PARTE UNO
El sol empezaba a conquistar el cielo oriental cuando yo viajaba ya con mi camioneta por un prado camino del lago Maiden’s Grove. En los montes, los álamos temblones perdían hojas como nubes de un verde pálido, y abajo, esparcidas entre la hierba, las violetas se levantaban ante la húmeda y fría primavera. Dondequiera que mirases, el verano asomaba la cabeza.
No sé quién le pondría a este lago el nombre de Maiden’s Grove, pero seguramente fuese la misma persona que llamó a nuestro municipio Wild Thyme, hace doscientos años, cuando el norte de Pensilvania aún era zona fronteriza. Al llegar esa gente, el lago estaba ahí: un surco glacial profundo alimentado por manantiales que desembocaba en el arroyo January, para luego conectarse al río Susquehanna en algún punto al sur y recorrer cientos de kilómetros hasta la bahía de Chesapeake.
Con un giro a la derecha enfilé la carretera que llevaba a una docena de casitas apostadas a la orilla del lago. Las habían construido en la década de 1930, cuando la familia propietaria de la mayoría del terreno circundante vendió unas cuantas parcelas para sacar dinero. Esa familia, de apellido Swales, evidentemente se había enriquecido también en el (por entonces) próspero condado de Luzerne. Hasta hace poco, habían dejado sin urbanizar las otras tres cuartas partes del lago. Los vecinos de las casas de la orilla sur eran gente pulcra y acaudalada que apreciaba la calma y la soledad. Abastecieron el lago de truchas y prohibieron las lanchas. A la altura de la casa número siete, aparqué junto a una ranchera Mercedes de color azul marino y fui caminando hasta el lateral de la vivienda. El sol de media mañana repartía una luz blanca por la superficie azul del lago, una luz que podía olerse. Rhonda Prosser, una mujer delgada de mediana edad con las extremidades enjutas típicas de una fondista, estaba agachada delante de una ventana rota del sótano. Se incorporó al verme llegar. Llevaba unas rastas grises con aros de plata y dijes entretejidos y tenía una cara adusta y bonita, la cara de una mujer blanca, por decirlo sin rodeos, rastas aparte. La había visto acompañada de su marido en las reuniones municipales mensuales del verano. Los dos habían hecho del acoso al gerente municipal —mi jefe, Steve Milgraham— su cruzada personal por cuenta de la fracturación hidráulica. ¿Cómo estaba cuidando de nosotros concretamente la Agencia Medioambiental? ¿Dónde iba a parar el dinero recaudado gracias al impuesto contra pozos petrolíferos y de gas no homologados? Por este motivo la pareja se había hecho famosa en el condado de Holebrook, pese a ser residentes del estado de Nueva York, al norte de la frontera.
Rhonda me miró por encima de unas gafas de media luna que se le aferraban a la punta de la nariz.
—Henry Farrell, de Wild Thyme —le dije.
—Sí, lo sé. Esperaba que viniese la policía estatal —me respondió.
—Bueno...
—¿De esto piensa ocuparse? Porque ya he llamado otras veces, y le he dejado mensajes en el contestador, por la gente esa que la lía cada dos por tres en las tierras de Andy Swales, y no ha movido usted un dedo.
Tenía razón. Andy era el príncipe de la familia Swales y el año anterior se había construido un castillo de piedra en un monte con vistas a la orilla norte, además de una caseta para botes y un embarcadero. Desde la casa de los Prosser se veía un torreón.
Swales le había cedido parte de sus tierras y una caravana a la joven pareja que formaban Kevin O’Keeffe y Penny Pellings a cambio de que ellos le cuidaran la casa y los terrenos, y eso que ninguno de los dos era famoso por cuidar de nada. Hacía cosa de un año, los servicios de protección de menores les habían quitado a su hija recién nacida, Eolande, en un caso que se había hecho medianamente público. Aquel invierno, aparte de pasarme por allí alguna vez que otra por temas relacionados con los intentos de la pareja por recuperar a Eolande, tuve que presentarme en la caravana un día por una aviso de violencia doméstica; nada del otro mundo: un par de jipis enfrascados en una riña que había ido demasiado lejos.
La cuestión era que la presencia de Kevin y Penny daba una nueva excusa a ciertos personajes de la zona para acudir al lago, y a los dueños de las casas eso no les hacía ninguna gracia. Desde aquella primavera, los vecinos aprovechaban la mínima oportunidad para llamar y quejarse de algún escándalo en el Maiden’s Grove, de alguien que ponía la música demasiado alta y demasiado tarde o de que había gente que pescaba sus truchas. A esto último les respondía siempre que, si pueblas de peces un lago público, esos peces pasan a ser de la comunidad. En cualquier caso, sí le había advertido a Andy Swales sobre lo del ruido, y él me había respondido que sus inquilinos podían hacer lo que se les antojara siempre que no se les fuera la olla, palabras textuales. Por lo que a mí respectaba, daba por sentado que vivíamos en un país libre y que la gente, si quería, podía emborracharse en el lago equivocado.
Lo peor para los vecinos de las casas de la orilla sur, peor incluso que sus nuevos vecinos del norte, era que Swales había firmado una cesión de tierras para el gas. En algún momento, en un futuro, probablemente todos disfrutasen de las vistas de una torre de perforación al otro lado del lago, que picaría veneno en la tierra sin nada que protegiese el suministro de agua más allá de un fino pozo de hormigón.
—Bueno, la policía estatal llamó a la del condado, la del condado llamó a la municipal, y la municipal soy yo, así que... —le dije a Rhonda.
—Ajá.
—La comisaría central estatal más cercana está a una hora de aquí. Es probable que el condado colabore conmigo para comprobar sospechosos y tal. ¿Me enseña la casa?
Entramos. El interior era blanco y diáfano. Los espacios que quedaban bajo mesas y sillas estaban vacíos, las encimeras se veían limpias, las estanterías estaban llenas de libros de arte. Había chalecos salvavidas y guantes de béisbol colgados de ganchos en un recibidor con el suelo de piedra, un banco y vistas al lago. Al contrario que la mayoría de las casas que visitaba estando de servicio, en esa no había ni una sola cosa a la que poder llamar trasto. A decir verdad, la casa estaba tan poco desordenada que me costó bastante creerme que había sufrido un robo hasta que vi vacía la estructura fijada a la pared que debía de sostener una televisión de pantalla plana y los contornos dejados por una minicadena que hasta entonces había estado sobre un aparador azul con acabado envejecido. Según Rhonda, se habían llevado dos instrumentos de cuerda antiguos, pero no el arpa de mano, de un valor incalculable y que tenían puesta allí echándose a perder, camino de convertirse en una pieza de arte popular. Me la enseñó y la rasgueó; no sonaba nada bien. En una de las habitaciones de arriba, los ladrones habían forzado un cajón cerrado con llave de una mesita de noche y se habían llevado una pistola HK automática de 9 mm. Rhonda me explicó que era de su exmarido, que la tenía por los coyotes, y la describió como negra; nadie la había tocado desde el divorcio. Le noté un leve tono de agotamiento en la voz cuando el exmarido entró en el relato. Era la primera vez que oía hablar de esa separación, así que supuse que había sido reciente. Rhonda no sabía si la pistola estaba cargada; podía ser. En el cajón quedaba un...