Los parias
  1. 300 páginas
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Información del libro

«Los parias» (1920) es una novela de José María Vargas Vila. Claudio Franco es un líder que entrega su vida a sus ideales políticos y a la defensa de la libertad y que se enfrena a la tiranía de su tío Nepomuceno Vidal, un poderoso hacendado criollo que impone su voluntad al resto de la familia.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726680393
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Durante la comida, la madre no cesaba de contemplar a su hijo, con una adoración que le subía del corazón y las entrañas, y envolvía como una llama aquel ser querido, que era toda su fuerza y toda su esperanza, el orgullo y la gloria de su vida;
alto, fuerte, como uno de aquellos tindáridas gemelos, que embridan los caballos de Praxiteles, en lo alto de la colina romana; Claudio, era un tipo raro de belleza heroica, de humanidad espléndida y guerrera;
todas las facciones fuertes, y aun un poco duras de su padre, estaban reproducidas en él, con algo de dulzura en los ojos negros y melancólicos, que le venía sin duda de su madre;
la cabellera negra y profusa; los labios delgados y desdeñosos, que daban una expresión muy triste a su boca meditativa, apenas sombreada por un bigote escaso y negro; la frente desmesurada, la mirada dominadora, imperiosa; un busto de César joven, con algo del gran Corso, enigmático y fatal;
tenía veintiséis años, y acababa de concluir sus estudios y de recibir el título de Abogado, en el más acreditado colegio libre de la Capital;
su alma era fuerte y bella, como su naturaleza física;
una amplitud, una superabundancia de vida material e intelectual, se escapaba de él como el desbordamiento en la montaña de un río majestuoso y terrible;
era una de esas naturalezas de energía, hechas para el dominio de las almas, y el imperio arrogante de las masas;
en su colegio, antes de terminar sus estudios, era ya Jefe de la Juventud letrada, y escritor de diarios, y orador tumultuoso y vibrante;
su voz, había sonado en el silencio letal de la época, como un clarín de acero, entre un ejército disperso, en una noche de derrota;
y, su aliento, bajando de las cimas de su elocuencia, había soplado como un hálito de huracán, haciendo vacilar las llamas de adoración, que turiferarios y esbirros, agitaban ante el trono del retórico venal, que por entonces les servía de Idolo y de Amo;
el poema incandescente de la guerra, obsesionaba su cerebro, y sus frases salían en cadencia musical. como una procesión de estrofas bélicas en la amplitud de un himno guerrero, en un interminable canto de victoria;
como Sigfrido, con la frente alzada hacia las cimas que cantaba, él, escuchó el eco de su propia voz volverle engrandecido, repercutido por el eco de multitudes en delirio, seducidas por el encanto suntuoso, por la maravilla y el esplendor de su palabra;
su gran gesto épico, que despertó el entusiasmo de las multitudes, agrupó en torno suyo, la juventud, la élite, de la cual hizo el tabernáculo de su Ideal, y fué en corazones jóvenes, que el milagro de su palabra sembró primero, la simiente de rebelión, que luego estallaría, como un cataclismo, haciendo vacilar sobre su zócalo, la estatua del dios biforme, en cuyo nombre se encadenaba la República;
y, tuvo el derecho de aceptar, y aceptó, el papel que aquellas almas enamoradas de la libertad quisieron confiarle;
y, fué el jefe de la juventud, el que agitaba el estandarte rojo de la resistencia, tendiendo la mano hacia el espacio, mostraba a ese pueblo prisionero, en camino hacia la ergástula, el Astro de la Libertad, el Astro Rojo, que despuntaba en un cielo lejano, sobre un horizonte de olas purpúreas, que se extendían hasta lo infinito, con la magia de un océano de sangre en fusión;
y, la Gloria, la gran visión escultural, con su manto alado, tapizado de estrellas, como un manto de Victoria, pasó en su horizonte, sonriendo sobre su frente abrumada con el peso de destinos sublimes, y de sueños innombrables...
