Poderosos
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Entre la justicia y la política

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Entre la justicia y la política

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"En este texto fundamental de Lucía Salinas y de Lourdes Marchese se develan los más asombrosos vericuetos, a veces tenebrosos, que determinan la dirección de la distribución de justicia. Cada nombre analizado es una historia que ha impactado en el destino de todos: María Romilda Servini de Cubría, Claudio Bonadio, Hernán Bernasconi, Gabriel Cavallo, Eduardo Freiler, Norberto Oyarbide, Raúl Zaffaroni, Juan José Galeano o Rodolfo Canicoba Corral, entre otros. Este libro es historia contemporánea, es una radiografía de corrupciones y de algunos heroísmos. Es un documento insoslayable. Es la verificación de que las manos limpias son un privilegio de pocos. Es la constatación de que en Comodoro Py se yergue una clave esencial para entender por qué nos sucede todo lo que nos sucede. Porque Comodoro Py es el poder, y el poder es Comodoro Py" (Miguel Wiñazki).

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Información

RODOLFO CANICOBA CORRAL: EL JUEZ DEL MATAFUEGO
Era la tarde de un caluroso viernes de diciembre de 1995. Se acercaban las fiestas y los empleados judiciales que se encontraban en los tribunales de Retiro decidieron celebrar la previa de la Navidad en los pasillos del quinto piso. Sacaron mesas de los juzgados, compraron pizzas y bebidas y pusieron música para convertir la reunión en una verdadera fiesta. Del encuentro participaron más de cien personas, entre los que se encontraban jueces y secretarios. Pero algunos decidieron no participar, como por ejemplo Norberto Oyarbide, que no tenía relación con sus pares.
Con el pasar de las horas, la algarabía era total. Muchos de los presentes habían bebido por demás; gritaban y saltaban al ritmo de la música y hasta se animaron a armar un trencito. Alguien recuerda que, atraído por el sonido, junto con un compañero decidió subir y se encontró con tres mesas con todo tirado, botellas de champán derramadas. El juez Jorge Ballestero saltaba arriba de un sillón y alguien le arrojaba un pedazo de pan en la cabeza al juez Carlos Liporaci. En un momento de la noche, alertado por el bullicio, Alfredo Bisordi, el entonces presidente de la Cámara de Casación, se hizo presente en el lugar para terminar con el desorden. Pasados de copas, los presentes comenzaron a gritar: “El que no salta es un botón”, lo que enardeció a Bisordi, que empezó a hacer una lista de los presentes y les exigió a los policías que lo acompañaban que los pusieran contra la pared y los detuvieran por disturbios.
Totalmente alterado, el juez Rodolfo Canicoba Corral agarró un matafuego y comenzó a gritar: “Vení, gordo puto, te voy a cagar a trompadas, andá a cuidar a tu hermana que hace calle”. Así lo recuerdan varios de los asistentes, incluidos fiscales y altos funcionarios judiciales. Muchos empezaron a huir. Fue tal el lío que se armó que tuvieron que separarlos para que la situación no pasara a mayores. Mientras Bisordi decía que le iniciaría una querella al juez, este manifestaba que la actuación del presidente de Casación había sido “fascista, digna del proceso militar”. En conclusión, terminaron sancionados con una multa equivalente al 33 por ciento de sus salarios Canicoba Corral y sus colegas Jorge Ballestero, Carlos Liporaci, Gabriel Cavallo, Adolfo Bagnasco, Jorge Urso, Juan Galeano, Gustavo Literas, Claudio Bonadio y Carlos Branca.
No era la primera vez que Canicoba Corral reaccionaba de esa manera. Una noche de jueves había salido con otros colegas, como de costumbre, a cenar a un restaurante. Al abandonar el sitio vio que un auto estacionado delante del suyo le obstruía el paso. La reacción fue todo un espectáculo. Canicoba agarró su maletín y empezó a golpear el capó del rodado con el conductor aún dentro, quien, sorprendido por la situación, no estaba dispuesta abandonar su asiento. Los gritos llamaron la atención. El entonces magistrado no escatimó insultos: “Forro, pelotudo, bajá del auto”, fueron solo el prólogo. Otra anécdota que muchos aún recuerdan en Comodoro Py.
