Las rosas de la tarde
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Las rosas de la tarde

  1. 294 páginas
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Información del libro

«Las rosas de la tarde» (1901) es una novela de José María Vargas Vila. Hugo es un escritor y diplomático en Roma que traba amistad con una dama de la nobleza de la ciudad, la condesa Adaljisa de Larti, una mujer casada. Durante sus largas conversaciones acerca del amor y la amistad nace un fuerte sentimiento mutuo que no podrán ignorar.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726680508
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

LAS ROSAS DE LA TARDE...

el valle pensativo dormido en la penumbra...

Era la hora del Tramonto;
sobre las cumbres lejanas, la gran luz tardía alzaba mirajes de oro, en la pompa triste de una perspectiva desmesurada...
toda una floración áurea y rosa, de flores de quimera, se abría sobre el perfil luctuoso de los montes;
sobre las crestas lejanas del Soratte, en las cumbres de las Sabinas, sobre el Lucretilus, de Horacio, aquella luz difusa y purpúrea hacía reventar rosas mágicas, rosas de fuego, que iluminaban de un resplandor feérico, la calma somnolienta, la quietud augusta de la campiña romana...
los montes Albanos, la cima del Cova, la silueta del Testaccio, se borraban en la perspectiva brumosa, en el confín ilimitado de la llanura; brumas espesas, como preñadas de miasmas, se inclinaban sobre la desolada quietud del Agro Romano, diseñándose en el confín lívido de la sombra, como las formas dolorosas de la enfermedad y de la muerte;
el Tíber, amarillo, silencioso, fiabus Tiberis del Poeta, ceñía, como un anillo de oro, la Ciudad Eterna;
las siete colinas desaparecían en la perspectiva, y el sol poniente hacía salir de la sombra, iluminándola, hiriéndola como un rayo, la cúpula de San Pedro, cuya mole gris con tonos áureos, semejaba el huevo gigantesco de un pájaro mitológico, caído de los cielos;
cerca a ella, la arquitectura irregular del Vaticano alzaba la mole de sus construcciones aglomeradas, y más lejos, las verdes perspectivas de los jardines ilimitados, donde la forma blanca y augusta del Pontífice nonagenario vagaba como un sueño de Restauración, nostálgico de Poder, rebelde a morir, en espera de la hora roja, la hora trágica, en que un cataclismo formidable, conmoviendo los cimientos del mundo político, viniera a poner sobre su frente de Apóstol la corona sangrienta de los reyes...
y, allá, al frente, bajo un amás de nubes cárdenas, que se extendían y se esfumaban como flámulas de un combate, la colina enemiga, el Quirinal, diseñaba la mole pesada del Palacio Real, en cuyos muros, un rey generoso y guerrero, hecho para la leyenda caballeresca y épica, languidecía en el papel monótono de un Jefe de plebe confusa y exigente, entre los artificios de una burocracia insaciable y las tormentas de un Parlamento insumiso, anhelante, con el oído atento, como si aguardara cerca a su caballo de guerra enjaezado, el toque de clarín para volar al combate, a defender la patria, con el grito de guerra en los labios y el escudo en las manos; mientras la Soberana, extraña flor de Belleza y de Piedad, suave y triste, en el crepúsculo opulento de su hermosura legendaria, pasaba coronada de perlas, como una visión blonda y radiosa, como el perfume y el encanto, el sueño y la Poesía de un pueblo de Artistas y Poetas;
y, sobre esas dos cimas, una mole brillante y cegadora hacía mirajes de transfiguración en el Giannicolo: el Monumento de Garibaldi, la estatua ecuestre del gran guerrero, con la mano extendida sobre la ciudad, como para empuñarla, protegerla, y repetir su juramento formidable: Roma o Morte;
en la nueva encarnación de bronce luminoso, parece que sueña el héroe en la eternidad de su conquista...
en la penumbra rumorosa, en un seno de sombra de la llanura adormecida, el Villino Augusto, se envolvía en una como caricia de verdura, alzándose como una gran flor blanca, en el fondo triste de la llanura hecha silente;
