1. Dos bellas flores
Me despertaron unas gotas de agua en la cara que imaginé por unos instantes cagadas de paloma. Luego, al abrir los ojos, me encontré con las risas y los cuerpos espléndidos de Marita y Rosana en bikini. Pensé que me tomaban el pelo cuando me dijeron que había dormido durante más de hora y media. Ya no corría ninguna brisa en el porche y tenía el polo mojado de sudor y pegado al cuerpo. Me invitaron a darme un baño en la playa privada. ¿Quién podía negarse ante aquellos cuerpazos coronados por unas deliciosas sonrisas?
Las dos hermanas hicieron equipo contra mí y me dieron no sé cuántas aguadillas, pero poco importaba si eso me daba licencia para tocar y apresar sus cuerpos. Ellas también se dieron sus buenos tragos, ya que yo no tenía más remedio que hacer el papel del macho fuerte. Temiendo que Marita pudiese molestarse estuve todo el tiempo haciendo esfuerzos para que mis ojos y mis manos no se fueran más veces hacia Rosana que hacia ella. Tras un par de forcejeos en los que el contacto con las sirenas se alargó mas de lo habitual, el pequeño demonio de la entrepierna se me puso nervioso y en el bañador creció un bulto imposible de ocultar. Ellas lo vieron, (seguro que estaban al acecho) se rieron y se hizo un pequeño alto en el combate.
—Lo siento, chicas, no está el agua suficientemente fría.
Después del baño nos sentamos de nuevo todos en el porche a merendar. La criada, una moza del cercano pueblo de La Isleta del Moro, de unos veintitantos años y pelo denso muy negro como corresponde a una tópica y típica andaluza, trajo zumo, café y mantecados y se reanudó la conversación como si no hubiese existido ninguna pausa tras la comida. Otra vez era Marita la que más hablaba. Otra vez la gracia y la perspicacia con que abordaba cualquier tema secuestraban mi atención hasta quedarme embelesado. Pero lo que Marita tardaba varios minutos en construir lo derribaba Rosana en un segundo haciendo acelerar mi pulso con un flechazo de sus ojos o un oportuno movimiento de su torso.
Y así, embobado y saltando de una a otra flor como una abeja, llegó la noche y la hora de cenar. Yo, para corresponder a la hospitalidad de la familia, seguí exhibiendo mi simpatía y mi habilidad con la oratoria. Pero, sobre todo, para hacerme valer ante esas dos imponentes muchachas.
2. Dorada y femenina
La vi dorada sobre el gris de la colina mirando al mar y dueña del paisaje que se ofrecía ante mis ojos. Decidí acercarme de inmediato. Terminé la cerveza que tomaba a la puerta del bar de Los Escullos y seguí mirándola mientras me limpiaba el sudor de la frente antes de empezar a caminar. Las torres de vigilancia de la costa dominando desde un alto el vaivén del mar estaban ejerciendo sobre mí un magnetismo irresistible en ese viaje por Almería. Esta era diferente. No estaba en el acantilado, sino como a unos trescientos metros tierra adentro varada en una pequeña meseta. Pero, además, su forma cónica era más acusada y las piedras mejor pulimentadas. Sí, era mucho más femenina que las otras torres.
Mientras me acercaba a ella se iba mimetizando cada vez más con el color de la tierra. Pero aun así y a pesar del sol que implacablemente lo devoraba todo y confundía en su exceso de luz, seguía ella allí dominadora absoluta del lugar.
Traspasé la puerta de la torre y corrí a buscar refugio en la sombra raquítica del mediodía que el muro dibujaba. Estaba completamente vacía en su interior y, sin tejado, se abría entera al cielo. Buscaba el sitio más adecuado para hacer el encuadre cuando me di cuenta. Los pequeños ventanucos, el agujero del centro, la falta de almenas y defensas… No estaba dentro de una torre de vigilancia…
—¿Le gusta el molino? —oí a mi espalda.
Quien me quitaba de los labios la palabra era un hombre delgado de unos cincuenta años, bien afeitado, de gestos relajados y con el aspecto pulcro, delicado y poco desgastado de los hombres de ciudad que no trabajan en exceso; pero con un sombrero de paja como los labriegos de la zona.
—Sí que me gusta —dije poniendo en los ojos el mismo deseo de posesión que un niño ante el escaparate del juguete de moda.
El hombre lo advirtió.
—Es mío. Si quiere se lo vendo.
Dejó escapar una sonrisa. El tono de su voz y sus gestos eran los de una persona educada y amable. Pero lo había dicho con tanta suficiencia, dando a entender que tenía otras muchas cosas y que se podía permitir el lujo de venderme cualquiera de ellas, que comprendí que estaba ante un rico señorito andaluz.
—Incluyendo parcela: este redondel llano de al lado que antes fue la era.
—Sí que me gustaría comprarlo, ya lo creo, pero no puedo. ¿Tengo aspecto de rico?