La historia de Rodolfo Canicoba Corral, que ocupó un despacho durante veintisiete años, se remonta a principios de la década del 90. Había comenzado a trabajar en los 80 en un juzgado, pero luego decidió seguir la profesión liberal, algo que no le duró mucho. “Era un oscuro abogado del oeste del gran Buenos Aires”, lo describen excolegas. Un típico letrado con aceitadas relaciones con las comisarías, lo que le permitía desarrollarse básicamente en casos de inseguridad. Por aquella época se trasladaba de juzgado en juzgado por el partido de San Martín para seguir las causas de sus clientes en un Taunus o en moto (era amante del motocross).
Carismático y talentoso (así lo describen), supo tejer una red de relaciones personales y políticas especialmente al calor del peronismo de la provincia de Buenos Aires. Durante unas vacaciones conoció a Elías Jassán, que trabajaba para el gobierno de Carlos Menem y con quien estrechó un vínculo. Así terminó como asesor en el Ministerio de Justicia en 1992. Desde ese lugar de poder comenzó a ubicar conocidos suyos en la justicia, varios de ellos como fiscales en el fuero federal y de instrucción. Hay quienes aseguran que fue determinante para la designación de Sergio Torres, titular del juzgado federal número 12 hasta que renunció para integrar la Suprema Corte bonaerense en mayo de 2019. Esa relación tuvo, sin mayores explicaciones, un quiebre y quedó circunscripta a un trato cordial. “No se pelearon, pero cada uno fue por su lado”, asegura personal del juzgado.
En los comienzos de su carrera ocupó un cargo como juez de menores, pero el 16 de junio de 1993, luego de que el entonces titular del Juzgado Federal N° 6 Miguel Guillermo Pons pasara a integrar un Tribunal Oral, Canicoba Corral fue designado por Carlos Menem para reemplazarlo, tras obtener el acuerdo del Senado en una época en la que no existía el Consejo de la Magistratura, encargado en la actualidad de los concursos para la confección de las ternas que después son derivadas al Poder Ejecutivo.
No se destacaba por su puntualidad en los tribunales. Solía llegar después de media mañana, vestido de trajes blancos o azules combinados, aunque si estaba trabajando con alguna causa compleja llamaba por teléfono a sus secretarios a las 7:30 para dar las órdenes correspondientes. Si por casualidad no estaban en ese horario en sus despachos, los regañaba (las transcripciones de aquellas conversaciones en realidad están cargadas de algún que otro improperio). Se manejaba con las causas que le importaban y sabía que podían llegar a tener alguna repercusión. El timing político era lo suyo. Aún lo definen como el “típico peronista de los viejos, muy componedor”, y aseguran que no le gustaba perseguir ni meter preso a los políticos. Su lema era: “hay que garantizar la gobernabilidad”, recuerda alguien que trabajó en tribunales.
Cuando arribaba, siempre acompañado por sus custodios, estacionaba la camioneta sobre la vereda (los tribunales aún funcionaban en la calle Tucumán), aunque eso impidiera el paso de los transeúntes. Cuando los despachos se mudaron a Comodoro Py, no modificó mucho su rutina. Lo primero que hacía era citar a sus secretarios en su despacho ubicado en el tercer piso del edificio de Retiro. Aquel espacio amplio, que aún conserva su placa, era un reflejo de sus pasiones. En su amplio escritorio de diseño antiguo y madera oscura, tenía retratos de su familia, de sus hijos y algunos con jueces amigos, así como fotos suyas en moto, su gran pasión, y alguna que otra esquiando. Detrás de su sillón negro, una bandera argentina y un par de cuadros completaban la decoración. Se observaban algunos certificados de cursos y también una gran caricatura de una persona entregando una bomba, una metáfora de la causa más caliente que le había tocado: la investigación del atentado a la sede de la AMIA. Hincha fanático de Racing Club, no faltaban referencias a su equipo. Siempre les contaba a sus empleados que, en su juventud, había sido un defensor férreo. También tenía una platea en el club, donde, cada vez que podía, concurría a alentar a su equipo. En algún momento pasó por su cabeza integrar el tribunal de disciplina de la sede deportiva, pero después de hablar con la comisión directiva decidió no participar.
