CAPÍTULO 1
DESGASTE DEMOCRÁTICO
1. La hegemonía democrática
En contraposición a las turbulencias económicas y políticas que agitan las sociedades avanzadas de la época actual, se proyecta nostálgicamente hacia el pasado, hacia las décadas de reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, una visión de estabilidad y de orden. La economía y la política parecían seguir entonces un cauce previsible, disfrutando ambas de una legitimidad envidiable. Dicha legitimidad se construyó a partir de tres elementos: un equilibrio entre los intereses del capital y el trabajo, una clase media en constante expansión y una expectativa de mejora generacional. Debe recordarse, sin embargo, que aquel tiempo fue también el de la Guerra Fría. Varias generaciones vivieron dominadas por la angustia existencial derivada del temor de que los líderes de las dos superpotencias fracasaran en la gestión de sus diferencias y se produjera en consecuencia una conflagración atómica que terminase con la civilización humana y con la propia vida en la Tierra.
En los movimientos de protesta de los años sesenta, los jóvenes se levantaron contra el sistema presos en buena parte de esa sensación de congoja ante el riesgo permanente de que el mundo pudiera explotar. De ahí el rechazo que expresaron hacia los modelos norteamericano y soviético, bajo la ilusión de encontrar una forma de vida que evitara el autoritarismo burocrático del comunismo y la alienación consumista del capitalismo. En uno de los textos definitorios de aquel tiempo, la Declaración de Port Huron de 1962, cuya autoría corresponde a la principal asociación estudiantil norteamericana, la SDS (Students for a Democratic Society), se pueden encontrar estas palabras: “Lo que guía nuestro trabajo es la sensación de que podemos ser la última generación en el experimento de la vida”.
Además de la supervivencia de la civilización humana, en la Guerra Fría se jugaba también un combate entre dos modelos de sociedad radicalmente diferentes. Por un lado, las democracias liberales capitalistas de los países más avanzados económicamente (los occidentales, Japón), con derechos fundamentales, pluralismo político, propiedad privada y mercados abiertos; por otro, el socialismo real de la URSS y su área de influencia, sin propiedad privada, con los medios de producción en manos del Estado y un sistema económico de planificación central. Entre medias quedaba un vasto número de países en desarrollo (lo que entonces se llamaba el “tercer mundo”), con sistemas autocráticos muy variados, algunos de los cuales trataron de encontrar una voz propia en el Movimiento de los Países No Alineados, mientras que otros muchos orbitaron en torno a alguna de las dos superpotencias.
Durante la Guerra Fría, los países occidentales no perdían de vista lo que sucedía al otro lado del telón de acero. La revolución bolchevique puso en marcha un experimento político a gran escala que, pese a sus fallos clamorosos, sirvió de inspiración a multitud de países y movimientos sociales y políticos. Tras el papel decisivo desempeñado por la URSS en la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial, “el socialismo en un solo país” se extendió, unas veces por las buenas, otras por las malas, al oeste de la Unión Soviética, llegando hasta Albania y Yugoslavia, y también al este, alcanzando China y Corea del Norte. Cuba se hizo comunista tras la revolución de 1959. Y algunos países africanos y del sur de Asia instauraron regímenes comunistas o socialistas bajo la zona de influencia de la URSS o de China. El desarrollo acelerado de la URSS puso en guardia a los países occidentales. En los años cincuenta no estaba claro aún qué modelo económico era más eficiente. Hubo un temor real de que los soviéticos pudieran llegar a adelantar a los norteamericanos tanto en desarrollo económico como en avances tecnológicos.
El “enemigo”, además, estaba dentro. Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas obtuvieron resultados impresionantes en varios países europeos. En Francia, el PCF (Partido Comunista Francés) fue el primer partido en las segundas elecciones de 1946. Aunque se crearon “cordones sanitarios” para evitar el crecimiento de los partidos comunistas, estos mantuvieron una presencia importante en numerosos países occidentales hasta bien entrada la década de los setenta.
La propia existencia de un bloque comunista siempre constituyó un poderoso estímulo de mejora económica y política en los países occidentales. Aunque no haya forma de demostrarlo empíricamente, parece indudable que las bases de la prosperidad y la igualdad del periodo de postguerra algo tienen que ver con la existencia de dicho bloque y la presión que este ejercía, aunque solo fuera como principal “terror nocturno” de Occidente.
Con el final del comunismo, la democracia liberal quedó sin rivales. Esta fue la intuición central de la controvertida tesis sobre el final de la historia que Francis Fukuyama formuló en el verano de 1989. En su artículo original, Fukuyama llamó la atención sobre el hecho extraordinario de que, una vez agotados el fascismo y el comunismo, no fuéramos capaces de pensar más allá del orden liberal originado en las revoluciones francesa y americana de finales del siglo XVIII. Si bien en el terreno de la práctica cabía esperar retrocesos, conflictos y resistencias a la hegemonía liberal, en el terreno de las ideas habíamos llegado al término de la historia. Era tan solo una cuestión de tiempo que las distintas sociedades del planeta fueran asumiendo forma democrática y economía de mercado. A pesar de la mala fama que el artículo de Fukuyama adquirió en determinados círculos, sobre todo en los de izquierdas, a mi juicio su tesis principal (la imposibilidad de trascender el marco de la democracia liberal como ideal regulativo de la política) fue visionaria y profunda.
A corto plazo, los acontecimientos dieron la razón a Fukuyama. El efecto de la desaparición del comunismo sobre la democracia fue espectacular. Entre 1800 y 2015 hubo 142 transiciones a la democracia. De estas, 59, el 41,5%, se producen después de 1989, durante los últimos 27 años del periodo (es decir, en tan solo un 12% de los años comprendidos en el intervalo 1800-2015). Esta explosión democrática, muy concentrada en los primeros años noventa, constituye la mejor demostración del cambio político que supuso la superación de la Guerra Fría. La democracia pasó a ser el régimen político “por defecto”. Fue reforzándose una norma internacional según la cual solo las democracias son miembros legítimos del orden mundial. Los países occidentales, sobre todo Estados Unidos, incorporaron la democratización a su política exterior frente a la práctica anterior, basada en el apoyo a regímenes autoritarios anticomunistas durante la Guerra Fría. A menor escala, la Unión Europea también se constituyó en un actor relevante en la promoción de la democracia en el mundo. En los años noventa, por ejemplo, la ayuda al desarrollo comenzó a condicionarse a los avances democráticos del país que la recibía. Si bien desde el final de la Segunda Guerra Mundial la democracia fue ganando peso político como la forma de gobierno “menos mala”, es sobre todo después de 1989 cuando alcanza su máximo prestigio.
Una de las principales hipótesis de Fukuyama continúa siendo cierta: la democracia no tiene rival en el plano ideológico. Quizá en China se esté fraguando una nueva forma política, una especie de tecnocracia capitalista, que en algún momento podría plantear un contramodelo a la democracia liberal, pero es demasiado pronto para concluir que el sistema chino, cuya evolución futura es todavía muy incierta, pueda actuar como un atractor frente al pluralismo político occidental que garantiza libertades y derechos a sus ciudadanos.
Las consecuencias de la hegemonía p...