Iteraciones
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Iteraciones

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Iteraciones Los seis ensayos que componen este libro transitan en los márgenes del sentido de la búsqueda científica y en lo impredecible en los procesos de experimentación. A través de la epistemología histórica, su experiencia de laboratorio y su interpretación novedosa de la filosofía de Jacques Derrida, Rheinberger problematiza la creatividad en los contextos científicos, la legitimación de sus objetos y la presentación de sus resultados. Tras estas dimensiones, propias del quehacer científico, siempre situado y material, se deja entrever una inquietud: ¿es qué la lógica de la vida puede aparecer también en la dinámica de los sistemas experimentales? La búsqueda de la respuesta a esta interrogante nos llevará a deambular si no a repetirpara hacerla posible.Iteraciones es una oportunidad no solo para introducirse en la epistemología histórica, sino que también para conocer el pensamiento de una de sus eminencias contemporáneas. La obra, traducida por Nicolás Silva y Nicolás Trujillo, es el primer libro de Rheinberger en español, quien incluyó, para esta edición, un nuevo ensayo sobre el virtuosismo experimental.

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Información

Año
2022
ISBN
9789569441509
Naturaleza, NATURALEZA
¿Qué sería, entonces, la naturaleza? Según Donna Haraway, si no fuera algo real, al menos es una de las “palabras más poderosas y ambiguas” de nuestro lenguaje (2015, p. 1). Ninguna palabra inocente: una palabra de lucha, un grito de guerra entre las más diversas banderas, desde Rousseau a Greenpeace. Una posibilidad sería tratar de aproximarnos a ella históricamente. La naturaleza en el romanticismo, el cientificismo, la ecología. Sin embargo, por esta vez, no quiero entrar en el puente dorado de la historia e intentar un acceso definitivo.
Sin duda contaríamos con la buena compañía ilustrada y la evidente aprobación de las ciencias naturales, si pudiéramos entender por naturaleza la suma de aquellas cosas y procesos que se apartan del hacer y deshacer humanos: todas las cosas y procesos que son lo que son y hacen lo que hacen, sin depender de la mano humana. Pero con ello se habría determinado, al mismo tiempo y de modo complementario, a la cultura como aquello que está en nuestro poder, o para decirlo con más cuidado, como aquello que la mano humana hace. En consecuencia, se podría concluir que, salvo por una fracción del mundo apenas definible, todo lo que nos rodea y está en nosotros ––desde el universo hasta la estructura de nuestro genoma–– es naturaleza que no producimos ni controlamos. Y, sin embargo, hoy en día todos pueden saber por los medios o la propia experiencia, que estamos cambiando nuestro mundo de vida a una escala continental e incluso planetaria, de modo tal que en la proyección del futuro previsible se ponen en juego los fundamentos vitales de la humanidad como especie. Desde una perspectiva evolutiva, no sería la primera vez que el mundo de los seres vivos depara una catástrofe medioambiental a causa de su propia proliferación, de cuyo aprieto solo una fracción pudo escaparse. Un poco más de CO2 en la atmósfera es suficiente; un poco, un incremento diminuto en comparación con el volumen de la atmósfera, que se formó sin nuestro hacer, en el curso de los últimos cuatro mil quinientos millones de años. Por tanto, algo no está bien con esta definición.
Digamos, entonces, que esta definición de naturaleza que acabo de sugerir es un artefacto cultural y, más precisamente, un producto cultural de la Modernidad occidental. No podría decirlo mejor que Bruno Latour: “La particularidad de los occidentales es haber impuesto en el camino de la constitución oficial la separación total entre los hombres y los seres no-hu-manos y, así, haber creado artificialmente el escándalo de ‘los otros’”. Nosotros, los occidentales, no podemos vivir sin “[hacer] una diferencia radical […] entre la naturaleza universal y la cultura relativa” (1991, pp. 152-153). Esta comprensión debería evitar al menos que recurramos sin más, ante la abrumadora naturaleza restante, a una historia natural de la cultura de tipo naturalista, que en último término afirmara que toda cultura es, naturalmente, geomorfa o biomorfa. Estos intentos, tentaciones y adicciones son conocidas; tienen una larga tradición, a la que Darwin también pertenece, pero incluso quienes pudieron haber sabido mejor: desde la etología a la sociobiología.
