La espuma Tomo I
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La espuma Tomo I

  1. 290 páginas
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Información del libro

Primer tomo de La espuma, una novela que dibuja y analiza las clases altas en el siglo XIX. La historia sigue a Salabert, un hombre que se ha enriquecido mediante métodos poco honestos y Clementina, su hija. A través de ellos, Valdés presenta personajes deshonestos, sin ética ni moral y hace un retrato satírico de la sociedad del Madrid decimonónico. Una obra ácida que muestra el cinismo y la hipocresía de este grupo social en contraposición a la imagen del obrero como personaje colectivo y sacrificado. En este primer volumen se pueden leer los primeros siete capítulos del libro.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726771794
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

VII

COMIDA Y TRESILLO EN CASA DE OSORIO
Al día siguiente de haber subido á casa de Raimundo, Clementina se sentía aún más avergonzada y pesarosa de haberlo hecho que en el momento de bajar la escalera. Los seres orgullosos sienten remordimientos por una acción que en su concepto les ha humillado, como los justos cuando han faltado á la humildad. En su interior confesaba que había dado un paso en falso. La serenidad y la cortesía de aquel muchacho, á la vez que le elevaban á sus ojos, irritaban su amor propio. ¡Qué comentarios no habrían hecho él y su hermana después de aquella ridícula y extemporánea visita! Al pensar en ello se le subían los colores á la cara. Por no ver ni ser vista de Alcázar desde su mirador, dejó de salir á pie. El joven cumplía su promesa: no halló rastro de él por ninguna parte.
Mas sin saber por qué causa, la imagen de éste flotaba siempre delante de sus ojos; con frecuencia acudía á su mente. ¿Era por aversión? ¿por resentimiento? Clementina no podía de buena fe afirmarlo. Su ex perseguidor no tenía nada en la figura ni en el trato que lo hiciese aborrecible. ¿Sería, por el contrario, que le hubiese impresionado demasiado favorablemente su presencia? Tampoco. Veía diariamente en sociedad muchos jóvenes más gallardos y de más agradable conversación. Así que, la sorprendía tanto como la irritaba encontrarse pensando en él, y nunca dejaba de protestar interiormente contra esta involuntaria inclinación, y de enfadarse consigo misma. Transcurridos algunos días después de la escena relatada decidióse á salir una tarde á pie. El no hacerlo le iba pareciendo cobardía, conceder demasiado honor á aquel chiquillo. Cuando pasó cerca de su casa levantó los ojos y le vió como siempre al mirador con un libro en la mano. Bajólos instantáneamente y cruzó de largo muy seria y espetada. Mas á los pocos pasos sintió un vago malestar interior como si no quedase contenta de sí misma. La verdad es que el no saludar ó no haber siquiera esperado el saludo del joven, no había estado bien hecho después de sus francas explicaciones y de la amabilidad que con ella había usado mostrándole la rica colección de sus mariposas y ofreciéndosele tan finamente.
Al día siguiente salió también á pie y reparó la injusticia del anterior clavando con fijeza su vista en el alto mirador. Raimundo le envió un saludo tan respetuoso y una sonrisa tan inocente, que la hermosa dama se sintió halagada y no pudo ocultarse que aquel joven tenía singular dulzura en los ojos que le hacía muy simpático, y que su conversación, si no repleta de donaires, revelaba firmeza de entendimiento y un espíritu culto. Estas observaciones debió hacerlas á su debido tiempo, pero no las hizo por causas que ignoramos. Desde este día comenzó á salir como antes. Al cruzar por delante de la casa de Raimundo nunca dejaba de enviar su cabezadita amistosa al mirador, desde donde le contestaban con verdadera efusión. Y según iban transcurriendo los días, el saludo era cada vez más expresivo. Sin decirse una palabra parece que se establecía la confianza entre ellos.
Clementina no trató de analizar el sentimiento que le inspiraba el joven Alcázar. Era poco aficionada á mirarse por dentro. Creía vagamente que hacía una obra de caridad mostrándose cortés con él. «¡Pobre muchacho! — se decía — ¡cómo adoraba á su madre! Y ella ¡qué feliz debió de haber sido con un hijo tan bueno y cariñoso!» Una tarde, cuando ya llevaba más de un mes de estos saludos, le preguntó Pepe Castro:
— Oyes: ¿ha dejado de seguirte ya aquel chiquillo rubio de marras?