¡y, en el fondo de ese sueño ideal, se veía, guerrero libertador, saludado por las cien mil bocas del Renombre, pasar entre las multitudes, con la frente coronada de laurel, vencedor, en marcha hacia Capitolios gloriosos!;
¡la Gloria! magia de las palabras;
¡rayo de un sol cruel, sobre la frente de acero de la Esfinge brutal!
¡pálida lluvia de cenizas sobre el dorso alado de la Quimera!...
¿quién no ha visto su rostro alguna vez, en el ala radiosa de sus sueños?...
elevarse es denunciarse;
toda ascensión es un calvario:
el gramático grotesco, el liberto letrado, a quien la muerte de un Amo infame, había dado el Poder en aquel país, se alzó con toda la talla de su nulidad omnipotente, ante el joven agitador, y señalándolo a sus esbirros, con un gesto de ira calmada, lo hizo encerrar en una prisión;
una medida de clemencia imperial, lo hizo libre seis meses después, y volvió a sus estudios y a sus luchas, pero esta vez, rota su pluma de diarista, volcada su tribuna, no pudo ya, hacer oír su voz, a las multitudes miserables, que con un concierto de gemidos y de clamores desesperados, invocaban en vano a la inmutable Justicia, a la Eterna Equidad, implacablemente sordas a sus llamadas y a sus ruegos...
entregado a sus estudiós, los concluyó pronto, y coronó su carrera, entre los aplausos y el anhelo de aquellos que lo creían el hombre necesario, el deseado, la esperanza más fuerte y más legítima de un partido en desastre;
no podiendo escribir ni hablar en público, dejó la Capital, deseoso de abrazar a su madre y a su hermana, de salvarlas de la miseria espantosa, v, volvió así, como un vencido implacable, al valle nativo, a la aldea odiada, que él sabía, le había de ser cruel e inexorablemente hostil...
así, como un águila, caída del cielo en un pantano, agitando en el fango la profanación de sus alas mutiladas...
algo de esa gloria borrascosa, había llegado hasta el retiro apacible, donde la madre y la hermana, pensaban en el ausente, y esperaban en el dolor y el aislamiento, la vuelta de aquél, a quien anunciaban ya los clarines de la fama;
la madre, lloró de orgullo tranquilo, ante el resplandor de esa gloria, que surgía de sus entrañas;
la hermana, recorría febricitante las páginas de los diarios que repetían aquel nombre ya célebre, que era el suyo, se aprendía de memoria los escritos proféticos y sonoros del hermano, coleccionaba los retratos de él, que publicaban las Revistas ilusiradas, y aun las caricaturas que hacían los periódicos humorísticos, se impregnaba de su pasión, se saturaba de sus odios, se dejaba arrastrar por el inmenso poder atractivo de aquella alma, entraba, por decirlo así, en su foco, desaparecía en la órbita, en el torbellino de aquel astro;
bajo el duomo de oro de sus cabellos rojos, la virgen sentía germinar y bullir los mismos extraños sueños de libertad y redención, que obsesionaban la mente apostólica del caudillo, y bajo el nácar de su seno indómito, su corazón latía a impulsos del mismo sentimiento altruista y redentoral, que agitaba el corazón del héroe futuro;
a las críticas, a los sarcasmos, a los insultos, con que su tío don Nepomuceno Vidal, había acogido la celebridad de Claudio, Georgina oponía terribles respuestas, frases agresivas, de tal manera hirientes, que el viejo amostazado decía:
—Esta es loca, lo mismo que su hermano; ¡dignos hijos de su padre!