Entonces, a la inversa, ¿necesitamos una historia cultural de la naturaleza? Y, en tal caso, ¿no deberíamos preguntar de antemano y con más precisión, para quién es qué la naturaleza? Radicalizando inexorablemente la oposición tradicional, Claude Lévi-Strauss define en su libro Estructuras elementales del parentesco los órdenes de la naturaleza y la cultura en los siguientes términos: “Sostenemos, pues, que todo lo que es universal en el hombre corresponde al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad, mientras que todo lo que está sujeto a una norma pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y de lo particular” (1998, p. 41). Pero esta determinación implica que necesitamos una norma para distinguir lo espontáneo (la naturaleza) de lo normado (de la cultura). Parece como si la historia cultural de la naturaleza siempre nos retuviera en el nivel más abstracto, lógico y supuestamente atemporal de la definición. En efecto, al respecto no se puede hablar de otra manera y todo parece claro para quienes aman la claridad cartesiana. Pero Lévi-Strauss no puede evitar diagnosticar un escándalo, como añade de inmediato: “este conjunto complejo de creencias, costumbres, estipulaciones e instituciones”, que conocemos bajo el nombre de la prohibición del incesto: “constituye una regla, pero la única regla social que posee, a la vez, un carácter de universalidad” (1998, pp. 41-42). La prohibición del incesto ––que aquí solo es un nombre más para el escándalo sin más–– se exime de aquella definición. Se exime de la diferencia culturalmente establecida entre naturaleza y cultura. Y, dado que la definición excluye la posibilidad de una diferencia natural entre cultura y naturaleza al ser dispuesta como una norma, ella deja impensado justamente lo que la hace posible. Esto no se le escapa a Jacques Derrida en su lectura de Lévi-Strauss, cuando comenta: “es lo que escapa a esos conceptos y ciertamente los precede y probablemente como su condición de posibilidad. Se podría decir quizás que toda la conceptualidad filosófica que forma sistema con la oposición naturaleza/cultura se ha hecho para dejar en lo impensado lo que la hace posible, a saber, el origen de la prohibición del incesto” (1989, p. 390) ––por tanto, el origen del escándalo––.
Entonces, ¿qué queda impensado mediante la asimetría entre naturaleza y cultura, mediante esta limpia separación, este corte puro en el que reposa toda la autocomprensión de la constitución de una época que llamamos Modernidad, y que posibilita este corte en principio? En esta asimetría, en el instante de su instalación, ¿qué es lo que aún puede pensarse como su origen desaparecido? ¿Qué es lo que indica que podríamos tener algo así como un origen solo en tanto determinación tachada, en el espacio imaginario de una recurrencia o referencia retrospectiva que llamamos historia? Siempre y cuando no renunciemos a nuestra autocomprensión como actores de la Modernidad, como sostiene Latour. ¿Qué es lo que Helmut Plessner puede contraponer a la gran separación moderna entre naturaleza y cultura, contra aquel corte con que se creyó poder expulsar, de una vez y para siempre, el conjunto del mito? ¿Qué es lo que puede llevar a Plessner a tales sublevaciones memorables, que en la lucha por la palabra adecuada expresan lo que nos asedia desde lo impensado y lo irrealizado? ¿A partir de qué llega Plessner subrepticiamente al final de la historia?:
No solo el hombre salió de escena para abandonar la historia como ciudadano inmortal de toda nación y tiempo; también la historia como unidad capaz de acción. Solo la condición creativa que la naturaleza orgánica pone a disposición del miedo humano, de la planificación y de la esperanza humanos, sigue siendo concebible para nosotros, una profundidad insondable y una intranquilidad insaciable para sí mismo, el origen, pero no el límite de su historicidad (Plessner, 1964, p. 72).
