Buen amigo (Bel ami)
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Georges Duroy, un ex suboficial que ha servido en Argelia, malvive en París con un empleo sin futuro. Tres francos con cuarenta céntimos es lo que tiene en el bolsillo al empezar la novela, lo que equivale «a dos cenas sin almuerzo, o a dos almuerzos sin cena, a elegir». Pero un fortuito encuentro con un antiguo compañero del ejército, que ahora es redactor político de un periódico influyente, va a cambiar su vida. Iniciado por su amigo en el periodismo, ese oficio de «quienes despachan la comedia humana cobrando por líneas», se encuentra de pronto rozando los círculos del dinero y el poder. Joven y apuesto, pronto descubre que a través de las mujeres «se llega más deprisa»; ve, además, que, aunque no le sobren luces ni talento, lo importante para triunfar es «el deseo de triunfar». Buen Amigo (Bel-Ami) (1885) avanza a golpes de deseo y de ambición, «vanidad halagada y sensualidad satisfecha»: bajo su férula caen amantes, matrimonios, herederas y ministros. Maupassant dijo que su héroe era «un aventurero parecido a los que vemos cada día por París y que se encuentran en todas las profesiones existentes». Siguen encontrándose en todas partes, y por eso esta magnífica novela no ha perdido ni un ápice de vigencia.