—Es verdad — decía Carmen, con esa terrible ironía de los seres sin hiel—; si mi hijo tiene talento, no es herencia de la raza de los Vidales, y si tiene carácter, no es herencia de mi sangre ese carácter;
y, en efecto: ella era un alma de paz y sumisión, ¡alma plácida, con la limpidez serena de un cielo de Mayo, sin incendios cegadores de sol, sin horrores terribles de borrasca! tenía la imperturbable mansedumbre de los viejos canales flamencos, en cuya azulidad mística, se refleja el gótico encaje de los altos campanarios, y el gesto enamorado de las palomas, que se besan, en el alero de la ojiva clásica:
una dulzura imperturbable reinaba en aquella alma calmada, que semejaba en su apacibilidad misteriosa, la quietud de un lago blanco, constelado de nenúfares;
dulce, como el fin de un día de otoño en la campiña, su mansedumbre de santa, se reflejaba bien en la tranquilidad augusta del rostro pálido, de grandes facciones acentuadas, de labios gruesos y exangües, y cantaba la canción de todas las resignaciones, en sus dos ojos negros, de antílope vencido, ojos que con sus grandes pupilas protuberantes y acariciadoras, esparcían una luz de paz y de amor sobre las almas, uno como beso de perdón, halo de azur, reflejo de lámpara veladora en la quietud divina del hogar;
el dolor, que había pasado por su vida con una violencia de huracán devastador, no había turbado la angélica serenidad de su espíritu;
ante la fatalidad inusitada, con que la vida la había herido en la pura germinación de todos sus sueños, se había inclinado silenciosa, sin amargura, con la tristeza de una rosa blanca, que se desflora entre los dedos de una mano brutal;
era un alma de holocausto; su vida había sido un sacrificio continuado y silencioso, la fulguración de un cirio ante un Idolo, una agonía de pétalos ante un altar; bajo la crueldad de la vida, se rompía como una flor, se evaporaba como un incienso, temblaba como un cántico;
pero no se quejó, no protestó, no se rebeló jamás contra el Destino;
su vida, había sido un largo día sin sol, una floración de dolores en la sombra, un gran sollozo en la penumbra;
última hija de una familia de campesinos millonarios, con ilusiones de nobleza ibera, pretenciosos, ignorantes, linajudos, espécimen escogido de esa aristocracia campestre, limo del coloniaje, quedado en asqueroso sedimento a las riberas de la República naciente;
caballeros del arado, señores feudales, omnipotentes y crueles, tipos completos de la más abyecta ignorancia, y de la más vil superstición;
representantes de todos los odios anacrónicos contra la libertad, y de las más estralalarias cruzadas contra el espíritu del siglo;
caballería rusticana, analfabeta y devota, que ha sido, allá, por los campos de la América, cuando no la sombra inofensiva del jamelgo triste de don Quijote, el lobo devorador del inerme campesino;
de esa aristocracia de lacayos endomingados, a horcajadas en un escudo heráldico, apócrifo, y enredados en la partícula de nobleza, como un cerdo en su soga, eran los señores de Vidal y Vidaurrázar, de los cuales don Juan José, había sido el padre de Carmen;
ésta, apenas se recordaba de él, porque había muerto estando ella muy niña, y desde entonces, había caído con su madre y sus hermanas, bajo el mando omnipotente de don Nepomuceno Vidal, su único hermano;
bajo la dictadura de este príncipe heredero de una ruralidad feroz, vió ella a su madre, convertirse en sierva de aquel hijo desnaturalizado, que la oprimía, y ella y sus hermanas, fueron autómatas temblorosos, esclavas sumisas, de aquel amo voluntarioso y violento;
así se había deslizado su infancia, en esa servidumbre enclaustrada y devota, cerca a sus hermanas, cuya juventud agonizaba en una soledad de falansterio, vírgenes nostálgicas, obsesionadas por sueños piadosos, por temores de leyenda, lentamente devoradas por la vida, innoblemente sacrificadas por el egoísmo fraternal, visionarias místicas, vagando como fantasmas en la noche moral, vecina de la histeria...
ella, había visto a su madre, vencida en su orgullo, desposeída de su dignidad de jefe de familia, plegada bajo la dictadura filial, en la desolación de todos los afectos, arrastrar una existencia miserable, vagando en la gran casa conventual, como una extraña, como una prisionera, apenas tolerada, como una ruina que tardara en desaparecer, fantasma augusto y desolante, agonizando entre el enojo y el rencor, los ojos pertinazmente llenos de lágrimas acusatrices, los labios sellados por silencios implacables...
y, la había visto morir así, rota su energía ante la brutalidad del hijo imperioso y cruel, vencida, pero inexorable, no bendiciendo, no perdonando a su verdugo, apartando de él los ojos con aversión, esquivando con su mano diáfana de moribunda irreductible, el beso profanador, de los labios asesinos, agonizante indescifrable, expirando enigmática, altanera, llenos los ojos de maldiciones mudas, pletóricos de secretos los labios inviolados...