De Plessner a Latour: el intento de pensar el lugar desde el que se inscriben las asimetrías de nuestras coordenadas modernas de mundo fracasa, precisamente, por estas coordenadas. En su estructura, no hay ningún punto que haga posible una mirada simétrica a los fenómenos de la naturaleza y la cultura, a su desaparición como entidades que se excluyen mutuamente, una mirada al proceso mediante el cual lo uno surge de lo otro y retorna a sí. Hemos aprendido a denostar como mitológico al pensamiento que no se somete a la asimetría de la naturaleza y la cultura, desde que:
[e]n alguna parte, en nuestras sociedades, solo en las nuestras, una trascendencia inaudita se ha manifestado: la naturaleza tal cual es, ahumana, inhumana en ocasiones, extrahumana siempre. Desde ese acontecimiento ––ya se lo sitúe en las matemáticas griegas, en la física italiana, en la química alemana, en lo nuclear norteamericano, en la termodinámica belga––, la asimetría fue total entre las culturas que consideran a la naturaleza y aquellas que no consideran más que su cultura o las versiones deformadas que pueden tener de la materia (Latour, 1991, p. 147).
La asimetría entre naturaleza y cultura se reproduce al interior de nuestras sociedades como una asimetría entre nosotros y los otros, los humanos occidentales y el resto de los humanos en el mundo. Qué posibilita esta asimetría y qué es lo que a su vez oculta para tener que quedar impensado, esta fue hasta aquí la pregunta. Y aún falta la respuesta.
Mezclas inauditas
Llego a la segunda parte de mi conferencia, que se titula “mezclas inauditas” para indicar la dirección en que se busca la respuesta a la pregunta pendiente. Mis próximas reflexiones recurren a la obra filosófica de Michel Serres. El llamado y el mensaje de El contrato natural es que no olvidemos a causa de las relaciones sociales el mundo de las cosas circulantes, que todo lo conectan y también dañan (Serres, 2004, p. 10). Pero ¿de qué cosas se trata allí, qué son estas cosas naturales, si no cosas naturales modernas, incapaces de ser sujetos de derecho? Al respecto, primero habría que ponerse de acuerdo. Una cosa es cierta: el contrato social clásico, ya sea que se lo considere como un hecho histórico o como el mito originario de la Modernidad proyectada al pasado, descalifica a las cosas naturales como sujetos contractuales. Pero quiero dejar hablar a Serres y retomar el hilo del final de la última sección: “¿Qué es la naturaleza? Es el infierno de la ciudad o de la cultura” ––se podría añadir, su ab-orto, su abandono––:
El lugar en el que el rey fue desterrado: exactamente el lugar del destierro; literalmente el extrarradio de la ciudad. Esta exclusión demuestra que la distinción de los dos espacios o mundos, mundial y mundano, naturaleza y cultura, supone una decisión judicial, en absoluto usual o corriente, extraída de la jurisprudencia, pero extraordinaria, otorgada por un tribunal fundamental en el curso de un original y transcendental proceso, un primer juicio, de la misma manera que se hablará de juicio final, dictado por ese tribunal, cuya sede está en su frontera (Serres, 2004, pp. 124-125).
Entonces, justo en el límite entre naturaleza y cultura que tiene que quedar en lo impensado una vez emitido el veredicto, se vuelve posible una ciencia de las cosas naturales.
Así como la prohibición del incesto se transformó en un escándalo para una antropología asimétrica, el mandamiento de verdad se convirtió en el gancho para las ciencias de las cosas naturales. El primero ––la prohibición del incesto–– parece eximirse en su universalidad del arbitrio y la casualidad histórica de lo convencional. El último ––el mandamiento de verdad— parece deberse a un juicio que está más allá del fallo de cualquier tribunal humano, a saber, a una ley de la naturaleza, sea lo que sea que esto signifique. Lo inaudito del caso se hace evidente al atender el modo de hablar: en efecto, porque no se puede decir ninguna oración sobre la ciencia y en las ciencias que no lleve la marca, la muesca y la cicatriz de la corte. Hasta la raíz de la palabra Scire: dividir es el placer del juez. Quien se dedica a la ciencia, ajusta, rige, orienta, corrige y disciplina incesantemente.4 La conocida figura fundamental también surte efecto aquí: si el nacimiento de las ciencias resulta del derecho, una vez establecidas, las ciencias buscan enjuiciar el derecho humano por toda su historia venidera en nombre de una legalidad natural, que se suprime del derecho, del tiempo y de la cultura. Esto no se debería entender como una simple crítica a la ciencia, sino como el indicio de una topología que no se puede socavar. Para decirlo con Jacques Lacan: “[El] sujeto [sigue siendo] el correlato de la ciencia, pero un correlato antinómico, porque la ciencia se revela como definida mediante el esfuerzo inútil de suturar el sujeto” (1971, p. 840).
