El beso de la finitud
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El beso de la finitud

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El beso de la finitud

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Los que repiten aquello de que la vida es corta secundan sin quererlo un tópico lacrimógeno cristiano. La vida dura justo lo que tiene que durar, aunque todos firmaríamos doscientos años más, seguramente sin saber muy bien lo que hacíamos. Sócrates, el Jesucristo de la filosofía, murió porque ya no podía más de sabiduría, porque ese cuerpo de viejo de setenta años no daba ya más de sí en lo que a plétora de júbilo podía contener. Sócrates se suicidó ante el jurado de Atenas, esto es claro, pero antes formuló ante sus más queridos allegados su sueño más entrañado. Y este era sólo lo siguiente: una eternidad de diálogo. Lo cuenta Platón, el hombre que más le amó. A Sócrates no le importaba perecer por orden de los atenienses, siempre que el más allá consistiera en una interminable conversación. Esa conversación perpetua que anhelaba Sócrates no es más que la que cualquier lector pudiera iniciar hoy tan sólo con abrir un libro, un libro de verdad. La diferencia está, únicamente, en que en el Hades ni Homero ni Hesíodo callan al llegar a la última línea, sino que siguen hilvanando versos o quejándose indefinidamente cuando uno habla con ellos después de muerto. ¿Y si lo que hizo Platón fue únicamente dar a Sócrates nuevos temas sobre los que reflexionar en el Inframundo, no ya los temas de Homero o Hesíodo, sino aquellos recién inventados por su más devoto discípulo?Así, la Teoría de la Ideas no sería sino el más precioso regalo jamás hecho por amante alguno a su afable y anciano amado. Los ensayos aquí recogidos, tan vehementes, tan improvisados la mayoría de ellos, se proponen como un intento de ponerse al servicio de algo superior a la autogratificación filosófica como sin duda lo es el entramado del mundo actual, con toda su complejidad, que sin duda subsistirá a la vigencia de la propia filosofía. Si además consiguieran complacer en algo a los viejos maestros de su autor en la eternidad circular y parlanchina de los difuntos, nada más nos quedará ya por pedir...

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Información

Año
2022
ISBN
9788409379439
¿Por qué no Platón en el s. XXI? –una fábula filosófico/política
Le dijo que «no era lo mejor aquello que era conveniente a él solo, si no se conformaba con la virtud»; enojado Dionisio, le dijo: «Tus razones saben a chochez».
«Y las tuyas a tiranía», respondió Platón.
Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres
I- Quería a Sócrates por su autenticidad, no, naturalmente, por su físico. De hecho, su fealdad era sólo comparable a la del veterinario Esopo, que enseñó a hablar al loro de Fenicia que me regalaron cuando era niño. Tuve una infancia feliz, supongo, pero tremendamente ignorante. Vivíamos en una lujosa urbanización de las afueras de Atenas hasta que murió mi padre y mamá volvió a casarse con aquel hombre tan bien relacionado en los círculos gubernamentales, un verdadero parásito que al menos me dio a mis tres estimados hermanastros, Adimanto, Pomona y Glaucón. Su dinero y nuestra buena posición social nos proporcionaron a todos una educación esmerada en el mismísimo centro del mundo, con clases extraescolares de deporte, pintura, literatura y música en el seno de un distinguido colegio de pago. Mientras permanecía entre algodones en aquel limbo formativo, la que considero mi ciudad iba de desastre en desastre, decayendo tanto en fuerza y autoridad como en prestigio y honor. Fue la sutil pero irresistible influencia de mis tíos Crítias y Cármides, grandes mandos militares de antaño, lo que me quitó la venda de los ojos. Ellos entendieron bien que la situación de Atenas era insostenible, y aunque no puedo compartirlo hasta las últimas consecuencias, simpatizo (o, cuando poco, no hallo motivos para censurar completamente) con sus intrigas para poner fin a la debacle mediante la toma violenta del poder. Tales acontecimientos, que involucraban tan directamente no sólo a mi propia conciencia, sino también a mi familia consanguínea, me resolvieron a abandonar mis estudios de Arte Dramático, para los que me sentía profundamente llamado, y a abrazar la incierta carrera de Ciencias Políticas, a fin de alcanzar alguna claridad personal sobre cuál había de ser mi papel en el futuro del país, que se pronosticaba aciago, desesperanzado y finalmente terrible.
