Vida de Barbara Loden
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Vida de Barbara Loden

  1. 116 páginas
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Vida de Barbara Loden

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Información del libro

Este libro breve, bello y sobrio tiene su punto de partida en el encargo que recibe Nathalie Léger de redactar para un diccionario de cine la entrada sobre la actriz y directora Barbara Loden. Muy pronto, la autora se descubre incapaz de escribir un artículo desapasionado y objetivo sobre Loden, y sus propias experiencias y las vidas de su madre yla atracadora Alma Malone comienzan a entreverarse con labiografía de la cineasta. Todas ellas convergen en la figura de Wanda, personaje principal de la película homónima, el único film que Loden dirigió y protagonizó una década antes de su prematura muerte. En su intento de desentrañar el enigma de la vida y obra de Barbara Loden, rastreando sus esquivas huellas, la narradora –y con ella, el lector– iniciará una pesquisa que la llevará desde la Costa Azul francesa hasta Nueva York y la región minera del estado de Pensilvania; un viaje que atraviesa varias generaciones de mujeres cuyo único propósito es el de emanciparse y crecer al margen del mundo de los hombres, recuperar un espacio que desde siempre les ha sido usurpado. En estas páginas, Nathalie Léger combina de manera sugerente la biografía con la novela y el ensayo, y lo hace con una prosa reflexiva e irónica, contenida y emotiva al mismo tiempo. En busca del fantasma de Barbara Loden, Léger consigue diluir las fronteras entre realidad y ficción y nos ofrece una obra memorable sobre la acuciante necesidad de la mujer de hallar el medio y la forma para expresarse. "Este libro notable logra abarcarlo todo: es al mismo tiempo crítica literaria, biografía, una memoria, una historia del cine e, incluso, una ficción" The New Yorker

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2022
ISBN
9788418342967
Categoría
Literatura

En lontananza se perfila una mujer en la oscuridad. En realidad, la vemos tan de lejos que ni siquiera sabemos si es una mujer. Sobre el fondo de una escombrera, una diminuta figura blanca, apenas un punto en la oscura inmensidad, se abre camino a paso lento y constante entre la escoria acumulada, entre los inmensos montículos de roca desechada de las excavaciones, las depresiones pedregosas, las rodadas en el barro a punto de ser arrasadas nuevamente por los camiones. Seguimos a esa etérea miniatura en un plano general mientras avanza con tenacidad por un horizonte cegado. A veces el polvo absorbe y disuelve esa sombra que se obstina en caminar, que resplandece un instante para acto seguido no ser más que una mancha borrosa, prácticamente indistinguible, transparente como un agujero luminoso en la imagen, un punto ciego en aquel asolado paisaje. Sí, es una mujer.