Clementina sintió un sacudimiento raro y se puso levemente colorada sin saber ella misma por qué.
— Sí . . . hace ya lo menos un mes que no le he visto.
¿Por qué mentía? Castro estaba tan lejos de pensar que entre aquel perseguidor desconocido y su querida mediase ninguna relación, que no advirtió el rubor y pasó enseguida á otra cosa con indiferencia. Mas, para nuestra dama, aquel singular sacudimiento y aquel calorcillo en las mejillas fué una especie de revelación vaga de lo que en su espíritu acaecía. El primer dato concreto de esta revelación fué que al salir de casa de su amante, en vez de ir pensando en él, reflexionó que Alcázar cumplía demasiado fielmente su palabra de no seguirla. El segundo fué que al detenerse en un escaparate de joyería y ver un imperdible de brillantes en figura de mariposa, se dijo que algunas de las que había visto en casa de su amiguito rubio eran mucho más hermosas y brillantes. El tercero lo adquirió al entrar en casa de Fe á comprar unas novelas francesas: ocurriósele al ver tanto libro, que su amante Pepe Castro no había leído ninguno de ellos, ni lo leería probablemente. Antes, le hacía gracia esta ignorancia: ahora la encontraba ridícula.
Transcurrían los días, y la señora de Osorio, hastiada de la vida elegante, habiendo agotado todas las emociones que ofrece á una dama ilustre porsu hermosura y su riqueza, se iba placiendo extremadamente en aquel saludo inocente que casi todos los días cambiaba con el joven del mirador. Una tarde, habiéndose bajado del coche en el Retiro para dar unas vueltas á pie, tropezó con Alcázar y su hermana en una de las calles de árboles. Dirigióles un saludo muy expresivo. Raimundo contestó con el mismo afectuoso respeto de siempre; pero Clementina observó que la niña lo hizo con marcada frialdad. Esto la preocupó y la puso de mal humor para todo el día, por más que nunca quiso confesarse que la causa de su malestar y melancolía era ésta. Poco á poco, debido más que á nada á su temperamento irritable y caprichoso, aquella aventura amorosa que había muerto al nacer, iba ocupando su espíritu haciendo brotar en él un deseo. Los deseos en esta dama eran siempre apetitos violentos, sobre todo si hallaban algún obstáculo: como tales, pasajeros también.
Cierta mañana, después de haber saludado á Raimundo cerrando y abriendo la mano repetidas veces con la gracia peculiar de las damas españolas, y después de haber andado poco trecho, por un movimiento casi involuntario volvió la cabeza y levantó de nuevo los ojos al mirador. Raimundo la estaba mirando con unos gemelos de teatro. Se puso fuertemente colorada y apretó el paso embargada por la vergüenza. ¿Por qué habría hecho aquella tontería? ¿Qué iba á pensar el joven naturalista? Cuando menos, se figuraría que estaba enamorada de él. Pues á pesar de que estas ideas bullían alborotadas en su cabeza mientras caminaba de prisa para doblar la esquina y ocultarse á las miradas de aquél, no estaba tan irritada contra sí misma como otras veces. Sentía vergüenza, es verdad; pero luego que pudo caminar despacio, una emoción dulce invadió su espíritu, sintió un cosquilleo grato allá en el corazón como hacía ya muchísimo tiempo que no sentía, «¡Si volveré á mis tiempos de fanciulla!» se dijo sonriendo. Y comenzó á recrearse con su propia emoción, considerándose feliz con aquel retorno á las inocentes turbaciones de la primera edad. Tan embebida marchaba en su pensamiento, que al llegar á la Cibeles, en vez de tomar la calle de Alcalá para ir á casa de Castro con quien estaba citada para aquella hora, dió la vuelta como si estuviera paseando por aquel sitio. Cuando lo advirtió se detuvo vacilante: al fin se confesó que no tenía grandes deseos de acudir á la cita. «Voy á ver á mamá, — se dijo. — La pobre hace ya días que no pasa un rato conmigo». Y emprendió la marcha hacia el paseo de Luchana. Se puso de un humor excelente. Un piano mecánico tocaba el brindis de Lucrecia por allí cerca y se paró á escucharlo, ¡ella que se aburría en el Real oyéndolo á las más famosas contraltos! Pero la música es una voz del cielo y sólo se comprende bien cuando el cielo ha penetrado ya un poco en nuestro corazón.
