Del Estado al parque:
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Del Estado al parque:

el gobierno del crimen en las ciudades contemporáneas

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Del Estado al parque:

el gobierno del crimen en las ciudades contemporáneas

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Este libro analiza la transformación del campo del control del crimen en las ciudades latinoamericanas contemporáneas. A partir de la experiencia colombiana, se muestra cómo las "viejas costumbres" latinoamericanas de gobierno del crimen, ligadas a la fuerza, la represión y el uso del aparato penal, se fortalecieron. Asimismo, se enseña cómo surgieron "nuevas costumbres" centradas en la prevención estatal, privada e individual del crimen. Las viejas y nuevas estrategias se articularon alrededor del parque como expresión fundamental del espacio público. Esto permitió que se organizaran medidas de gobierno que, aunque parecen menos punitivas, tienen una extensión e impacto mucho mayor en la vida cotidiana, pues limitan derechos constitucionales y condicionan los comportamientos diarios de los individuos.

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Información

Año
2021
ISBN
9789586656757
Categoría
Derecho
Categoría
Derecho penal
Capítulo III.
EL SISTEMA PUNITIVO Y LA RECONFIGURACIÓN DEL ENCIERRO
A mediados del año 2002 fue publicado en la revista Dinero un artículo de Eduardo Lora, para entonces funcionario del Banco Interamericano de Desarrollo (BID)1. En el texto, el autor afirmaba que Colombia tenía un récord en lentitud judicial, pues su sistema de justicia era el más torpe de toda América Latina. La demora del sistema judicial, según Lora, no solo era un reto para enfrentar los grandes problemas de la nación, sino un inconveniente para regular la vida ordinaria de los ciudadanos. Recurriendo al sistema civil como ejemplo, y usando un estudio conducido por una institución norteamericana de difusión del pensamiento neoliberal2, Lora mostraba la forma en que ciertas acciones, como cobrar un cheque o restituir un inmueble en arriendo, tomaban mucho más tiempo en Colombia que en cualquier otro lugar de América Latina. El autor continuaba afirmando:
Cuando la justicia es lenta, no hay incentivos para que se cumplan los contratos privados ni para que el gobierno respete sus compromisos. En estas circunstancias, las posibilidades de negocios son menores y no es posible desarrollar un clima de cooperación entre el sector privado y el gobierno. Y en el plano social, un sistema judicial lento y engorroso, que no es accesible para el ciudadano común, es un mecanismo para perpetuar las desigualdades y la arbitrariedad y para alimentar la frustración y el descontento.3
El análisis de la justicia civil, que empezaba por la dificultad de esta para ofrecer solución a problemas ordinarios, pasaba a ser un problema económico para la nación. De la imposibilidad de un ciudadano de exigir una suma de dinero de forma expedita o de recuperar un inmueble arrendado, se daba el salto a las “posibilidades de negocio” y a la cooperación entre el “sector privado y el gobierno” como elementos necesarios para la construcción de un país menos desigual y arbitrario. El sistema de justicia civil se ofrecía como un asunto de gobierno de problemas específicos de la población, política internacional y gobernabilidad nacional, en el que las soluciones a su lentitud correspondían al Estado central por ser el único capaz de influir de forma directa en dicho sistema.
El mismo año que se publicaba la columna de opinión de Lora, en Colombia cursaba un proyecto de reforma a la justicia que modificaría la operación de todo el sistema, y cuya duración se extendería hasta la expedición del Código General del Proceso a través de la Ley 1564 de 2012, el cual modificaba los procedimientos civil, laboral y administrativo. Sin embargo, y a pesar del énfasis del funcionario del BID, los cambios en el sistema judicial no comenzarían precisamente en el ámbito civil, sino en la legislación de procedimiento penal, donde la narrativa de la eficiencia se construía con un molde propio.