En todos mis anteriores viajes y en los días que llevaba de caminata por Almería, cuando me encontraba frente a un palacete, una casa antigua o una torre, siempre me gustaba imaginar cómo lo restauraría y arreglaría para vivir allí. Y hasta guardaba en un álbum separado las fotos de las que más me habían gustado con la intención de poder comprar, años más adelante, cuando tuviese dinero, alguna de ellas.
—Para tener una cámara como esa hay que ser rico —dijo el hombre.
Se refería a la Leica M3 que llevaba colgada al cuello y a la que ya había notado que dirigía su mirada de vez en cuando. Me acerqué hasta él para que pudiese ver mejor la cámara fotográfica.
—¿Es usted aficionado a la fotografía?
—Yo solo un poco. Pero mi padre fue el pionero de la fotografía en Almería. Hay fotos suyas en el museo municipal. Tenía varias cámaras y un cuarto oscuro. Se preparaba él mismo muchas veces las emulsiones. Su cámara favorita era una Leica parecida a la suya que se trajo de Alemania un poco antes de que empezase la guerra mundial. Ahora la tengo yo en casa.
—¿Puedo hacer otras fotos? —le dije mientras cambiaba de objetivo para exhibir un tanto infantilmente mi equipo.
—¿Trabaja usted de fotógrafo? —me dijo.
—De vez en cuando. Un segundo trabajo. En realidad lo hago por afición —dije con esfuerzo mientras rodilla en tierra y la cabeza casi pegada al suelo sacaba una difícil perspectiva contrapicada.
—¿Y cuál es su trabajo principal, si no es indiscreción?
—La televisión. Soy realizador de documentales.
En aquellos años decir televisión era como hablar de las puertas del paraíso.
—Mi casa está ahí al lado, junto al mar. Pasamos aquí los veranos. ¿Le gustaría comer con nosotros?
—Bueno… no quiero molestar…
—Está hecho. Me llamo Antonio Manuel Romero —dijo tendién-dome la mano.
—Gracias. Mi nombre es Andrés Posadas.
—Todo lo que usted ve alrededor menos aquel monte más alto y una estrecha franja de la costa es mío. Y otra cosa que, trabajando en televisión, seguro que le va a interesar. El cortijo donde tuvo lugar el crimen de Bodas de Sangre, el libro de García Lorca, también es mío.
3. Cala privada
La casa era totalmente blanca y con unas formas semejantes a las de un cortijo andaluz, pero en versión reducida. Una parte tenía dos plantas con cubierta de tejas con muy poca vertiente, mientras que el ala de una sola planta se remataba en una terraza como la mayoría de las casas tradicionales de Almería y de África. Estaba muy descuidada de pintura, tanto la propia casa como la pequeña tapia que la rodeaba, de apenas un metro de altura y que cualquiera podía fácilmente saltar. Al lado de la puerta en un azulejo ponía: «Casa de La Capitana». El lugar donde se alzaba era inmejorable: sobre una suave elevación rocosa y justo al lado del mar. A través de una escalera tallada sobre la misma piedra y dibujando una zeta perfecta se bajaba hasta una pequeña playa en forma de concha completamente resguardada de las miradas ajenas. «¡Qué suerte tienen los ricos!», dije para mí con verdadera envidia.
La sorpresa mayor estaba, sin embargo, dentro de la casa. Don Antonio Manuel me presentó a su mujer y a sus dos hijas. Dos muchachas deslumbrantes, de esas que uno se encuentra durante las noches de los mejores sueños en un oasis de palmeras y agua cristalina.
Nos sentamos enseguida a la mesa y las tres mujeres y la chica que servía los platos tomaron mi presencia con tal naturalidad que llegué a la conclusión de que don Antonio Manuel debía de ser una especie de samaritano que llevaba a casa a cuantos se perdían en aquel desierto. Bueno, a todos no, solo a los que pasaban su duro examen.
Su mujer se llamaba Mercedes y era una hembra de aquí te espero, muy fuerte, tanto de cuerpo como de carácter. Pero a la vez muy afable. Se conservaba muy bien y no había la menor duda de que de joven había sido, como sus hijas, verdaderamente guapa. Su apellido, según supe más tarde, era Bauman, hija de un hombre de negocios alemán afincado en Sevilla y de una rica sevillana que había llegado a ser miss Andalucía. Durante sus años en el colegio interno de las monjas irlandesas la llamaban, me contó, «Mercedes Benz».
Las dos hijas, de veintitantos años, se llevaban solo catorce o quince meses. La mayor era morena, con un pelo y unas cejas como el carbón y unos ojos grandes y claros. Alta, de gestos amplios y elegantes y muy charlatana. Se llamaba María Antonia, Marita. Daba gusto verla cómo entre bocado y bocado intercalaba sin parar frases llenas de gracejo e inteligencia y miradas de mar. La otra hermana se llamaba Ana Rosa, Rosana, y era rubia y de extraordinario atractivo. Tenía un pelo estilo Marilyn hasta los hombros, unos grandes e incendiarios ojos de color azul verdoso y un cuerpo perfecto y sensual que te dejaban sin respiración. Ella sabía muy bien que causaba estragos entre los hombres y disfrutaba jugando con esta ventaja. Yo, seguro que fui una de las piezas que más fácilmente se cobró.