Allí conocí a un profesor de primer curso, Crátilo, que impartía Técnicas de Expresión Oral y Escrita, una asignatura que tentaba a mi antigua vocación de dramaturgo. Intimamos incluso fuera de las clases durante una breve temporada, pero la asiduidad de los gramáticos posestructuralistas franceses le hizo perder gradualmente la razón, y he oído decir que ahora pasa sus días sin mediar palabra con nadie y echando mano de una batería de trash metal cuando desea comunicar sus necesidades primarias. Lo sentí mucho, porque él me había enseñado el valor de la palabra a la vez que la dificultad para ajustar el sentido del discurso a un mundo loco, confuso, imprevisible y cambiante como el que padecemos, en el que las viejas seguridades parecen haberse perdido para siempre. En efecto: las mentiras de los nuevos gobiernos y los todavía peores remiendos de los posteriores dirigentes para frenar la bancarrota absoluta habían llevado a Atenas al borde de la insurrección ciudadana. No sólo estábamos literalmente a merced de los bárbaros alemanos, sino que el populacho tomaba las calles, la corrupción era rampante, los capitales se fugaban, los delitos se triplicaban, caía la atención sanitaria, y, por resumir, el clima general se degradaba del gris oscuro al negro cada día que pasaba. En la Facultad eran incapaces de suministrarnos instrumentos para afrontar intelectualmente toda esa barahúnda de datos y novedades de tendencia crónica, casi terminal, así que algunos de mis compañeros y yo, los más aplicados y menos bullangeros, decidimos reunirnos por nuestra cuenta para intentar comprender lo incomprensible y quizá encontrar la solución a la ruina, si no era ya demasiado tarde...
Y entonces apareció Sócrates, como un relámpago en la noche. Era profesor de cuarto curso de Teoría de Juegos, habiendo recalado ahí tras rechazar su cátedra en la Facultad de Ciencias Físicas. Al parecer, de repente había perdido todo interés por la composición de la materia en favor de las cuitas de sus compatriotas, a los que le revolvía el estómago ver sufrir. Me abordó en el Polideportivo, tras mis ejercicios matinales. Cruzándose conmigo, me preguntó súbitamente:
-Tú, niñato, ¿sabes dónde puedo encontrar por aquí cartuchos de impresora baratos?
-Eh... Sí, señor, en la tienda de consumibles que está en el sótano, junto a la fotocopiadora.
-¿Y ciudadanos honestos y responsables, sabes dónde puedo encontrarlos?
-No, señor, eso lo cierto es que no...
Después de aquello, esa mañana inolvidable hablamos un buen rato recostados en un árbol del Campus, y al término yo me resolví a invitarle a nuestras citas de filántropos aficionados. Quedamos en una taberna del centro, donde llegó tarde y acompañado de sus propios estudiantes. Sentados en un rincón lejano del ruidoso aparato televisor, libando tímidamente nuestros vasos de vino rebajado con agua, pronto su verbo sencillo pero directo cautivo a mis amigos tanto como había hecho conmigo. El resplandor de la pantalla creaba sombras en la penumbra de la taberna, fenómeno que Sócrates aprovechó para animarnos a cuestionar la realidad de las informaciones vertidas por los medios de comunicación. “Sólo son imágenes –dijo– nunca la verdad: la Verdad yace descuidada más arriba, allende la taberna, y para conocerla debéis desprenderos de las ataduras de estos chismes ridículos, vomitadores de ídolos”. Asombrados, replicamos que al menos podíamos confiar en el programa de Pitágoras, el gurú de las matemáticas que conducía Echando cuentas, el único espacio en que se ponían en solfa las cifras oficiales. Convino con ello, condescendiente, siempre que eso no nos llevase a una sabiduría puramente contable. “Atenas –añadió– no necesita más gafapastas, sino hombres con coraje para encarnar la virtud de la justicia”.
Luego, ya conquistados sin ningún género de reservas, nos enteramos de que Sócrates había participado en la guerra contra los turcos, de que había tenido después problemas políticos graves y de que estaba casado con una mujer chillona y vulgar. También se rumoreaba que escribía los guiones de las películas de Eurípides, el genio cinematográfico nacional. Olvidados de los estudios, pasábamos las tardes escuchándole, embobados, trasportados, o viéndole, sin apenas poder creerlo, discutir con ventaja a los profesores más brillantes de toda la Universidad, a los líderes de opinión, a los ricos y a los famosos ¡Qué hombre!: con su aspecto desastrado, su panza vergonzante, su luenga barba sucia y sus eternas sandalias los dejaba sin habla, enfurecidos, atontados, muertos. Fue un tiempo fascinante para mi, irrepetible, imborrable. Pero la desgracia colectiva seguía su curso: la Acrópolis fue asaltada por radicales, hubo muertes en el Banco de Marfin Stadiou, huelgas salvajes de taxistas, manifestaciones saldadas con numerosos heridos, incendios en las inmediaciones del ágora Syntagma... El partido neo-espartano Amanecer Dorado crecía en las encuestas al mismo ritmo que crecían el paro, el cierre de negocios y las familias sin recursos. Y la tragedia se cebó también con nosotros, hijos afortunados del viejo sistema: Sócrates, procesado por deudas debido a su tren de vida, decidió hacerse el bonzo delante del Parlamento. De nada sirvieron nuestras súplicas, llantos y ofertas de socorro económico. Para él era cuestión de dignidad. Me fue físicamente imposible asistir a la inmolación, que me fue narrada por otros...