Antes la hemos visto sentada en la parte trasera de un autobús vacío, mirando hacia fuera sin ver nada, y hemos oído su nombre repetido, casi arrojado, Wanda, Wanda, en la voz de un hombre que lanza sobre la historia una pregunta sorda y angustiada la primera y la última vez que la llama por su nombre.
Ahora estamos en el interior de la casa y vemos algunas habitaciones pobremente amuebladas, objetos desperdigados aquí y allá, una anciana sentada al fondo con un rosario en las manos, su tez amarillenta a la luz pálida y mortecina, su adusta mirada clavada en una ausencia presente desde mucho tiempo atrás. Retrocedemos un poco: un niño corretea a su alrededor. Retrocedemos un poco más y vemos la espalda de una mujer en camisón, con el pelo despeinado y recogido, los hombros caídos de puro cansancio: debe de ser ella, pensamos, la heroína. Nos alejamos y vemos a un bebé que llora encima de una cama. Nos colamos en la cocina, poco iluminada; la mujer ha cogido al niño en brazos, nos preguntamos dónde encontrará algo de leche, sus movimientos son lentos, suspira, abre la nevera, mueve algunos utensilios, intenta acallar el llanto del crío con desidia. Aparece un hombre, seguramente el padre de la criatura, pasa por allí y se marcha diciendo algo entre dientes; lo seguimos, la puerta se cierra de un portazo y, en ese mismo plano, la cámara se mueve y descubrimos un cuerpo tendido y cubierto con una sábana, una mujer rubia de unos treinta años emerge lentamente; hay rulos y latas vacías a los pies del sofá, la mujer se incorpora, todavía vencida por el sueño, «está enfadado porque le molesta mi presencia», mira por la ventana: en el horizonte cegado apenas se dibuja un retazo de cielo, los camiones maniobran en mitad de la polvareda. Es ella: es Wanda.
La actriz y cineasta estadounidense Barbara Loden contó la historia de esta mujer en una película de 1970, Wanda, la única que dirigió, en la que asimismo encarna a la protagonista. Barbara Loden es Wanda, como se suele decir en el mundillo del cine. Escribió el guion inspirándose en la crónica de un suceso que apareció en los periódicos de la época: una mujer había sido acusada de atracar un banco, su cómplice había muerto y ella había comparecido sola ante el tribunal. Nada más conocer su condena de veinte años de cárcel, le dio las gracias al juez. En las entrevistas que concedía a la prensa tras el estreno de la cinta, especialmente después de haber ganado el Premio de la Crítica en el Festival de Venecia en 1971, Barbara solía contar lo mucho que la historia de aquella mujer la había estremecido: ¿qué dolor y qué desesperanza pueden mover a alguien a desear estar confinado?, ¿cómo puede alguien sentirse aliviado de que lo encarcelen?
Entre los pliegues de unas sábanas sucias, aparece una mujer tratando de vencer el sueño a regañadientes, despertando únicamente para adentrarse en la frustrante espesura de la existencia. ¿Con qué ha estado soñando?, ¿con rostros luminosos, con el sosiego de una habitación ordenada, con un gesto de reconocimiento repetido sin cesar? Se incorpora, cegada. Todo la rehúye, todo se le escapa. A partir de ahora solo vagará perdida entre las sombras.
Aquello parecía coser y cantar. Lo único que tenía que hacer era escribir una entrada para un diccionario de cine. Tampoco hace falta que te mates, me dijo el editor por teléfono. Esa vez estaba muy segura de mí misma. Convencida de que para escribir algo corto tenía que saber mucho, me enfrasqué en el estudio de la historia general de Estados Unidos, exploré la historia del autorretrato desde la Antigüedad hasta el presente para luego apartarme y tomar los derroteros de la sociología sobre la mujer entre los años cincuenta y setenta; consulté ávidamente enciclopedias, diccionarios y biografías; recopilé información sobre el cinéma vérité, las vanguardias artísticas, el teatro neoyorquino, la emigración polaca a Estados Unidos; me documenté prolijamente sobre la minería del carbón (leí sobre la explotación minera, aprendí cómo era la organización social de la industria del carbón y recabé datos sobre los yacimientos de carbón de Pensilvania); me convertí en una experta en cuestiones como la invención de los rulos o la aparición de las pin-ups después de la guerra. Tenía la sensación de haber dominado un inmenso filón del que extraería una miniatura de la modernidad reducida a su más sencilla complejidad: una mujer cuenta su historia a través de la historia de otra mujer.
«¿De qué trata la película?», me había preguntado mi madre. Apenas había formulado esa pregunta, fingiendo interés para complacerme, aunque en el fondo le daba igual, prefiriendo como prefería seguir hablando de historias normales y corrientes de la vida, más anecdóticas, más reveladoras, más cercanas a ella –una prima muerta, una amiga enferma o un niño que podía estarlo–, apenas había formulado esa pregunta, decía, cuando me quedé en blanco, me ofusqué, me invadió una sensación de total desconocimiento. En ese instante, todo lo que en un principio me había parecido claro y sencillo de pronto se volvió incoherente en mitad del atroz ruido de fondo de la cucharilla con la que, mecánicamente, mi madre removía el café de su taza casi vacía a la espera de que comenzara a contarle el argumento. «Es la historia de una mujer sola». «Ah. La historia de una mujer, ¿qué más?». «La historia de una mujer que ha perdido algo trascendental y no sabe muy bien qué es: sus hijos, su marido, su vida, puede que algo más, aunque no sabemos qué; una mujer que se separa de su marido, de sus hijos, que rompe con ellos, pero sin violencia, sin premeditación, acaso sin ni siquiera desear separarse». «¿Y?». «Pues eso, nada». «¿No hay peripecias?». «Realmente, no. Bueno, sí: conoce a un hombre, se marcha con él, se encariña con él a pesar de que el tipo la maltrata, tal vez precisamente porque la maltrata, no lo sabemos; sea como sea, se queda con él, a su lado, está ahí. Él está planeando un atraco a un banco y, puesto que su compinche lo ha dejado tirado, la obliga a sustituirlo, aunque eso no es lo importante. El asalto sale mal y él muere, aunque eso no es lo importante». Se hizo un silencio. Esperé a que me preguntara qué era lo importante, pero no lo hizo.