y, ella, había quedado confiada a sus hermanas, las grandes vírgenes melancólicas, sus mayores de muchos años, vegetativas e inertes, almas torturadas por extraños dolores, como almas antiguas bajo una condenación enconada de los dioses...
y, aparecían a su vista, así, en un tríptico doloroso, predestinadas al sacrificio por leyes ineludibles, moviéndose en el trágico círculo de sus dolores incontables;
¡almas sombrías, cerradas al beso de toda consolación!
y, las veía surgir así, en el orgullo triste de los lises, sobre cuya blancura deslumbrante, sólo cae la sombra prodigiosa de los montes, transfigurados en el crecimiento radioso del crepúsculo; pasando en el gran silencio, como mariposas blancas, que hacen caricias de vuelo al negro inquietante de las vegetaciones meditabundas...
¡tristes!... porque las rosas de sus labios no se deshojaron temblorosas en el estremecimiento divino de los besos;
porque los lirios de sus senos, ánforas de alabastro, no sintieron la profanación de las caricias, ni contuvieron el néctar de la vida, ni el licor de extrañas fecundaciones vertió de ellos;
porque en sus cuerpos vestálicos, el estremecimiento de la carne murió sin ruido, como olas vencidas en una playa sin escollos;
porque sus flancos inmaculados, no fueron abrasados por la llama del placer, ni sintieron el espasmo de la beatitud suprema, ni se abrieron en el victorioso desgarramiento de la maternidad;
porque fueron bellas, en la infecundidad glacial de su belleza, nobles, en la esterilidad inclemente de su vida, augustas, bajo las grandes rosas de su virginidad, silenciosas y altaneras, en la pálida floración de sus sueños muertos;
y, pasaron así, como una ascensión de hostias en una nube de incienso, como una procesión de cisnes sobre estanques misteriosos, como una floración, de rosas blancas, abiertas en un rosal de muerte;
y, pasaban así, en su recuerdo, como en un paisaje de hastío, en la niebla de aquellas horas imprecisas, de enojo y soledad.
Hildegonda, la mayor, con la pompa de su nombre real y de su belleza clásica, semejaba, bajo sus grandes mantos, como tocas abaciales, una Emperatriz en duelo; su belleza imperiosa, tenía un extraño gesto dominador de antigua castellana, trazando en la sombra caminos de victoria a cruzados generosos;
un día, se le había visto llorar, gemir, implorar, y desaparecer después, para siempre, como arrebatada por una fuerza desconocida, hacia lejanos limbos de horror y de misterio;
y, Carmen, recordaba bien, el grito, aquel grito angustioso, que sus oídos infantiles habían escuchado sonar en la noche negra, cuando un coche había partido de la hacienda, llevando como prisionera la virgen desesperada;
después, había sabido que Hildegonda, había profesado en un convento de la Capital, dando a Dios el oro de su dote cuantiosa, y el esplendor de su belleza prodigiosa;
nada más se supo de ella; la Religión la aisló, como en un harem místico, y el silencio la cubrió como la losa de un sepulcro.
Egmeragda, la segunda, que debía a la estulticia paterna, el romanticismo histórico de su nombre, era bien el tipo delicado y frágil de una princesa núbil, hecha para la soledad agreste del castillo feudal, para alzar su cabeza blonda, sobre la muralla negra, como un heliantemo alza al sol su copa de oro, para ostentar sobr...

Índice

  1. Los parias
  2. Copyright
  3. Other
  4. PREFACIO
  5. LOS PARÍAS
  6. Chapter
  7. Chapter
  8. Chapter
  9. Chapter
  10. Chapter
  11. Chapter
  12. Chapter
  13. Chapter
  14. Chapter
  15. Chapter
  16. Chapter
  17. Chapter
  18. Chapter
  19. Chapter
  20. Chapter
  21. Chapter
  22. Chapter
  23. Chapter
  24. Chapter
  25. Chapter
  26. Chapter
  27. SobreLos parias