Por la acera de Recoletos bajaba Pinedo, aquel memorable personaje que vivía con un pie en el mundo aristocrático y otro en la clase media-covachuelista á la que en realidad pertenecía. Traía á su lado á una linda joven que debía de ser su hija, aunque Clementina no la conocía: Pinedo la tenía alejada de la sociedad que frecuentaba, la ocultaba cuidadosamente lo mismo que Triboulet. La esposa de Osorio siempre había tratado á este personaje con un poco de altanería, lo cual no era raro en ella como ya sabemos. Mas ahora el estado placentero de su espíritu la tornó expansiva y llana por algunos instantes. Como Pinedo cruzase grave dirigiéndole un sombrerazo ceremonioso según su costumbre, la dama se detuvo y le abordó con la sonrisa en los labios.
— Amigo mío, usted es hombre práctico; también aprovecha estas horas de la mañana para respirar el aire puro y tomar un baño de sol.
Contra su costumbre y naturaleza, Pinedo quedó un poco turbado, tal vez porque no le hiciera gracia presentar á su hija á esta vistosa señora. Repúsose instantáneamente, sin embargo, y respondió inclinándose con galantería:
— Y á ver si Dios me concede unos tropezones tan desagradables como el que ahora he tenido.
Clementina sonrió con benevolencia.
— No debe V. echar flores aunque sea de este modo indirecto trayendo á su lado una joven tan linda. ¿Es su hija?
— Sí, señora . . .: la señora de Osorio, — añadió volviéndose á la niña.
Ésta se puso roja de placer al oirse llamar linda por aquella dama á quien tanto conocía de vista y de nombre. Era una muchacha alta y esbelta, de rostro moreno, con facciones menudas y bien trazadas y unos ojillos dulces y alegres.
— Pues había oído decir que tenía V. una niña muy bonita; pero veo que la fama se ha quedado corta.
La chica enrojeció aún más y apenas pudo murmurar las gracias.
— Vamos, Clementina, no siga V. que se lo va á creer . . . Esta señora, Pilar, — añadió volviéndose á ella, — se complace en decir mentiras agradables como otros en decir verdades amargas.
— Ya lo veo que es muy amable, — repuso la niña.
— No haga V. caso. Que es V. hermosa, está á la vista.
— ¡Oh, señora! . . .
— Y diga V., padre tirano, ¿por qué no la divierte usted un poco más? ¿Está bien hecho que á usted se le vea en todos los teatros, bailes y reuniones y tenga encerrada á esta niña preciosa? ¿O es que se le figura que tenemos más gusto en verle á V. que á ella?
El pobre Pinedo sintió un estremecimiento de dolor que trató de ocultar. Clementina había tocado con frivolidad en la parte más sensible de su corazón. Su sueldo ya sabemos que no le consentía más que vivir modestamente. Si entraba en una sociedad que ne le correspondía era precisamente para conservar el empleo, que era su único sostén y el de su hija. Ésta nada sabía aún de aquel plan de vida. Pinedo esperaba casarla con un hombre modesto y trabajador y que no conociese jamás aquel mundo en que no podía vivir y que él despreciaba en el fondo del alma, aunque tal vez, por la fuerza de la costumbre, no pudiese ya vivir á gusto en otro.
— Es muy joven aún . . . Tiene tiempo de divertirse, — repuso con sonrisa forzada.
— ¡Bah, bah! diga V. que es V. un grandísimo egoísta . . . ¿Y cuánto tiempo hace que no ha estado usted en casa de Valpardo? — añadió la dama pasando á otra conversación.
— Pues el lunes. La condesa me ha preguntado con mucho interés por V. y se lamenta de que la haya abandonado.
— ¡Pobre Anita: es verdad!
Sobre los dueños de la casa y sobre sus tertulios. Pinedo y Clementina comenzaron una conversación animada, inagotable. Pilar escuchó con atención al principio; pero como no conocía á la mayor parte de aquellos personajes concluyó por distraerse paseando su vista por las inmediaciones, fijándola en los pocos transeuntes que á aquella hora acertaban á pasar por allí.
— Papá, — dijo aprovechando un momento de pausa. — Ahí viene aquel joven amigo tuyo, que mantiene á su madre y á sus hermanas.