Era un hombre con mucho humor, muy seductor a la hora de hablar. “Siempre estaba un paso adelante”, detalla una persona que trabajó con él, veía todas las jugadas antes y tenía una mirada integral. “Rodi”, como lo conocen, usaba un audífono por un problema auditivo que se agudizó con el tiempo. Muchas veces aquel pequeño aparato le acoplaba y hacía un ruido insoportable en medio de las reuniones. Y cuando se perdía en alguna conversación o sabía que había hecho algo mal, decía que el audífono no le funcionaba bien. Nunca reconocía un error porque no le gustaba perder a nada. “Si no la ganaba, la empataba”, reflexiona un empleado con muchos años en el juzgado. Con sus secretarios tenía un trato bastante familiar. A veces les tiraba indirectas o les hacía burlas sin llegar a faltarles el respeto, pero cuando se enojaba no pasaba desapercibido, se empezaba a mover en su sillón como quien no tolera estar sentado y refunfuñaba. Todo su lenguaje corporal expresaba su malestar, y no faltaba cada tanto alguna que otra puteada. Todo transcurría en su despacho, ahí pedía el parte diario de cada expediente y, aunque les pedía opinión, nunca les daba la razón. Se recostaba en su sillón forrado en cuero negro haciendo muecas. Primero los escuchaba y luego les indicaba qué hacer.
Siempre llevaba con él un anotador en el que escribía las preguntas para formularle al personal y en un calendario de escritorio anotaba cada causa por nombre y alguna referencia. Usaba pluma, tenía varias en su haber, y tinta negra. Cuando algo era muy complejo o quería que se redactase de determinada forma porque sabía que iba a ser visto y porque deseaba que quedara clara su opinión respecto de algún tema, agarraba un puñado de hojas y, luego de mojar la pluma en aquel líquido oscuro, él mismo se ponía a escribir delante de sus secretarios. Hay quienes dicen que manejaba su juzgado como un feudo y que, como le interesaba la política, lo utilizaba como un trampolín. Lo cierto es que supo acomodarse a cada gobierno de turno.
Poco tiempo permanecía en el juzgado. Reuniones, encuentros, almuerzos, mesas políticas, todo eso también era parte de su jornada laboral. Recorría los pasillos de Comodoro Py con su característica sonrisa. Consciente de la prohibición de fumar por cuestiones de salud, cerca del mediodía se iba al juzgado de Ariel Lijo. Ahí podía inhalar y exhalar todo el humo que quisiera, y sin recibir ninguna recriminación. La hora del almuerzo también se respetaba. Solía comer en algunos restaurantes de Puerto Madero y, si surgía alguna urgencia, le pedía al personal que le acercaran ahí los escritos que debía firmar. Quienes lo conocieron durante todos esos años aún sostienen lo mismo: “Siempre estaba, aun sin estar. Y no llamaba a su personal al celular, sino a los teléfonos de los despachos, para corroborar que estuvieran ahí”. Con los años, su carisma y su simpatía fueron dando paso a un tipo más áspero e irritable, algo que se reflejó en el trato con sus pares y con su equipo de trabajo.