La naturaleza como lo otro frente a toda constitución e historia hechas por el hombre, como un límite contra el que la civilización solo se puede afirmar dominando, marginando y acorralando a la naturaleza: esto se inscribe en la paradoja del otro, en el infinito retorno de lo extranjero. La condición de toda dominación es la no-pertenencia y el no-pertene-cer-a-eso; la correlación antinómica de los sujetos es el presupuesto para las leyes naturales que se eximen del dominio humano solo para seguir amenazándolo.
Resultado singular de este esfuerzo heroico: la megalomaquinaria del mundo técnico-científico moderno no solo transformó la especie homo en pura biomasa, en sujeto y asunto de la historia natural, podría decirse en un sentido meramente físico. Como diagnostica Michel Serres: “A partir de ahora, existen lagos de hombres, actores físicos en el sistema físico de la TIERRA. El hombre es una reserva, la más fuerte y conectada de la naturaleza” (2004, p. 36). Al mismo tiempo, la empresa del proceso-de-exclusión-de-la-naturaleza de hace trescientos años, la ciencia en su forma tecnológica, transformó la naturaleza en aquello que hoy nos confronta: la naturaleza globalizada: NATURALEZA, escrito ahora en mayúsculas. El proceso comenzó con la exclusión de la naturaleza en tanto mundo de vida incuestionable o peligro siempre local. Luego prosiguió con el anhelo de una naturaleza perdida en tanto idilio romántico; el proyecto complementario de una nostalgia, por así decirlo. Así, hoy desemboca en el retorno abrumador de lo otro, de lo excluido, en la forma de un cuasiobjeto globalizado, de sujetos-como-si, cuerpos que no son ni sujeto ni objeto, sino ambos a la vez; símbolos de todo pensamiento salvaje. Una vez más, Serres: “Nosotros inquietamos a la TIERRA y la hacemos temblar […]. Esta crisis de los fundamentos, que no es intelectual, no afecta en absoluto a nuestras ideas ni al lenguaje ni a la lógica ni a la geometría, sino al tiempo de nuestra supervivencia” (2004, p. 144). Esta crisis de fundamento es el resultado de una ciencia que, luego de trescientos años, se vuelve a encontrar en el lugar del que se emancipó y dedujo sus objetos, para dominar sobre ellos de modo unánime: en el vestíbulo de la jurisdicción, en el contrato.
¿Qué contrato hay que firmar esta vez? Ningún contrato social, sino un contrato natural, sostiene Serres. Un contrato con una naturaleza que “mediante la universalización fáctica de la humanidad” se convirtió en un cuasiobjeto, que en virtud de las repercusiones puramente físicas de las andanzas de esta especie, comienza a reaccionar poniendo en cuestión los fundamentos vitales de esta misma especie. Esta naturaleza confronta ahora a la humanidad universalizada como LA NATURALEZA igualmente globalizada, reacciona con cambios globales de efectos imponderables.
Con la aceleración del irreversible cambio histórico-natural de la superficie terrestre y de la atmósfera, desde una velocidad evolutiva a una histórica, con la conciencia de que nuestras acciones humanas repercuten a escala histórico-natural ––como la muerte de los bosques, la desaparición masiva de especies, o como cambio climático global––, acontece al mismo tiempo una modificación fundamental en nuestra imagen de la naturaleza. La naturaleza tuvo que cambiar para que cambie nuestra imagen de la naturaleza. Si hasta ahora, y al menos desde la mitad del siglo xix, la evolución ecológica siempre pudo deducirse a partir de las huellas arqueológicas que dejó at...

Índice

  1. Cubierta
  2. Anteportada
  3. Página de derechos de autor
  4. Portada
  5. Contenidos
  6. Procedencia de los textos
  7. Prefacio a la edición en español
  8. Introducción
  9. “Todo lo que puede conducir a una inscripción en general”
  10. Naturaleza, NATURALEZA
  11. Fijar la mirada
  12. Hibridaciones del saber
  13. La ciencia de lo concreto
  14. Virtuosismo experimental
  15. Referencia