¿Qué hacer ahora? Tal vez debería poner tierra de por medio, completar mis abortados estudios en otros lugares, tomar la debida distancia para pensar. A mi vuelta, podría poner en marcha algo, un desafío a los demagogos, un portal de Internet donde no tengan cabida los ídolos de sus periodistas, donde depurar un lenguaje público tan contaminado por adherencias falsas y repugnantes y donde se pueda dialogar libremente en torno a la Justicia desde la Verdad. Si no doy la talla para ser un Sócrates, eso no significa que no pueda ayudar a generar uno, cien, mil nuevos Sócrates que anegarán enteramente Atenas. Me haré conocer por el alias que me puso él aquella mañana de nuestro encuentro, Platón, y mi sitio estará en la red, www.academos.com, sin miedo, con seriedad, con rigor científico: nadie entre aquí que no sepa geometría... fractal.
II- Como indiqué, no estuve presente en el sacrificio público de Sócrates, el hombre más sabio y más íntegro de nuestra época, pero los hechos me fueron relatados de primera mano por Fedón, que sí tuvo el coraje suficiente como para asistir a la trascendental escena de su final pese a su insoportable crudeza, y que me refirió pormenorizadamente sus últimas palabras en los solemnes términos que paso a reconstruir en las siguientes líneas como si de una carta abierta a la humanidad se tratase, tal y como apareció tiempo después en mi portal para oprobio y escarnio del mundo:
“Sr. Juez:
Cúlpese a todo el mundo, sin excepción, de mi muerte. En primer lugar a los atenienses, que me han conducido hasta este extremo, luego al conjunto de los griegos, que han permitido la decadencia de su cultura milenaria, y, por último, al planeta entero, por encajar tan resignadamente las consecuencias de una situación creada por unos pocos. Mis acusadores me persiguen por cargos que implican incuria en mis cuentas particulares por “haber vivido largo tiempo por encima de mis posibilidades”, según dicen, habiendo incurrido en deudas astronómicas que me es imposible saldar ni aunque viviese varias vidas, y yo por mi parte les acuso a ellos, Anito, Meleto y Licón, y por extensión a la especie humana viva, de ignorantes, de estúpidos y de borregos, arrodillados como están ante el dinero, lamiendo como quién dice las botas lustrosas del daimon Mammón. No me interesa en absoluto en este momento crítico acudir a twitters ni a facebooks o youtubes ni, en general, llamar la atención sobre mi caso haciendo lastimosas payasadas en los medios de formación de masas o en las, así llamadas, redes sociales: lo que tengo que decir en mi defensa está implícito en mi modo de vida, y los que me conocéis lo sabéis perfectamente. Atenienses, mi decisión es firme. Ya no tengo edad para huelgas de hambre, tampoco pienso huir vergonzosamente de mi patria hacia cualquier parte y no aceptaré generosos regalos o préstamos de última hora de aquellos que tuvieron a bien seguirme en mi camino y compartir conmigo enseñanzas y descubrimientos. La cárcel, por otro lado, me parece un destino francamente ridículo para alguien a quien debíais escuchar y tener siempre a vuestro lado, y si merezco algún castigo por mi conducta, este sólo podría ser, si acaso, la presidencia vitalicia del país. Sería un duro castigo para mí, en efecto, atenienses, no os escandalicéis, pero como entiendo que a vosotros, asalariados de esta república de gusanos, os parecería el más alto beneficio concebible, encaro ahora mismo la muerte voluntaria por la virtud purificadora del fuego, y caiga sobre vuestras conciencias este crimen colectivo que perpetráis sobre mi cuerpo.