Para el año 2002, la preocupación sobre la capacidad de respuesta que tenía el Estado para gobernar el desorden se dividía en dos ámbitos, por un lado, el cuestionamiento de su aptitud para lidiar con el conflicto armado y las formas de criminalidad asociadas a este y, por otro, las limitaciones institucionales para ejercer la justicia penal. Mientras que la incapacidad del Estado para gobernar el conflicto y el fallo estrepitoso del proceso de paz entre el gobierno y las FARC —que conducía en aquella época la administración de Andrés Pastrana Arango— derivaron en la elección de un presidente que ofrecía una solución militar al conflicto4 —Álvaro Uribe Vélez—, la falta de capacidad de la justicia penal para lidiar con la criminalidad condujo a la revisión de la reciente reforma del proceso penal que había tenido lugar apenas un par de años antes —a través de la Ley 600 de 2000—, para traer un sistema punitivo que privilegiaba la persecución de los delitos callejeros.
A pesar de que la construcción de la eficiencia de la justicia penal parecía ser una cuestión exclusiva del Estado central, esta era una empresa compartida por diferentes actores. En primer lugar, el movimiento ideológico que soportaba las políticas económicas trazadas en el consenso de Washington apostaba por el fortalecimiento de los sistemas judiciales de los países periféricos en busca de, principalmente, disminuir la duración de los procesos y aumentar los casos que podían ser conocidos jurisdiccionalmente5. En este proceso, desde los años noventa distintas entidades internacionales invirtieron en la reforma de la justicia colombiana, entre estas estaban el BID o la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid)6. Estas instituciones aparecieron alrededor de las diferentes reformas penales adelantadas a comienzos del milenio y se convirtieron, además, en organismos encargados de la financiación, la implementación y el monitoreo del sistema penal acusatorio, tarea en la cual estarían acompañadas por instituciones gubernamentales y no gubernamentales7.
Esta tendencia no sería exclusiva de Colombia, sino que formaba parte de un esfuerzo internacional que perseguía la eficiencia de los sistemas penales y que llevó a cambios en los sistemas procesales de diversos países de tradición jurídica continental8. A pesar de que diversos autores han identificado en este proceso internacional de reforma un intento de expansión de un discurso que apuntaba a la disminución de costos para la administración de justicia, también se ha señalado que existía una pretensión de establecer un sistema más adecuado al Estado de derecho para garantizar los derechos humanos9 y poner en práctica la idea —que databa desde la Ilustración10— de que la certeza de la pena tenía una capacidad preventiva mayor que la fuerza de la misma.
En segundo lugar, el gobierno de la ciudad de Bogotá había apuntado a la debilidad institucional y a la falta de eficiencia como factores generadores de criminalidad que impedían que la colaboración entre diferentes escalas de gobierno tuviera un impacto más fuerte en la reducción de las cifras de violencia11 y, a pesar de que su cooperación activa con la Policía Nacional había comenzado casi un lustro antes, la posibilidad de la administración capitalina de incidir en el sistema penal seguía fuera de su alcance, por lo que solo podía esperar medidas del Gobierno nacional que sirvieran para apoyar punitivamente las políticas emprendidas por la administración local.
En tercer lugar, el Estado colombiano seguía acostumbrado a utilizar el derecho penal como herramienta de guerra, y la orientación militarista del gobierno de Álvaro Uribe Vélez dependía de un sistema procesal penal eficiente para la persecución de los enemigos políticos de la nación12.
La lentitud de la justicia penal era, entonces, un problema multifacético. Para los organismos internacionales de financiación aparecía como un obstáculo para el desarrollo del país. Para el Estado era un impedimento con miras al enjuiciamiento de sus enemigos políticos y la reducción del impacto del conflicto armado en el país. Para la Alcaldía local se ofrecía como explicación relevante del desorden urbano y como elemento faltante para un control eficiente de la violencia. Para los juristas era un rasgo de la inadecuación del sistema procesal penal a los lineamientos normativos de un Estado de derecho y de las dificultades para satisfacer los fines preventivos de la pena. Para los economistas se trataba de un sistema ineficiente para la gestión de los recursos fiscales asignados a la administración de justicia. Como contracara, la celeridad judicial aparecía como herramienta para solucionar todos estos problemas.