Adepto a los buenos festejos, cada fin de año organizaba dos brindis: uno puertas adentro y otro que se postulaba como una ostentación de poder. al primero invitaba a todo su equipo de trabajo; al segundo, solamente a sus pares y a ciertos personajes que eran conocidos por operar tras las sombras, por ser un puente con la política: Javier Fernández y Daniel Angelici, el Tano. En la celebración con los integrantes de su juzgado solía reservar mesa en algún vip, pero no se hacía cargo de la totalidad de lo consumido, pagaba la mayoría y la diferencia se repartía entre el personal. Este festejo no lo privaba de realizar una celebración más íntima en su despacho. Ese lugar era el epicentro de sus cumpleaños. “Amaba que lo agasajaran”, relata en el presente un antiguo empleado del juzgado federal 6. Para ese suceso que ocurría cada 29 de julio, los empleados le entregaban ritualmente, siempre en su despacho, un buen regalo, que se solventaba en gran parte con la contribución de sus secretarios. Hay quienes recuerdan su septuagésimo cumpleaños, cuando él mismo se encargó de agasajarse. No escatimó ni en la lista de invitados ni en la megafiesta.
Dentro de los tribunales, con su estilo, supo inspirar liderazgo. En sus comienzos, tenía muy buena relación con los entonces jueces del fuero Jorge Urso, Adolfo Bagnasco y Gustavo Literas, de quienes aprendió el arte de dialogar con todos los colegas para crear un bloque de contención. Cada vez que podía visitaba a los colegas y dialogaba con ellos. Además, siempre mantuvo una gran relación con Javier Fernández, integrante de la Auditoría General de la Nación y reconocido operador judicial. Los unía una relación con el exespía Jaime Stiuso, con quien trabajó muchos años en la investigación del atentado de la AMIA, pero ese vínculo tuvo, también sin mayores explicaciones, un marcado distanciamiento. Se jactaba de ello. Supo entablar una gran amistad con el abogado del exespía Santiago Blanco Bermúdez, con quien se conocen desde los 90 y que siempre tuvo la puerta abierta del juzgado como si fuera un integrante más.
Usar el juzgado para construir vínculos con la política fue una de sus características. Algunos aseguran que no faltaron lazos con el empresario Alfredo Yabrán, como supieron tener muchos otros jueces y fiscales de la época. Esa relación le permitió tender puentes con Aldo Elías, dueño del Hotel Presidente, por entonces sede de eventos épicos que tenían como protagonistas a muchos integrantes de Comodoro Py.
Otra persona con la que compartió mucho fue Guillermo Scarcella, que había recalado en el juzgado del por entonces juez Carlos Branca. Se terminaron haciendo inseparables porque eran pareja en los torneos de truco organizados por el hermano del juez Ariel Lijo en el que participaban jueces, fiscales, empresarios y políticos y que tiempo después, a causa de sus muchos triunfos, pasó a denominarse la Rodi Cup. Se jugaba por dinero y los poderosos disfrutaban mientras bebían whisky y fumaban habanos. Según cuenta Tato Young en El libro negro de la justicia, “a las Rodi Cup llegaba con su última moto de alta cilindrada, envuelto en una campera de cuero que escondía el paso de los años, con un elegante pañuelo en el cuello”. No bien se sentaba en la mesa “comenzaba a irradiar todo su encanto: repartía habanos, sonreía y fascinaba a todos con sus relatos de noches eternas que lo convertían a él, siempre, en un héroe incansable, cargado de suerte y furiosa bonanza”. Esa suerte cambió en 2010, cuando los ganadores fueron el fiscal Guillermo Marijuan y su compañero. También cuentan que no era extraño que, en esas reuniones, apareciera Daniel Scioli, quien luego nombraría a Scarcella, el coéquipier de Canicoba, como funcionario en la provincia.
Pero el dúo Canicoba y Scarcella no se limitaba al truco, ambos disfrutaban de otros eventos sociales, como por ejemplo las cenas en El Paraíso, en la Costanera. Bajo el paraguas de esa amistad conoció a quien terminaría siendo su esposa. Según una nota publicada por La Nación, Canicoba Corral, Scarcella y su entonces mujer, Patricia Harguindeguy, visitaban los fines de semana a Viviana Tejada, que trabajaba con el juez. Todos disfrutaban de la pileta de su edificio en el barrio de Belgrano. Por entonces aún no eran pareja. De hecho dicen que un fiscal se la había presentado un tiempo antes, para que trabajara en su despacho. Al poco tiempo iniciaron una relación amorosa que mantenían en secreto. En una ocasión, un empleado del juzgado destacó entre sus compañeros sus atributos femeninos, algo que llegó a los oídos del juez y devino en un exultante reto. Nadie entendió demasiado aquella escena, pero cuatro meses después todo quedó más que claro: Canicoba blanqueó su noviazgo con Viviana y tiempo después llegó la boda.
