mermaba de día en día. Cuando empezó el invierno tenía ya de menos algunos miles de duros; mas esto no le impidió seguir gastando lindamente. Aurelia, que tal vez por indicación de su tío y curador, ó por propias sospechas, creía saber de dónde procedía aquel dinero, andaba melancólica, recelosa: no podía menos de mirar á su hermano con ojos donde se reflejaban la pena, la lástima y la indignación también.
Así continuaron las cosas hasta Carnaval. La duquesa de Requena había mejorado bastante en unos baños de Alemania, adonde su marido la había llevado. Desde que tenía hecho testamento á favor de su hijastra Clementina, éste la prodigaba extremados cuidados, sabiendo cuánto le importaba su vida. Los negocios del célebre especulador marchaban también prósperamente. La mina de Riosa se había comprado como él pretendía, al contado. Desde entonces, sordamente, había comenzado á hacer guerra á las acciones, vendiéndolas cada vez más baratas para depreciarlas. Llevaba muy buen camino para conseguirlo. En pocos meses habían bajado desde ciento veinte, á que se habían puesto poco después de la venta, hasta ochenta y tres. Salabert esperaba de un momento á otro, por medio de una gran oferta que tenía preparada, introducir el pánico en el mercado y hacerlas bajar á cuarenta. Entonces, por medio de sus agentes en Madrid, en París y en Londres, se haría dueño de la mitad más una, y por lo tanto del negocio.
Porque le interesaba para sus fines políticos y económicos y por satisfacer al genio fanfarrón que, á pesar de su avaricia, habitaba dentro de él, resolvió dar un gran baile de trajes en su magnífico palacio, invitando á toda la aristocracia madrileña y á las personas reales. Los preparativos comenzaron dos meses antes. Aunque el palacio estaba espléndidamente amueblado, el duque hizo desterrar de los salones algunos muebles demasiado grandes y pesados y traer de París otros más sencillos y ligeros, se quitaron algunos tapices, se compraron muchos objetos de arte, de los cuales estaba un poco necesitada la casa. Veinte días antes del designado para el baile, se enviaron las grandes tarjetas de invitación. Era necesario todo este tiempo para que los invitados pudiesen preparar sus disfraces. Exigíase traje de capricho, y á los caballeros, cuando menos, la talmilla veneciana sobre los hombros. La prensa comenzó á esparcir el anuncio del baile por todos los rincones de España.
Como su madrastra ni entendía mucho en estos asuntos, ni estaba en disposición, á causa de su quebrantada salud, de tomar parte activa en los preparativos, el alma de ellos fué Clementina. Pasaba el día en casa de su padre, robando sólo algunos ratos que dedicaba á Raimundo. Osorio tuvo la mala ocurrencia de traer á las dos niñas que tenía en el colegio de Chamartín, una de diez y otra de once años, á pasar unos días con ellos; pero las pobrecitas tuvieron que marcharse antes de lo que les había prometido su padre, porque Clementina estaba tan ocupada que apenas podía fijar en ellas la atención. Esto indignó tanto á Osorio, que un día, sin que se despidiesen de su madre, las metió en el coche y las llevó él mismo al colegio. Por cierto que á la noche, cuando Clementina regresó, hubo con este motivo una escena violenta entre los esposos. Raimundo también padecía con las ocupaciones de su amante; pero no dejaba de gozar puerilmente con la perspectiva del baile, al cual pensaba asistir vestido de paje de los Reyes Católicos. Fué una idea que le suministró Clementina. El modelo lo sacaron de un célebre cuadro que había en el Senado. Ella estaba enamorada del retrato de doña Margarita de Austria, esposa de Felipe III, hecho por Pantoja. Se mandó hacer un traje igual de terciopelo negro muy ajustado al talle, con saya interior color de rosa recamada de plata. Sin duda, este traje era muy á propósito para realzar la gallardía de su figura y la belleza majestuosa de su rostro.
