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Como escribió Michael Barber, el cada vez más popular Tom Sharpe acredita ser «un virtuoso de la novela cómica, más brutalmente divertido que cualquier escritor inglés», como comprobarán los lectores de esta novela, en la que «los cataclismos se suceden a un ritmo digno de los hermanos Marx» (Eric Neuhoff).

En el reparto figuran una formidable y riquísima aristócrata rural, Lay Maud, y su codicioso marido, Sir Lynchwood, ferviente adicto a adúlteras prácticas masoquistas, que quiere adueñarse de sus propiedades; un jardinero, el temible Blott, de complicados orígenes, que ama tanto a Lady Maud como odia a su marido; una autopista que debe trinchar la casa solariega según los deseos de Sir Lynchwood y conmociona la plácida vida local; un funcionario del gobierno, enviado como mediador ante la magnitud de los incidentes provocados por Lady Maud, quien es narcotizado, fotografiado en poses obscenas y sometido a toda clase de sevicias hasta que se decide a desencadenar su propia furia.

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Información

Año
2006
ISBN
9788433944672
Categoría
Literatura

1

Sir Giles Lynchwood, diputado por South Worfordshire, se sentó en su despacho y encendió un cigarro. Al otro lado de su ventana florecían tulipanes y primaveras, un zorzal picoteaba el césped, y el sol brillaba desde un cielo completamente despejado. A lo lejos pudo contemplar los riscos de la Garganta del Cleene elevándose por encima del río.
Pero Sir Giles no pensaba en la belleza del paisaje. Tenía la cabeza ocupada en otras cosas: en el dinero y en Mrs. Forthby, y en la diferencia entre cómo habían sido las cosas y cómo hubieran podido ser. Tampoco es que la vista que dominaba desde su ventana no ofreciera más que belleza. Pues contenía a Lady Maud, y, fueran cuales fuesen sus cualidades en otros terrenos, nadie que estuviera en sus cabales habría dicho que era una mujer bella. Era grandota y pesada y tenía unas formas que alguien calificó una vez, con gran acierto, de rodinescas; y no hay duda de que Sir Giles, que la miraba con todo el desapasionamiento que proporciona la perspectiva de seis años de matrimonio, la encontraba monumentalmente horrenda. Sir Giles no era quisquilloso en lo que se refiere a las apariencias. Había reunido su fortuna gracias a su habilidad para adivinar los beneficios que podían obtenerse de ciertos inmuebles más bien horrendos, y podía con justicia alardear de que había desahuciado a más inquilinos indigentes que ningún otro casero de Londres. El aspecto de Maud era el menor de sus problemas matrimoniales. Lo que le ponía furioso era más bien el temperamento de su mujer, su abierta confianza en sí misma. Eso, y el hecho de que por primera vez en su vida tuviera que cargar con una esposa a la que no podía abandonar y una casa que no podía vender.
Maud era una Handyman, y Handyman Hall había sido desde siempre la residencia de su familia. Un enorme y laberíntico edificio con veinte dormitorios, un salón de baile abovedado, un sistema de fontanería capaz de fascinar a los estudiosos de la arqueología industrial, pero que mantenía despierto toda la noche a Sir Giles, y una calefacción central diseñada para que consumiera coque a toneladas, y que ahora parecía tragar fueloil a hectolitros: Handyman Hall fue construido en mil ochocientos noventa y nueve con la pretensión de que, con sus ladrillos, su mortero y los más espantosos adornos de la época, fuera el símbolo de la familia Handyman. Una familia que solo vivió una breve temporada de éxito social. Eduardo VII había visitado la casa en dos ocasiones, y en cada una de ellas había seducido a Mrs. Handyman confundiéndola con una doncella (consecuencia de la timidez que la dejaba sin habla en presencia de miembros de la Familia Real). A modo de compensación para esta real metedura de pata, y por los servicios rendidos a la Corona, su esposo, Bulstrode, fue honrado con un título nobiliario. A partir de aquel fugaz momento de triunfo social, los Handyman habían descendido hasta su actual oscuridad. Tras haber ascendido hasta puestos importantes montados en la cresta de una ola de cerveza –la Handyman Pale, la Handyman Triple XXX y la Handyman West Country fueron famosas en su época– sucumbieron a la pasión por el coñac. El primer conde de Handyman, marido receloso y, es comprensible, fervoroso republicano, obtuvo fama póstuma porque a su muerte se convirtió en el primer cadáver que se cobraron los desorbitados derechos reales sobre la herencia fijados por Lloyd George. Casi inmediatamente le siguió su primogénito, Bartholomew, que cuando fue convocado por el inspector de hacienda decidió matarse bebiéndose enteras dos botellas del Trois Six de Montpellier que le había dejado su padre.