No todo fue color de rosas para el magistrado, pese a su esfuerzo componedor. En 1996 el entonces ministro Domingo Cavallo denunció que Carlos Corach había escrito en una servilleta los nombres de los jueces federales que respondían a los deseos del gobierno de Carlos Menem. Entre ellos se encontraba el de Rodolfo Canicoba Corral. Un año más tarde, el magistrado condenó a Cavallo a cuatro meses de prisión en suspenso por injuriar al extitular de la Aduana Jorge Jolom. Tiempo más tarde, en el 2004, el exgobernador Sergio Acevedo, que estaba al frente de la SIDE, lo mencionó durante una entrevista al hablar de aquellos jueces de la servilleta y los calificó como “jueces detestables”. Inmediatamente el magistrado lo demandó al considerar que el término utilizado para descalificarlo “violaba su honorabilidad, desprestigiaba su carrera y le ocasionaba un grave daño moral”. Años más tarde la Corte Suprema de Justicia confirmó la condena, por lo que el exfuncionario tuvo que pagarle una indemnización por haber ofendido su buen nombre.
Los movimientos internos de Comodoro Py lo llevaron a tener en sus manos expedientes de alto voltaje. Estuvo a cargo de la investigación de las coimas del Senado luego de que Gabriel Cavallo, juez a cargo hasta ese momento, fuera ascendido a camarista. Permaneció en carácter de subrogante hasta octubre de 2004, cuando Daniel Rafecas juró como titular del juzgado federal 3, donde estaba radicada la causa más caliente para el gobierno de Fernando de la Rúa. Según se relata en el libro Los arrepentidos, en ese año ocurrió de todo en el expediente. Después de todas las indagatorias y ampliaciones de Mario Pontaquarto, que además aportó documentación, el magistrado —el 23 enero de 2004— procesó al exsecretario parlamentario como partícipe necesario de cohecho, a Fernando de Santibañes, extitular de la SIDE, como autor de cohecho y a los exsenadores José Genoud de la UCR y Emilio Cantarero del PJ como autores de cohecho pasivo, mientras se comenzaba a investigar la responsabilidad del expresidente de la Alianza.
También ordenó en agosto de 2003 la detención de María Julia Alsogaray al procesarla en un expediente por defraudación al Estado y malversación de caudales durante su gestión como secretaria de Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable del gobierno de Carlos Menem. La acusaba de haber gastado dos millones de pesos en refacciones de una oficina, de haber beneficiado a empresas amigas y de pago de sobreprecios.
Asimismo, en diciembre de 2003 la Cámara Federal apartó a Juan José Galeano de la investigación de la causa AMIA. Canicoba Corral quedó a cargo del expediente y tres años más tarde ordenó la captura internacional de los siete imputados iraníes, tras un pedido del fiscal Alberto Nisman, al tiempo que lo declaró crimen de lesa humanidad. Siguió instruyendo la investigación hasta el día en que abandonó el juzgado. Investigar el atentado lo mantenía en contacto directo con el poder de turno y los servicios de inteligencia, lo que le permitía seguir sumando poder. Las denuncias en su contra trazan una relación directa entre ese escenario prácticamente causal y su estilo de vida, algo que terminó plasmado en sendas denuncias por presunto enriquecimiento ilícito.
Hubo tres fuertes cuestionamientos a cómo procedió el juez en causas vinculadas al poder político/empresarial, pero lo que le representó un quiebre fue otro expediente, uno en el que el denunciado era él mismo por no poder justificar su crecimiento patrimonial.