La intersección de los intereses nacionales y locales en torno a la reforma procesal penal reencontraba las narraciones que soportaban las diferentes técnicas predilectas por cada escala de gobierno para intervenir frente a la criminalidad, donde, por un lado, la Alcaldía buscaba cómo aprovechar las herramientas institucionales que el Estado central le brindaba para establecer mecanismos de administración del crimen ligados a la presencia en los espacios públicos como mecanismo para visibilizar sus acciones, el incremento de la capacidad de reacción institucional, la elaboración de políticas preventivas y pedagógicas, y la disminución de las cifras de delincuencia; y, por otro lado, el Estado central buscaba reafirmar su poder a través del incremento de la presencia del aparato penal como manifestación de su capacidad de manipular la coerción y reducir la violencia. Aunque las empresas de las diferentes escalas de gobierno no estaban tajantemente divididas, y el Estado central estaba tan preocupado por las políticas preventivas como la Alcaldía local lo estaba por la reafirmación de la capacidad de controlar el territorio, la fuerte tendencia que tenía cada una de estas escalas hacia los proyectos que les eran más urgentes marcaba la forma en que estas se relacionaban y la forma definitiva que tomarían las diferentes reformas institucionales y técnicas de control que tendrían lugar desde finales de los años noventa del siglo pasado.
El presente capítulo explora la manera en que las reformas legislativas, cuyo carácter es nacional, no solo impactaron el gobierno de los espacios públicos y el crimen en la ciudad, sino que fueron utilizadas por la Alcaldía capitalina para diseñar sus propias políticas públicas. Para ello se analiza, en primer lugar, cómo las reformas del sistema punitivo patrocinadas por instituciones transnacionales fueron utilizadas por el Estado central para fortalecer el gobierno militarista del crimen, a través de la construcción de un eficientismo penal encaminado hacia el incremento del uso del sistema punitivo como reafirmación de la capacidad estatal de controlar la violencia; y por la administración local para integrar el sistema punitivo, cuyo dominio permanece anclado al Estado central, con las políticas locales de gobierno del crimen, mediante la utilización de las herramientas institucionales y legales derivadas de las reformas, para delinear una política de seguridad ciudadana que depende en muchos casos del uso del aparato penal. En segundo lugar, se muestra cómo la restricción de la libertad fue utilizada para satisfacer las necesidades del Gobierno nacional y la administración local, y la forma en que esta integración de las políticas nacionales y locales de gobierno de la criminalidad en torno al uso de los diferentes dispositivos de encierro no solo extendió la crisis del sistema carcelario, sino que derivó en la creación de una red de reclusión que integró espacios locales de restricción de la libertad con el tradicional sistema carcelario de corte nacional. Finalmente, se ofrecen unas conclusiones.
1. EFICIENCIA, FUERZA Y CRIMINALIDAD CALLEJERA
Sistema punitivo y guerra
La caracterización del sistema punitivo como una herramienta para gestionar el conflicto armado a través de la legislación emitida durante los estados de excepción, y la legislación penal ordinaria que conservaba los elementos distintivos de esta última, permitió poner en acción una narrativ...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. ANTEPORTADA
  3. PORTADA
  4. PÁGINA DE DERECHOS DE AUTOR
  5. ÍNDICE
  6. AGRADECIMIENTOS
  7. SIGLAS Y ACRÓNIMOS
  8. PRÓLOGO LA CIUDAD SANA
  9. INTRODUCCIÓN
  10. CAPÍTULO I. MULTIESCALARIDAD Y GOBIERNO DEL CRIMEN
  11. CAPÍTULO II. LA REORGANIZACIÓN DEL GOBIERNO DEL CRIMEN
  12. CAPÍTULO III. EL SISTEMA PUNITIVO Y LA RECONFIGURACIÓN DEL ENCIERRO
  13. CAPÍTULO IV. ÉTICA Y ESTÉTICA DEL GOBIERNO DEL CRIMEN
  14. CAPÍTULO V. EL GOBIERNO DEL CRIMEN EN LAS CIUDADES CONTEMPORÁNEAS
  15. BIBLIOGRAFÍA
  16. EL AUTOR
  17. CONTRACUBIERTA