El estallido de la Primera Guerra Mundial completó la decadencia de la fortuna familiar. Boothroy, el segundo hijo, regresó de Francia con sus papilas gustativas tan irreparablemente deterioradas, debido a que se había tomado un trago de una botella de ácido de batería para calmar sus nervios antes de salir de la trinchera, que sus esfuerzos por devolver a la cerveza Handyman su calidad y aceptación de antes de la guerra tuvieron precisamente el efecto contrario. El título de «Cerveceros Extraordinarios de su Majestad el Rey» no se correspondía ya con la pócima que se vendía en las botellas de la marca Handyman. Durante los años veinte y treinta las ventas fueron reduciéndose hasta que se limitaron a una docena de tabernas de Worfordshire cuyos dueños se vieron forzados a seguir sirviendo espantosos brebajes por puro sentido de lealtad a la familia, y por la negativa de los magistrados locales (entre los que se encontraba Boothroyd) a conceder permisos de venta de bebidas espirituosas a los demás fabricantes. Para entonces los Handyman se habían visto obligados a habitar solamente un ala del gran edificio, y celebraron el estallido de la Segunda Guerra Mundial ofreciendo el solaz de su hogar al ministerio de la Guerra. Boothroyd murió cumpliendo sus deberes como miembro de la defensa civil, y fue sucedido por su hermano Busby, padre de Maud, mientras que Handyman Hall servía primero como residencia para el jefe de Estado Mayor del general De Gaulle y todo el resto del Ejército Libre francés del momento, y más tarde como campo de concentración para prisioneros de guerra italianos. El cuarto duque hizo cuanto estuvo en su mano por devolver su antigua popularidad a la cerveza Handyman, a base de utilizar de nuevo la fórmula primitiva, e intentó restaurar la fortuna familiar utilizando su influencia para que el ministerio de la Guerra pagase un alquiler desproporcionadamente elevado por un edificio que no necesitaba.
Fue esta influencia, la influencia de los Handyman, lo que convenció a Sir Giles de que quizá fuera aconsejable casarse con Lady Maud, para conseguir por medio de ella un escaño parlamentario. Volviendo la vista atrás, Sir Giles solía pensar que había pagado un precio excesivo por la casa y la aceptación social. En aquel momento lo llamó matrimonio de conveniencia, pero el tiempo había demostrado que este calificativo no era nada apropiado a su caso. Ningún detalle del aspecto de Maud insinuaba que pudiera tener una actitud especialmente recatada con respecto a la vida sexual, y Sir Giles quedó sorprendido, además de dolorido, cuando, durante la luna de miel, ella interpretó de forma exageradamente literal su sugerencia de que le atara a la cama y le pegara, Los gritos de Sir Giles se oyeron en un radio de un kilómetro por toda la Costa Brava, y le forzaron a sostener una embarazosa entrevista con el director del hotel. Sir Giles tuvo que hacer de pie todo el trayecto de regreso a Inglaterra, y desde aquel momento buscó refugio en un dormitorio separado y en Mrs. Forthby, en cuyo apartamento de St, John’s Wood podía al menos estar seguro de que sería tratado con moderación. Para empeorar las cosas, el divorcio era imposible. El contrato matrimonial incluía una cláusula de reversión por la cual tanto Handyman Hall como la finca, por los cuales había tenido que pagarle a Maud la suma de cien mil libras, revertirían a ella en caso de que él muriese sin herederos, y también si la mala conducta del marido forzaba un divorcio. Sir Giles era rico, pero cien mil libras era un precio exagerado por la libertad.
Suspiró y miró por la ventana. Lady Maud se había ido, pero su desaparición no mejoró la panorámica. Su lugar había sido ocupado por Blott,1 el jardinero, que caminaba lentamente por el césped en dirección al huerto. Sir Giles estudió con repugnancia su chata figura. Aunque no era más que un jardinero, un jardinero italiano y, encima, exprisionero de guerra, Blott mostraba siempre unos aires de satisfacción que irritaban sobremanera a Sir Giles. Le gustaba que sus criados fueran obsequiosos, y no había nadie menos obsequioso que Blott. El muy desdichado parecía estar convencido de que el dueño de la mansión era él. Sir Giles le vio desaparecer por la puerta del muro que cercaba el huerto y pensó en algún medio de librarse de Blott, de Lady Maud y de Handyman Hall. Acababa de ocurrírsele una idea.