En 1999, el juzgado a su cargo investigaba una denuncia de la embajada de México según la cual el poderoso cartel de Juárez habría ingresado dinero en el circuito financiero argentino por medio del Bank of América, que giró las divisas a través del Citibank al MABank de las Islas Caimán, desde donde fueron enviadas al banco y financiera Mercado Abierto, manejado por Aldo Ducler, a partir de lo que se compraron propiedades por un valor de 10 millones de dólares. En el marco de ese expediente, el magistrado ordenó embargos, entre ellos el de un campo cerca de Bahía Blanca, donde designó a un amigo suyo como administrador, bajo el argumento de que no le convenía a nadie que no se explotara. Tiempo después la Cámara Federal lo apartó tras descubrir malos manejos en la administración de los campos tutelados por la Justicia.
Catorce años después, Canicoba Corral recibió una denuncia contra los directivos de Aeropuertos Argentina 2000 por presunta defraudación a la administración pública a través de supuestos pagos de la Corporación América Sudamericana en base a un esquema de “operaciones simuladas” a otras sociedades del grupo con sede en Panamá por USD1.100.000. Se trataba del holding que le había dado entre 2009 y 2013 a su mujer Viviana Tejada la concesión para el envoltorio de valijas en los aeropuertos, con una firma que después pasaría a Guillermo Scarcella, su amigo. Pese al pedido de la fiscal Paloma Ochoa para que la causa pasara al fuero penal económico, el juez sobreseyó a Eduardo Eurnekian y otros directivos en dos ocasiones, ambas revocadas por la Cámara Federal, que finalmente las envió al otro fuero.
El otro expediente fue el que tenía en la mira al empresario Cristóbal López y el control online que hacía Lotería Nacional de las máquinas tragamonedas instaladas en el Hipódromo de Palermo y en los buques Princesa y Estrella de la fortuna, ambos amarrados en Puerto Madero. La denuncia por irregularidades había sido presentada por legisladores de la coalición cívica tras una emisión de La cornisa, programa conducido por Luis Majul. El magistrado archivó el expediente en la misma semana en que el Consejo de la Magistratura aprobó el concurso de su hijo Emiliano para juez de San Martín. Todo muy oportuno.
También se rodeaba de magnates empresarios. Por entonces el exjuez pero siempre amigo de él Jorge Urso le presentó a los Werthein. Con ellos entabló una gran relación, especialmente con uno de los hermanos del clan, Gerardo.
Durante uno de esos eventos a los que solía concurrir, su esposa quedó enamorada de la casa del anfitrión y así fue como decidieron comprarla (dicen que fue un obsequio). La propiedad estaba a nombre de la aseguradora La Caja. La venta se produjo el 15 de noviembre de 2010 con un préstamo otorgado por la misma empresa a través de una hipoteca de 290 mil dólares. Cada vez que llegaba a su casa, los vecinos del barrio no podían pasar ni estacionar porque la custodia cortaba todas las calles hasta que él entrara.
Se trata de una mansión de 1.214 m² que abarca tres direcciones (1643, 1651 y 1661) de la calle Monasterio, según se desprende de los registros catastrales. La tasación habla de un valor de un millón doscientos cincuenta mil dólares. Según la declaración jurada del magistrado, el 80 % estaba a nombre de su mu...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Legales
  4. Prólogo
  5. Hernán Bernasconi: el juez del monasterio
  6. Claudio Bonadio: el juez de la embajada
  7. Rodolfo Canicoba Corral: el juez del matafuego
  8. Gabriel Cavallo: el juez de los doce monos
  9. Eduardo Freiler: el juez de la política
  10. Juan José Galeano: el juez del atentado
  11. Carlos Liporaci: el juez comisario
  12. Norberto Oyarbide: el juez del champán
  13. María Servini: la jueza de las lechuzas
  14. Guillermo Tiscornia: el juez “mudo”
  15. Francisco Trovato: el juez del placar
  16. Jorge Urso: el juez de las corbatas
  17. Raúl Eugenio Zaffaroni: el juez de las bibliotecas
  18. Epílogo
  19. Bibliografía
  20. Agradecimientos