Clementina y Pinedo volvieron al mismo tiempo la cabeza y vieron llegar á Rafael Alcántara, el célebre calavera que hemos conocido en el Club de los Salvajes.
— ¡Que mantiene á su madre y á sus hermanas! — exclamó la dama con asombro.
— Sí, un joven muy bueno, amigo de papá, que se llama Rafael Alcántara.
Al volver la vista, cada vez más sorprendida, á Pinedo, éste le hizo una seña bastante expresiva. No sabiendo lo que aquello significaba, pero calculando que su amigo tenía interés en que no se calificase á Alcántara como merecía, Clementina se calló. El joven salvaje, al cruzar, les hizo un saludo entre familiar y respetuoso.
Pinedo alargó al instante la mano para despedirse.
— Ya sabe V. que hoy es sábado, — dijo la dama. — Vaya V. á comer.
— Con mucho gusto. Recuerdos á Osorio.
— Y lleve V. á esta joven tan monísima.
— Ya veremos; ya veremos, — replicó el covachuelista otra vez desconcertado. — Si hoy no pudiera, otro día será.
— Hoy ha de ser, padre tirano . . . Hasta luego, ¿verdad, preciosa?
Y le cogió el rostro á la niña y le dió un beso en cada mejilla, diciéndole al mismo tiempo:
— He tenido una gran suerte en conocerla. Hacen falta en mi salón niñas lindas y simpáticas.
Y cada vez más alegre, sin saber por qué, se despidió y siguió adelante diciéndose: «¿Qué diablo de interés tendrá Pinedo en convertir en santo á ese perdido de Alcántara?» El pie ligero, las mejillas rojas, los ojos brillantes, como en los días de su adolescencia, llegó á la verja del gran jardín que rodeaba el palacio de su padre. El portero se apresuró á abrirla y á sonar la campana. Entró en la mansión ducal y, contra su costumbre, dirigió una leve sonrisa á dos criados de librea, que la esperaban en lo alto de la escalinata. Pasó en silencio por delante de ellos y fué derecha á las habitaciones de su madrastra como quien ha recorrido aquel camino muchos años.
La duquesa estaba, en aquel momento, de conferencia con el médico director de un asilo de ancianas pobres, que ella había fundado hacía poco tiempo en unión de otras varias señoras. Al levantarse la cortina y ver á su hijastra, sonrió con dulzura.
— ¿Eres tú, Clementina? Pasa, hija mía, pasa.
Ésta sintió encogérsele el corazón al ver el rostro pálido y marchito de su madre. Abalanzóse á ella y la besó con efusión.
— ¿Te sientes bien, mamá? ¿Cómo has pasado la noche?
— Perfectamente . . . Tengo mala cara ¿verdad?
— ¡No! — se apresuró á decir la dama.
— Sí, sí. Ya lo he visto al espejo. Me siento bien . . . Solamente la debilidad me atormenta . . . Y como he perdido enteramente el apetito, no puedo vencerla . . . Vamos á ver, Iradier, — dijo encarándose de nuevo con el médico que estaba de pie frente á ella, — de manera que V. se encargará de vigilar á las criadas y enfermeras para que nunca dejen de guardar las debidas consideraciones á las viejecitas ¿no es cierto?
El médico era un joven simpático, de fisonomía inteligente.
— Señora duquesa, — respondió con firmeza. — Yo haré cuanto esté de mi parte porque las asiladas no tengan motivo de queja. Sin embargo, debo repetirla que, á pesar de nuestros esfuerzos, es posible que siga V. recibiendo alguna. No puede V. comprender hasta qué punto son impertinentes y maliciosas ciertas mujeres. Sin motivo alguno, sólo por placer de herir lo mismo á mí que á mis compañeros, nos llenan á veces de insolencias. Cuanto más atentos nos mostramos con ellas, más se ensoberbecen. Yo pruebo el caldo y el chocolate todos los días y no he hallado hasta ahora lo que esa mujer le ha dicho. Las horas son siempre fijas; jamás he visto retraso alguno en las comidas. Procure usted enterarse y se convencerá de que quien tiene motivo á quejarse, son las pobres criadas á quienes las asiladas tratan groseramente . . .
El médico se había ido exaltando al pronunciar estas palabras con acento de sinceridad. La duquesa ...

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