Alguien que conoció bien a Barbara Loden me dijo: «She said it is easy to be avant-garde but it is really difficult to tell a simple story well». Decía que es fácil ser vanguardista, pero que es sumamente difícil contar bien una historia sencilla.
En el horizonte cegado apenas se dibuja un retazo de cielo y los camiones maniobran en mitad de la escombrera. Wanda se dirige ahora al juzgado, algo que no descubriremos hasta después. Vemos el típico coche norteamericano, enorme, circular a trompicones mientras levanta una densa polvareda. Son el marido y los hijos, que van allí por su cuenta. Pero eso no lo sabremos hasta después. Wanda camina por una turbera con unos pantalones claros, una blusa floreada, los rulos bajo un pañuelo blanco y un bolso de escay en la mano. Un anciano recoge encorvado pedazos de carbón en una ladera negra. «Picking coal again?». «Yes, picking coal again, Wanda». El hombre lo dice con un hilo de voz parsimonioso y benévolo, un hilo de voz de anciano. Se tambalea pendiente abajo de­bido a los enormes trozos de carbón. Ella le pide algo de dinero. Él se sienta, respira, saca torpemente unos billetes con sus manos, grandes y resecas, y se los da: «Esto es lo máximo que puedo hacer por ti».
Mientras relataba la historia, pensé en Georges Perec: «Al principio solo podemos intentar nombrar las cosas de una en una, simple y llanamente, enumerarlas, inventariarlas de la manera más anodina posible, de la manera más precisa posible, tratando de no olvidar nada».
Barbara Loden nació en 1932, seis años después que Marilyn Monroe, dos años antes que mi madre y el mismo año que Elizabeth Taylor, Delphine Seyrig y Sylvia Plath. Tenía treinta y ocho años cuando, en 1970, dirigió e interpretó Wanda. Fue la segunda mujer de Elia Kazan. Actuó en Río salvaje y Esplendor en la hierba. Tendría que haber actuado en El nadador con Burt Lancaster, pero fue Janice Rule quien se llevó el papel. Tendría que haber actuado en El compromiso con Kirk Douglas, pero fue Faye Dunaway quien se llevó el papel. Murió de un cáncer con metástasis a los cuarenta y ocho años. Wanda fue la primera y la última película que dirigió. ¿Qué más? ¿Cómo podemos describirla, cómo nos atrevemos a describir a alguien que no conocemos? Leemos testimonios, miramos fotos, nos apropiamos de un rostro desconocido, se lo arrebatamos al olvido durante un tiempo. Hojeo un libro rápidamente hasta encontrar la página en la que aparece la descripción que hizo Sebald de Swinburne: «De muy baja estatura, muy por detrás de la media en cada una de las etapas de su desarrollo y de complexión extremadamente frágil; aun así, mucho antes de alcanzar la edad adulta, ya tenía una cabeza desmesuradamente grande, por no decir gigante, que descansaba sobre unos hombros estrechos que caían abruptamente desde el nacimiento del cuello»; busco las palabras con las que una joven estudiante de Literatura Moderna describió a Emily Dickinson: «Tenía el pelo castaño y unos ojos grises que a veces, incluso cuando no miraba a nadie, brillaban sin que mudara su semblante»; la descripción que Pierre Michon hace de madame Hanska cuando esta conoció a Balzac: «Es altiva y lujuriosa. A sus labios se asoma un continuo estertor. Luce un vestido de terciopelo violeta profundo». Oigo la voz de Jean-Luc Godard en Dos o tres cosas que yo sé de ella: «Esta es Marina Vlady, vive aquí, lleva un jersey azul noche, tiene el pelo castaño claro; ahora gira la cabeza hacia la derecha, pero eso da lo mismo». Intento nombrar las cosas de una en una, simple y llanamente: esta es Barbara Loden, es rubia, tiene el pelo largo con flequillo, la cara ancha, los pómulos altos, la nariz redonda, los ojos verdes, que algunos días se tornan negros; es delgada, esbelta, con poco pecho, las piernas largas, botas y minifalda, una chica de los años sesenta. Suele sonreír para defenderse. Su mirada es atenta, ansiosa, a menudo desamparada, y de repente esa luminosa sonrisa. Es sincera, aunque sin querer acostumbra a hacernos creer lo contrario. Lleva un sucinto top color caléndula.
«¿Tan difícil es contar una historia de manera sencilla?», me vuelve a preguntar mi madre. Tengo que guardar la calma, desacelerar y bajar la voz: «¿Qué significa contar una historia de manera sencilla?». Ella habla de peripecias novelescas, cita Anna Karenina, Las ilusiones perdidas o Madame Bovary; dice que, en su opinión, significa que haya un principio, un nudo y un desenlace; sobre todo, un desenlace.
Nos creemos que tenemos que abordar puras formalidades, notas a pie de página, artículos breves o anotaciones, tablas, preámbulos, índices o apéndices –una tranquila y organizada profusión de palabras que por la mañana solo hemos de reunir en unas pocas frases, una mera administración del lenguaje–, pero, sin saber cómo, acabamos teniendo que tomar un sinfín de decisiones: impulsos abandonados, hipótesis desbaratadas. Lo único que tenía que hacer era escribir una entrada o artículo de diccionario, pero tenía que empezar por el principio y proceder metódicamente para llegar al final sin meterme en jardines. Una entrada es, según leo, un texto breve destinado a presentar un tema concreto de forma resumida. Entrada: «Texto descriptivo y explicativo». Bastaba con presentar a la autora y su obra: Barbara y Wanda. Todas las mañanas me ponía a trabajar en el artículo del diccionario sin otra intención que no fuera la de ceñirme estrictamente a su forma.
Wanda está en el aparcamiento del juzgado con los brazos cruzados, el bolso colgando del codo y pegado al cuerpo, y cara de preocupación bajo los rulos. Dentro, todos aguardan: la familia, el juez y el auxiliar de sala. Cuando entra, ya lo sabemos todo de ella, el marido se ha explayado, sabemos que a diario tiene que prepararse él mismo el desayuno, que a ella todo le trae sin cuidado, que no se ocupa de la casa, que desatiende a los niños, que los tiene abandonados, qu...

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