La comida transcurrió en una animada charla liderada por Marita. Yo tuve que contar diversas historias de televisión y hablar de política. Como mis opiniones eran muy diferentes a las de los dueños de la casa, pero quería aparecer ante ellos como el yerno ideal, hice gala de una habilidad diplomática que me sorprendió a mí mismo. Marita estudiaba Bellas Artes en Granada y Rosana Derecho en Málaga. Don Antonio Manuel y doña Mercedes hablaron de sus padres y abuelos y de sus tierras. Quedó bien claro cómo tenían divididas las tareas. Ella se ocupaba de controlar todo lo de las fincas y gestionar los cobros a los arrendatarios, con los que recalcaba «uno debía de ser amable, pero no fiarse nunca del todo». Él hacía gestiones y más gestiones en los despachos de las distintas administraciones andaluzas y estatales para sacar adelante diversos planes de urbanización y recalificación del suelo.
Naturalmente hablamos del cortijo del Fraile, el sitio donde se celebraba el casamiento que dio lugar a la tragedia en la que se inspiró García Lorca para escribir su famosa obra. Los novios y muchos de los invitados, me dijeron, todavía vivían y yo podría encontrarlos si quisiera en cortijos y pequeños pueblos. Y, por supuesto, hablamos también del molino.
—En las escrituras lo llaman molino del Portillo, pero por aquí toda la gente lo conoce como el molino de La Capitana —dijo Antonio Manuel.
Yo miré instintivamente a doña Mercedes y me encontré con todos los ojos dirigidos hacia mí. Se mondaron de risa.
—No es por ella, aunque le sienta bien el apodo —dijo Marita sin dejar de reír. Es que la rambla de ahí al lado, la que termina en la playa, se llama de La Capitana.
—He visto gente acampada —dije.
—¡Franceses…! —exclamó Antonio Manuel con un gran lamento.
—Vienen a hacer pesca submarina —precisó Rosana.
—Pero sin control. Lo arrasan todo —añadió su padre.
De pronto, doña Mercedes se levantó y dijo que era la hora de la siesta. Yo empecé a despedirme, pero ella me corto con su voz rotunda e impuso su mando.
—¿Pero, hombre de Dios, dónde quiere ir ahora con este calor? En el porche de atrás hay hamacas, échese ahí un rato y luego tomamos un café.
Con unas hijas tan guapas y unos padres tan amables y acogedores era imposible no aceptar la invitación.
4. La prima pobre
Fue en la cena cuando por primera vez oí hablar de la prima Mamen. No entendía algunos de los comentarios pero sí estaba claro que solo Marita la defendía en todo momento. Antonio Manuel la ponía a caer de un burro y la tachaba de comunista y desagradecida, Rosana parecía neutral y doña Mercedes se mostraba muy condescendiente:
—La pobre, de alguna manera se tiene que desahogar por todo lo que esa familia le está haciendo pasar.
Pero en todos se veía que hablaban de una mujer con personalidad. Y que en un momento no lejano había ocupado algún sitio en sus vidas.
Tras la cena doña Mercedes me invitó a quedarme a dormir. Pero me di cuenta al momento de que lo decía por cortesía, de modo que no me costó convencerla de que había cogido una habitación en el hostal del bar de Los Escullos, que quedaba como a medio kilómetro.
Nos despedimos. Yo seguiría mi camino por la costa al día siguiente por la mañana. (Pero la verdad es que me costaba dejar esa casa con gente tan encantadora.) Les prometí que después del verano volvería para investigar sobre el cortijo del Fraile y la famosa boda. Antonio Manuel me dio su teléfono y la dirección de Almería, Marita el suyo en Granada. Rosana ninguno:
—No tengo, voy a cambiarme de piso en septiembre —dijo en un tono coqueto.
Pero fue su media sonrisa lo que me hizo comprender el mensaje: si quieres venir tras de mí ha de costarte un poco más de esfuerzo. Marita salió al quite:
—Nos levantamos a las diez, si quieres venir a desayunar con nosotras repetimos la despedida.
—Es difícil resistirse a ese café tan rico que hacéis.
En el hostal no tenían camas libres así que dormí, como el día anterior, en el saco y bajo el techo de estrellas. Entre la siesta y el impacto del encuentro con las dos fascinantes hermanas tardé mucho en dormirme. Con la música de fondo de las olas y los grillos me dio por pensar si no me habría enamorado.
—Sí, eso tiene que ser porque no se me va este dolorcillo del pecho ni se me quitan de la retina las figuras y los ojos de esas dos hermosuras. ¿Pero cómo puede uno enamorarse de dos mujeres a la vez?
Me acomodé en el saco para disfrutar mejor de ese lujo de poder pensar en dos mujeres.
—Quien me gusta de verdad es Rosana, es ella la que me hace a cada momento sudar. Aunque no sé… Mirando y escuchando a Marita es cuando de verdad me siento feliz… Pensando...