Recuerdo que fue mi amigo el periodista Querofonte de La voz de Delfos quien primero me hizo llegar la noticia de que, según las encuestas, yo era el hombre más “indignado” de toda la Hélade. Ignoro qué sea ser un “indignado”, yo no finjo una falsa virtud desde la cual las injusticias me resulten totalmente ajenas, monstruosas, incomprensibles. Los hombres somos injustos la mayor parte de las veces, desgraciadamente, y todos los sermones de la Tierra sólo podrían mitigar mínimamente esta amarga verdad. Pero, ¡oh, atenienses!, una cosa es eso y otra admitir como conciudadanos nuestros a unos seres que se valen de tales injusticias ...

Índice

  1. Breve prefacio: cuidar del mundo, expandir el ser…
  2. La secularización/naturalización de la ciencia
  3. ¡¡Google no tiene ni idea!! (la Sabiduría y la Vida, hoy)
  4. ¿Y si el mundo (no) fuera una simulación?
  5. Coronavirus global y darwinismo amañado
  6. En el 250 aniversario del nacimiento de Hegel y Hölderlin...
  7. De Auschwitz como reducción al absurdo
  8. El malentendido del “Realismo Especulativo” o “Nuevo Realismo”
  9. Paul Valéry y T.S. Eliot: el paso del Tiempo a juicio…
  10. Observaciones llanas sobre el primer Heidegger
  11. ¿Qué es “Post-modernidad”?
  12. (Auto)Apocalypse Now
  13. Querido mundo tonto…
  14. “The Matrix” veinte años después
  15. La Inteligencia Artificial y el Mago de Oz
  16. Una, dos, tres… ¡mil Gretas Thunberg!
  17. Tecnociencia: ¿el Séptimo de Caballería?
  18. Disertación en torno a una (no)interpretación de los sueños
  19. Dolce Essere Niente…
  20. Chomsky nonagenario
  21. El Trashumanismo y Hannah Arendt
  22. Jürgen Habermas, la gran esperanza blanca
  23. Migas (milonga semi-culta)
  24. La verdadera cuestión de los “bebes a la carta”
  25. Anti el “Anti-natalismo”
  26. La “foto” del agujero negro o viviendo en el Supercúmulo de Virgo
  27. Sub specie cotidianitatis
  28. El modelo computacional o el fin de la aventura
  29. Ludwig Wittgenstein: un hombre de verdad…
  30. El ocaso de la virtud
  31. O Conocer o Ser
  32. El animal introvertido (psicosis ultrarreal)
  33. Mecanicismo canalla
  34. “Room” o “lo contrario” del Mito de la Caverna
  35. Dios sin Dios (Spinoza y Leibniz)
  36. In a Million of Years….
  37. Tarkovsky: derrelictos…
  38. Relatividad General y Principio Antrópico
  39. Calidad de Muerte
  40. Ígor Strawinsky (y lo) inteligible
  41. El discurso del metomentodo
  42. Lejos de la ciudad: Escenografía de “Así Habló Zaratustra”
  43. Del Psicoanálisis como cárcel mental
  44. “Aunque el alcohol eléctrico del rayo…”
  45. Buenas noticias para los cetáceos
  46. ¿Por qué no Platón en el s. XXI? –una fábula filosófico/política
  47. Fractal
  48. Aristóteles y la “embarazosa cuestión”
  49. De la normalidad sentida como tiranía
  50. Vattimo ahora nihilista
  51. Less is bore: una posible lección filosófica de la cuarentena
  52. 2.500 años de la gesta de los 300 (espartiatas)
  53. La Filosofía o el Espejo de la Teología
  54. “Mr. Turner”, o cuando el mundo era todavía hermoso....
  55. De las izquierdas contra las derechas como guerras de religión
  56. Antonio Escohotado y/o las drogas equivocadas…
  57. “Sopinstant” de selenitas y la teoría de la Panespermia
  58. El Infinito... ¿Y quién es ese mozo?
  59. Cien años del Tractatus Lógico-Philosóphicus
  60. La conspiración de los buenos alumnos (o “La educación necesaria”)
  61. Stat Rosa Pristina Nomine: ¿Qué es una “Idea” platónica?
  62. Ignoramus et ignorabimus: ¿Para qué sirve el “noúmeno” de Kant?
  63. V de Vendetta, The Road y el último reducto de la libertad humana
  64. Tal vez una ambigüedad en el pensamiento de Marx...
  65. Amartya Sen y la ciencia jovial
  66. Abismos clavados en abismos…
  67. Apoteosis medieval
  68. Decálogo escéptico contra los filósofos
  69. Una “dictadura sin lágrimas”: Zamiátin y la transparencia
  70. Escatología metafísica (o metafísica escatológica)