Lo mismo le había pasado a Lady Maud. Mientras caminaba pesadamente por el jardín, arrancando un diente de león aquí y una mala hierba allí, por su cabeza rondaba la idea de la maternidad.
–Ahora o nunca –murmuró al agacharse para aplastar una babosa. Entre sus piernas pudo ver a Sir Giles sentado en su despacho, y volvió a preguntarse cómo había podido casarse con un hombre tan carente de todo sentido del deber. No existía, para ella, ninguna virtud más importante. Si se había casado con él era porque se lo debía a su familia. De haber podido elegir libremente, hubiese tomado por esposo a un hombre más joven y atractivo, pero en Worfordshire no abundaban los hombres jóvenes y atractivos, y Maud era demasiado fea para ir a buscarlos a Londres.
–¿Que me presente en sociedad? –le gritó a su madre cuando Lady Handyman le sugirió que se dejara ver en la corte–. ¿Que me presente en sociedad? ¡Pero sí ya lo he hecho!
Y era cierto. Para Lady Maud, la belleza fue un fugaz y prematuro momento. A los quince años era una chica encantadora. A los veintiuno, los rasgos de los Handyman, sobre todo esa nariz tan prominente, salieron a relucir, y a deslucirla notoriamente. A los treinta y cinco años ya era una Handyman de pies a cabeza, y solo resultaba aceptable para una persona de gustos depravados y buen ojo para las ventajas ocultas como Sir Giles. Maud aceptó su proposición sin hacerse ilusiones, y solo para descubrir, cuando ya era demasiado tarde, que su prolongada soltería le había dejado un legado de costumbres y fastasías que le incapacitaban para cumplir con su parte del trato. Sir Giles podía estar bien dotado para muchas cosas, pero la paternidad no era una de ellas. Después de la desafortunada experiencia de la luna de miel, Maud buscó la reconciliación, pero sin éxito. A partir de entonces recurrió a la bebida, a la comida picante, a las ostras y el champagne, a los huevos duros, pero Sir Giles siguió mostrándose obstinadamente impotente. Ahora, en este luminoso día de primavera en el que a su alrededor todo florecía y brotaba y proclamaba las alegrías de la generación, Lady Maud se sintió palpablemente lasciva. Haría un esfuerzo más por hacer entrar en razón a Sir Giles. Enderezó la espalda y cruzó el césped en dirección a la casa, y luego recorrió toda la extensión del pasillo.
–Giles –dijo, entrando en su despacho sin llamar–, ya es hora de que aireemos este asunto.
Sir Giles levantó la vista de su Times.
–¿Qué asunto? –preguntó.
–Sabes muy bien de qué estoy hablando. No hace falta que te andes por las ramas.
Sir Giles dobló el periódico.
–¿Qué ramas? –preguntó, no muy seguro.
–No prevariques –dijo Lady Maud.
–No estoy prevaricando –protestó Sir Giles–. Sencillamente, no sé a qué te refieres.
Lady Maud apoyó las manos en el escritorio y se inclinó amenazadoramente hacia él.
–A la cama –gruñó.
A Sir Giles se le heló la sangre en las venas.
–Ah, eso –murmuró–. ¿Qué pasa?
–Que cada día soy menos joven.
Sir Giles hizo un alegre gesto de asentimiento. Era una de las pocas cosas por las que le estaba agradecido.
–Dentro de uno o dos años ya será demasiado tarde.
Gracias a Dios, pensó Sir Giles, pero no llegó a articular estas palabras. En lugar de hablar, eligió un Ramón Aliones de su caja de puros. Fue un impulso desdichado. Lady Maud se adelantó y se lo arrebató de entre los dedos.
–Escúchame bien, Giles Lynchwood –dijo–. No me casé contigo para terminar siendo una viuda sin hijos.
–¿Viuda? –dijo, muy acobardado, Sir Giles.
–Lo que importa es el final de la frase: «Sin hijos». Que vivas o mueras me da lo mismo. Lo que me interesa es tener un heredero. Cuando me casé contigo fue dejando bien sentado que serías padre de mis hijos. Llevamos seis años casados. Ya es hora de que cumplas con tu deber.
Sir Giles cruzó desafiantemente las piernas.
–Hemos atendido este asunto demasiadas veces –murmuró.
–Más bien dirás que no lo has atendido nunca. De eso me quejo, precisamente. Te has negado de la forma ...

Índice

  1. Portada
  2. El temible Blott
  3. Notas
  4. Créditos