en la calma infinita de la tarde, sobre la pradera verde, como una esmeralda cóncava, a la cual los montes de la Sabina le formaban uno como borde ideal de valvo desgarrado, la luna vertía su luz, como en el cáliz profundo de una gran flor mortuoria;
cual un lampadóforo eléctrico, iluminado de súbito, las estrellas aparecían en el esplendor profundo de los cielos luminosos;
la púrpura y el oro, en una profusión portentosa de cuadro veneciano, habían decorado el horizonte de un último fulgor, y habían desaparecido en la esfumación lenta y dolorosa de un adiós;
el último rayo blanco de la tarde, se deslizaba en la penumbra densa de los bosques, sobre los pinos negros del Monte Mario, como una alga muerta, sobre la onda obscura de una laguna sombría;
había en la selva sopor de somnolencia;
y, la tierra gemía en aquel celibato de la luz;
blonda y sonriente como una visión de Gloria, en el esplendor extraño de su belleza opulenta, la condesa de Larti, veía morir la tarde, con una piedad fraternal y triste, con una noble melancolía, llena de pensamientos severos;
resplandecía en la sombra su belleza soberbia, pomposa y magnífica, como una selva lujuriante a la luz de un crepúsculo de Otoño;
y, en la luz difusa, amortecida, en el corredor silencioso, cerca a la enredadera de jazmines que la había protegido de los últimos rayos solares, reclinada en un sillón, la mano puesta sobre la última página del libro, y el pensamiento vagando en torno a la última frase del autor amado, su hermosura irradiaba con una extraña auréola, que hacía como blanquear la tiniebla que acariciaba su silueta soñadora;
los bucles de sus cabellos blondos, caían sobre su frente, como estrellándola de un aluvión de crisólitos abiertos, en una irradiación astral; flores de la enredadera cercana, caídas sobre su cabeza hierática, formaban uno como anademo de zafiros, en torno a su faz imponente y seria, como un anaglifo lidio;
una como avalancha de rosas del Tirreno y de jazmines del Cabo, había venido hasta sus pies y hasta su veste, y subían sobre su seno florido, como aspirando a besarla sobre los labios;
en su boca grande y sensual, vagaba el último resplandor de una sonrisa extraña, como arrancada en mudo coloquio con las páginas del libro, y una luz de pasión intensa tenían sus ojos, indescifrables, en su color transparente de ágata;
en la onda crepuscular expiraban los sonidos, en un descenso rítmico, en una moribunda sinfonía vesperal, y, la voz de la condesa, interrumpiendo el silencio, sonó lenta y grave, en la melopea de esa tarde moribunda:
—Vuestro libro es desolador y triste, ¡pobre amigo mío! es una flor de dolor; su cólera es hecha de ternuras; esa energía es hecha de caídas; esa amargura es hecha de la última gota de los panales extintos.
Hugo Vial, a quien eran dirigidas esas palabras, y que en un sillón cercano contemplaba a la condesa, con una persistencia ávida, como hambriento de esa belleza pomposa y melancólica, que tenía para él la poesía y el encanto de la última rosa que muere en un jardín abandonado cuando el invierno llega, alzó el mentón soberbio de su faz voluntariosa y grave, y miró a su interlocutriz, con la tenacidad voluptuosa de un beso enamorado.
—¿Lo creéis?
—Sí, es un libro blasfemo, y la blasfemia es la plegaria de los que no pueden orar; esa fortaleza es hecha del dolor de las debilidades irremediables; esa dureza, es formada como las rocas, de restos de un cataclismo; esa frialdad es hecha de cenizas, como la lava petrificada del volcán; esa negación del amor, es la confesión del amor mismo; esa impotencia de amar, es el castigo de haber amado mucho; no se llega a esa insensibilidad, sino después de haber agotado todos los espasmos del sentimiento; el diamante negro de ese Odio no se halla, sino después de haber trepado las últimas cimas de la pasión, donde los diamantes blancos del Amor arrojaron sus luces moribundas; esa afonía es causada por el grito desolador de todas las angustias: ¡ay, amigo mío! la ceniza atestigua el poder de la llama, no la niega...
Hugo Vial, no tenía ningún deseo de discutir las teorías de su libro con su bella amiga, y menos de engolfarse en la psicología escabrosa de su pasado, y en el génesis doloroso de aquella obra suya, que había sido obra de Escándalo, porque era obra de Verdad, y con una voz velada, fuerte, y acariciadora, como el ruido de las aguas en la soledad, murmuró:
—¿Quién cerca de vos, amiga mía, podrá defender las paradojas de ese libro? en presencia de una mujer así, se siente el Amor, no se discute, ¡se llega tarde a él, pero se llega! ¡Oh, vosotras las vengadoras!—dijo, y una sonrisa triste y fría, que desmentía la caricia de sus frases, vagó por su boca elocuente y sensual, por sus labios hechos para nido del apóstrofe, salientes, como una peña donde se posan las águilas, como la roca de donde se precipita un torrente: en aquella boca esquiliana, moraba la elocuencia, como el cóndor en su nido, como la tempestad en el seno de la nube;
la condesa, como si no hubiese oído la confesión apasionada de su amigo, o cual si quisiese eludir una respuesta, continuó como hablando consigo misma:
—¡Cuánta razón tiene María Deraismais, cuando dice: el hombre, asesina a la mujer porque le resiste; o la desprecia, porque cede; tal es el dilema en que se nos coloca a las mujeres en ese drama doloroso del Amor!
—Eso prueba—dijo él, con una crueldad inadvertida—, que el amor es un espasmo que se agita entre el Pecado y el Hastío, la Esperanza y el Olvido;
la condesa se hizo roja, como el reflejo de una llama sobre una lámina de acero, y clavando en él, la mirada de sus ojos hechos opacos y glaucos, pareció interrogarle, con el acento amargo de un reproche:
—Condesa—dijo él, comprendiendo la dolorosa brutalidad de su expresión—, sólo he querido decir que, en el Amor, cada celaje es una ilusión, cada flor una mentira, cada beso una traición;
serenándose, como si hubiese estado habituada a aquellas explosiones de escepticismo, que sabía bien eran generadas por su resistencia, que exasperaba hasta la brutalidad, el temperamento de su amigo, continuó:
—Hacéis mal en proclamar así la mentira del Ideal, y la nada del Amor; el mundo está lleno aún de almas sensibles, atraídas por esos dos polos imantados, hacia los cuales tenderá eternamente el vuelo doloroso del espíritu humano; hacia esas dos cimas consolatrices, volarán siempre las almas puras: el Amor y Dios; he ahí los puntos culminantes, la última palingenesia del Ideal... fuera de eso, no hay sino el fango de la vida, y nada más: Dios y el Amor, no engañan; comprenderlos y sentirlos: he ahí la ventura de la vida; en el seno de ellos, el dolor se transfigura en esa extraña forma de dicha dolorosa: el martirio; creer y amar; he ahí lo único alto, lo único digno de la vida; la Fe y el Amor, únicas zonas en que alumbra esa hoguera: el Sacrificio; y, se abre el lirio blanco: el Holocausto; el Amor es de esencia divina, como el Genio, y vino de los cielos, como el fuego; creer es una necesidad del espíritu: amar es una necesidad del corazón; una alma sin Dios y un pecho sin Amor, templos vacíos; la negación, la soledad, la muerte...
y, él, la dejaba hablar, exponer la candidez de sus teorías sentimentales, la inocente Teología de su alma de mujer: ¡alma de Amor y de Fe!
él, a quien Dios y el Amor, no visitaban con sus prodigios ni sus incendios, que no creía cuasi en ellos, que estaban distantes de su cerebro y de su corazón, escuchaba sin contradecir el místico arrebato, el lirismo pasional de esa alma ingenua;
y, ella continuaba:
—Hacéis mal en predicar la bancarrota del sentimiento, porque eso sería declarar la derrota definitiva del Bien, y de lo Bello; el triunfo del Placer sería la muerte del Ideal; el reinado del cerdo aun no ha venido: no, el Genio no puede negar el Amor, como la cima no puede negar el rayo; haber sido herido por ellos, es una razón para odiarlos, no para negarlos; las cimas y los genios son tristes, porque el rayo y el Amor, al visitarlos, ardiendo toda la savia de su vida, los condenaron a la soledad aterradora, a la caricia salvaje de las águilas, a la visión perpetua del prodigio; sí, amigo mío, son pasiones heridas las que llevan a ese escepticismo, como llevaban al ascetismo en los siglos primitivos; no se puede nada ...

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