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Información

Año
2022
ISBN
9788490658918
Categoría
Literature
Categoría
Classics

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I

Georges Duroy había recobrado todas sus antiguas costumbres.
Estaba ya acomodado en el pisito de planta baja de la calle de Constantinople y vivía en él muy formal, como hombre que está preparando una nueva existencia. E incluso sus relaciones con la señora de Marelle habían adoptado un aspecto conyugal, como si se estuviera entrenando de antemano para el acontecimiento que se avecinaba; y su amante, extrañándose muchas veces de la sosegada regularidad de su unión, repetía entre risas: «Eres aún más casero que mi marido; no me ha compensado el cambio».
La señora Forestier no había regresado. Se demoraba en Cannes. Duroy recibió una carta suya que le anunciaba que no volvería hasta mediados de abril y en la que no había ni una palabra que hiciera alusión a la despedida. Esperó. Ahora estaba completamente resuelto a recurrir a todos los medios para casarse con ella en el caso de que le pareciese que aún titubeaba. Pero tenía confianza en su buena suerte, confianza en esa fuerza de seducción que notaba en sí, una fuerza inconcreta e irresistible a la que quedaban sometidas todas las mujeres.
Una notita lo avisó de que iba a sonar la hora decisiva:
Estoy en París. Venga a verme.
MADELEINE FORESTIER
Sólo eso. La recibió en el correo de las nueve. Ese mismo día, a las tres de la tarde, estaba entrando en su casa.
Ella le tendió ambas manos, sonriendo con aquella sonrisa suya tan bonita y tan amable; y se miraron a los ojos unos segundos.
Luego, ella susurró:
–Qué bueno fue cuando acudió en aquellas circunstancias terribles.
Él contestó:
–Habría hecho cuanto me hubiera mandado usted.
Y tomaron asiento. Madeleine pidió noticias de los Walter, de todos los colegas y del periódico. Tenía muy presente el periódico.
–Lo echo mucho de menos –decía–. Pero mucho. En espíritu, me había convertido en periodista. Qué quiere, me gusta ese oficio.
Luego se quedó callada. Duroy creyó entender, creyó verle en la sonrisa, en el tono de voz, en las propias palabras, algo así como una invitación; y, aunque se había prometido no forzar las cosas, balbució:
–Pues... ¿por qué... por qué no iba a reanudar... ese oficio... con... con el apellido Duroy?
Ella volvió a ponerse seria de pronto, y apoyándole la mano en el brazo, susurró:
–No hablemos aún de eso.
Pero él intuyó que aceptaba y, cayendo de rodillas, empezó a besarle apasionadamente las manos mientras repetía, tartamudeando:
–Gracias, gracias, ¡cuánto la quiero!
Madeleine se puso de pie. Duroy hizo otro tanto y notó que estaba muy pálida. Se dio cuenta entonces de que le gustaba, quizá desde hacía mucho; y, como estaban cara a cara, la abrazó y luego le dio un beso en la frente, un beso prolongado, tierno y formal.
Cuando ella se hubo soltado, escurriéndose por el pecho de él, añadió con tono serio:
–Mire, amigo mío, todavía no estoy decidida a nada. Aunque entra dentro de lo posible que sea que sí. Pero va a prometerme un secreto absoluto hasta que yo le permita romperlo.
Él se lo juró y se fue con el corazón rebosante de alegría.
A partir de ese momento fue muy discreto al visitarla y no le pidió consentimiento más específico porque Madeleine hablaba del porvenir, decía «más adelante», hacía proyectos en que las existencias de ambos iban juntas de una manera que equivalía continuamente, mejor y con mayor delicadeza a un asentimiento en toda regla.
Duroy trabajaba mucho, gastaba poco e intentaba ahorrar algo para no verse sin un céntimo cuando llegase la boda; y se iba volviendo tan tacaño como pródigo había sido anteriormente.
Transcurrió el verano y luego, el otoño, sin que nadie tuviera sospecha alguna, porque se veían poco y con mucha naturalidad.
Una noche, Madeleine le dijo, mirándolo de frente a los ojos:
–¿Todavía no le ha anunciado nuestro proyecto a la señora de Marelle?
–No, querida mía. Le prometí el secreto y no he abierto la boca con nadie en el mundo.
–Pues sería cosa de avisarla ya. Yo me encargo de los Walter. Lo hará esta semana, ¿verdad?
Duroy se había ruborizado.
–Sí, mañana mismo.
Madeleine desvió la vista despacio, como para no tener que fijarse en aquella turbación; y siguió diciendo:
–Si le parece, podríamos casarnos a principios de mayo. Sería muy buena fecha.
–La obedezco en todo con alegría.
–El 10 de mayo, que cae en sábado, me gustaría mucho porque es el día de mi cumpleaños.
–Decidido, el 10 de mayo.
–Sus padres viven cerca de Ruán, ¿verdad? O al menos eso me dijo.
–Sí, cerca de Ruán, en Canteleu.
–¿A qué se dedican?
–Pues… son unos rentistas modestos.
–¡Ah! Estoy deseando conocerlos:
Él titubeó, muy perplejo:
–Pero… es que son…
Luego tomó una decisión, como hombre fuerte de verdad, y dijo:
–Son aldeanos, querida mía, tienen una taberna y se sacrificaron muchísimo para que yo estudiase. No es que yo me avergüence de ellos, pero son tan… sencillos, tan… rústicos que, a lo mejor, no se siente a gusto con ellos.
Madeleine sonrió con sonrisa deliciosa, y una dulce bondad le iluminaba el rostro.
–No. Los querré mucho. Iremos a verlos. Quiero ir. Ya volveremos a hablar de esto. Yo también soy hija de gente modesta… pero me quedé sin padres. Ya no tengo a nadie en el mundo… –le tendió la mano y añadió–… sino a usted.
Duroy notó que se enternecía, que se conmovía, que lo conquistaba como no lo había conquistado nunca otra mujer.
–Tengo una idea –dijo ella–, pero resulta bastante difícil de explicar.
Él le preguntó:
–¿Y qué es?
–Pues es lo siguiente, amigo mío: soy como todas las mujeres, tengo mis... mis debilidades, mis flaquezas, me gusta todo lo que brilla, lo que suena. Me habría encantado llevar un apellido noble. ¿No podría, aprovechando nuestro matrimonio, no podría... ennoblecerse un poco?
Ahora era ella quien se ruborizaba, como si le estuviera proponiendo algo contrario al decoro.
Duroy respondió con mucha sencillez:
–Lo había pensado muchas veces, pero no me parece fácil.
–¿Y eso por qué?
Él se echó a reír:
–Por temor a hacer el ridículo.
Madeleine se encogió de hombros:
–De ninguna manera, de ninguna manera. Todo el mundo lo hace y nadie se burla. Separe su apellido en dos palabras: «Du Roy». Queda la mar de bien.
Él respondió en el acto, como hombre enterado:
–No, no queda bien. Es un procedimiento demasiado sencillo, demasiado corriente, demasiado sabido. Yo había pensado tomar el nombre de mi tierra chica, como seudónimo literario de entrada; e ir añadiéndolo luego poco a poco a mi apellido; e incluso, después, dividir ese apellido en dos como me propone usted.
Ella preguntó:
–¿Su tierra chica es Canteleu?
–Sí.
Ella titubeaba:
–No, no me gusta cómo termina. A ver... ¿no podríamos cambiar un poco la palabra esa... Canteleu?
Había cogido de la mesa una pluma y garabateaba apellidos mirando a ver qué aspecto tenían. De pronto, exclamó:
–Mire, mire, ya he dado con ello.
Él estuvo unos segundos pensando y luego dijo con gran seriedad:
–Sí, está muy bien.
Madeleine estaba encantada y repetía:
–Duroy de Cantel, Duroy de Cantel, señora Duroy de Cantel. ¡Excelente, excelente! –Y añadió, con expresión convencida–: Y ya verá qué fácil resulta que lo acepte todo el mundo. Pero hay que coger la ocasión por los pelos. Porque luego sería ya demasiado tarde. Mañana mismo empiece a firmar las crónicas D. de Cantel; y los ecos, Duroy sencillamente. Es algo que se hace a diario en la prensa y a nadie le extrañará que adopte un nombre de guerra. En el momento de la boda, podremos retocarlo algo más diciéndoles a las amistades que había renunciado al «de» por modestia, por su posición; o incluso podemos no decir nada. ¿Cómo se llama su padre de nombre de pila?
–Alexandre.
Madeleine cuchicheó dos o tres veces seguidas: «Alexandre, Alexandre», atendiendo a la sonoridad de las sílabas; luego escribió en una hoja en blanco:
Alexandre Du Roy de Cantel y señora tienen el gusto de participarles el enlace de su hijo, Georges Du Roy de Cantel, con Madeleine Forestier.
Miraba lo que había escrito alejándolo un tanto, encantada con el efecto; y manifestó:
–Con un poco de método, consigue uno todo lo que quiere.
Cuando se vio Georges en la calle, completamente decidido a llamarse a partir de ese momento Du Roy, e incluso Du Roy de Cantel, le pareció que acababa de adquirir una importancia nueva. Andaba con más atrevimiento, con la frente alta, con el bigote más ufano, como tiene que andar un noble. Se notaba un deseo jubiloso de decirles a los transeúntes:
–Me llamo Du Roy de Cantel.
Pero, nada más llegar a su casa, se acordó de la señora de Marelle, y se inquietó; le escribió en el acto para pedirle una cita al día siguiente.
–Va a resultar duro –pensaba–. Me va a caer un buen chaparrón.
Luego se hizo a la idea con aquella despreocupación espontánea que lo movía a dar de lado las cosas desagradables de la vida y se puso a escribir un artículo fantasioso sobre los nuevos impuestos que habría que crear para garantizar el equilibrio de los presupuestos.
Incluyó en ellos la partícula nobiliaria por cien francos anuales y los títulos, desde barón a príncipe, por cantidades entre quinientos y mil francos.
Y firmó: D. de Cantel.
Al día siguiente recibió un telegrama de su amante donde le anunciaba que llegaría a la ...

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  5. Primera parte
  6. Segunda parte
  7. Notas
  8. Créditos
  9. Sobre ALBA