El duque trabajaba también en la parte menos delicada de los preparativos, en la erección del estrado para la orquesta, que hizo colocar adosado á la pared medianera de los dos grandes salones de baile contiguos, rodeándolo de plantas y arbustos, en el arreglo del guardarropa, en la colocación de alfombras, en la traslación de muebles, etc. Salabert era un terrible sobrestante para sus operarios, un verdadero mayoral de ingenio. No les dejaba reposar, les exigía un cuidado incesante: jamás se le daba gusto en nada. Se trataba un día de trasladar cierto armario de ébano tallado, desde el salón que iba á ser de conversación, á la sala destinada á jugar. Los obreros, dirigidos por el maestro carpintero, lo llevaban suspendido, mientras el duque les seguía recomendándoles atención con una sarta de interjecciones que dejaba escapar oscuramente entre el cigarro y sus labios sinuosos, nauseabundos.
— ¡F . . .., despacio! . . . ¡Despacio tú, papanatas, el de las narices largas! . . . Cuidado con esa lámpara . . . Baja un poco tú, Pepe . . . ¡f . . .., no seas jumento, baja más! . . . ¡Eh! ¡eh! arriba ahora . . .
Al llegar al hueco de una puerta, el maestro, viendo que era fácil lastimarse, les gritó:
— ¡Cuidado con las manos!
— ¡Cuidado con los relieves, f . . ..! — se apresuró á gritar el duque. — ¡Lo que menos me importa á mí son vuestras manos, babiecas!
Uno de los obreros levantó la vista y le clavó una mirada indefinible de odio y desprecio.
Cuando el mueble estuvo en su sitio, el duque mandó enganchar y se dirigió á sus habitaciones á quitarse el polvo. Poco después bajaba por la gran escalinata del jardín y montaba en coche, dando orden que le condujesen al hotel de su querida.
La pasión brutal del banquero por la Amparo había crecido mucho en los últimos tiempos. Todavía fuera conservaba su razón; pero en cuanto ponía el pie en la casa de la hermosa malagueña, la perdía por completo, se transformaba en una bestia que aquélla hacía bailar á latigazos. No se crea que esto es enteramente figurado. Contábase en Madrid que el duque traía un aro de hierro con una argolla al brazo en señal de esclavitud, y que la Amparo le ataba con cadena cuando bien le placía. Algunos amigos, para cerciorarse, le habían apretado el brazo burlando y certificaban que era cierto. La exflorista, aunque de inteligencia limitadísima y de cultura más limitada aún, tenía suficiente instinto para remachar los clavos de esta esclavitud. Con su genio arisco y desigual, alimentaba el fuego de la sensualidad en aquel viejo lúbrico. El duque había llegado á persuadirse de que su querida, á pesar de las sumas fabulosas que con ella gastaba, era muy capaz de dejarle plantado si un día se atufaba. Esta convicción le tenía siempre sobresaltado y rendido, dispuesto á humillarse, á cometer cualquier bajeza por complacerla. Aunque muy sagaz, su lascivia le cegaba hasta el punto de no comprender que la Amparo era más interesada y astuta de lo que él se figuraba.
Cuando llegó al hotelito de mazapán, serían las tres de la tarde. Amparo estaba conferenciando gravemente con la modista, de modo que se vió obligado á esperar un rato leyendo los periódicos. Al salir del gabinete, la joven al verle exclamó:
— ¡Ah! ¿Estaba V. ahí, duque?
— Sí; no he querido sorprender secretos de Estado.
— ¡Y que lo diga! ¿Verdá usté? — dijo la ex florista echando una mirada significativa á la modista.
Ésta sonrió discretamente y se fué. El duque abrazó por el talle á su querida y la llevó al gabinete.
— ¿Cómo te va, chiquita? ¿Bien, eh?
— ¡Al pelo, hijo! ¿Cómo quieres que me vaya con un hombre tan retrechero?
Al mismo tiempo se colgó de su cuello y le dió un largo y sonoro beso en la mejilla. Los párpados del duque temblaron de placer; mas por sus ojos pasó al mismo tiempo un reflejo de inquietud. Siempre que la Amparo se le colgaba del cuello era para darle un sablazo formidable, una entrada á saco en el bolsillo.
— ¡Y que no tiene guita el gachó! ¡Y que no sabe lo que son mujeres! — siguió la hermosa contemplándole con admiración.
«¡Malo! ¡malo!» dijo para sí el banquero. Sin embargo, las caricias de su querida lo hacían feliz.
— Mira, Tono, no hay cosa que más me guste que decirles por lo bajo á todas las sin vergüenzas que pasean por el Retiro: «¡Andad, andad, ...

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