¿Culpa o expiación?
  1. 297 páginas
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Información del libro

¿Culpa o expiación? es una novela de la escritora Concepción Gimeno de Flaquer. En consonancia con otras de sus obras de ficción, en ella, se presenta el adulterio de una mujer de la alta sociedad que, aburrida de su pareja y oprimida por las convenciones sociales, busca una relación fuera del matrimonio con el fin de satisfacer las necesidades del intelecto.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726509267
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

IV

Espléndido estaba el baile que la Sociedad de Escritores y Artistas ofrecía en el Teatro Real, con objeto de aumentar los fondos destinados á obras piadosas. El ser domingo de Piñata, ó como si dijéramos paréntesis de la primera semana de Cuaresma, era motivo para que la concurrencia fuera numerosa. El teatro, adornado con abundante terciopelo rojo y con cañas doradas sobre campo blanco, presentaba un hermoso aspecto al reflejarse sus cien mil luces en los espejos. El escenario y la sala, unidos por una plataforma ó tarima de madera, cubierta de lujosa alfombra, formaban vastísimo salón, imposible de encontrar en otro edificio. Veíanse comparsas de floristas, de pastoras, de aldeanas napolitanas, de molineras y de cantineras: estaban representados la mayor parte de los tipos del pueblo, lo cual indicaba que sólo damas aristocráticas podían ser las que adoptaban tales trajes, por el gusto de parecer lo que no eran. Los capuchones y dominós, que tanto desfiguran, estaban en mayoría. Los hombres vestían el característico frac de todo baile de etiqueta. Entre las máscaras más cubiertas distinguíase á una de capuchón azul con ricos encajes blancos, que había podido ocultar su cabeza, pero no su aire de reina: era la hermosa duquesa de la Torre. Bajo un rojo capuchón con negras blondas se adivinaba á la duquesa de Medinaceli, delatábala su majestuosa figura; tras negros dominós, ocultábanse la condesa de Vilches, tan ilustrada como inteligente; la baronesa de Cortés, distinguida escritora; Laura Sartorius, la inteligente hija del conde de San Luis; Sofía Biso, la bella sobrina de la Emperatriz Eugenia, y tantos conocidos astros que esmaltan el aristocrático firmamento de la sociedad madrileña. La máscara que más revolvía el baile era una bohemia, vestida como la Ulrica de Un Bollo in Maschera; hacía esfuerzos para no ser conocida, pero descubríala su acento cubano. Era Margarita, que con las de Ramírez recorría el salón, mientras los padres de éstas las seguían con la vista desde un palco. Las amigas de Margarita apenas hablaban, enbelesadas con su facundia, con aquella prodigiosa charla que atraía á todos los hombres.
—Oye tú,—decía á un gomoso de esos que en Madrid se llaman sietemesinos, en París petits crèves, en Portugal janotas y en México lagartijos:—dime, ¿quieres prestarme ese monóculo que nunca abandonas? quiero conocer los bellos espejismos que descubres al través de él.
—Con macho gusto, máscara: tras la careta que cubre tu rostro, descubro unos hermosos ojos, que deben tener gran alcance.
El sietemesino entregó á Margarira el redondo cristal cercado de un filete de oro, que suelen usar los petimetres para parecer todavía más pedantes de lo que son.
—¿Cuántas conquistas has hecho, Alfredito?—preguntó la cubana jugando con el monóculo.
—¿Por mes?
—No, entónces no podrían contarse: por día, y sobre todo en esta noche.
—Ta, ta, ta: ya me voy cansando de conquistas.
—Pues ¿á qué te dedicas ahora?
—A la lectura.
—¡Ah, sí! Zola: no puedes leer otra cosa, dejarías de estar á la moda. Zola es la más alta literatura de los jóvenes tan chic y tan pschut como tú.
—No lo creas, máscara, te equivocas si quieres denominarme calavera creyendo que amo á Zola. Este autor ha pasado á ser el predilecto de los calaveras inocentes, que aún se emocionan con la pintura del vicio: cuando uno ha recorrido todas las sentinas de lo que llaman corrupción, ya no se inmuta con cuadros obscenos ni se impresiona con el libertinaje descrito en los libros. El paladar de un Heliogábalo no se excita con mostaza ni con pimienta.
—Bravo: había olvidado que perteneces á esa falange de hastiados de quince anos, filósofos de diez y ocho y desesperados de veintidos. Por supueste debes conocer mucho á la mujer.
—La mujer, la mujer:
Fragilidad, tu nombre es femenino……
ha dicho el poeta inglés,—repuso el gomoso, queriendo retorcer un conato de bigote, que intentaba alargar á fuerza de tirones.
—Sí, tú eres la segunda edición de aquel jóven que nos pinta Larra, el cual conocía á la humanidad como sa poche.
—No sé quién es Larra. Háblame de Daudet, Goncourt y Alfredo de Muset.
—Ah, sí, todo español de buen tono, debe desconocer á los autores españoles. Pero volviendo á ocuparnos de la mujer, dime: ¿qué opinión tienes de ella?
—Es el animal más hermoso, aunque el más imperfecto.
—Mira, Alfredito, quédate con el sustantivo y el segundo calificativo de que lo has adornado; el primero no te lo cedo ni en broma.
—Lo de hermoso, ¿he?
—Está claro. Los hombres de mundo como tú,—dijo la cubana con un sarcarmo que hizo estallar la risa de sus dos amigas bajo el antifaz,—no debieran impugnar al sexo débil, porque se impugnan á sí mismos.
—Fíjate, Alfredo, en la alusión de sexo débil,—añadió una de las de Ramírez, que ya no pudo callar por más tiempo.
—Débiles los hombres, ya no: ya no sucumbimos á vuestros encantos; ya no tenéis el poder de fascinarnos; hoy un hombre enamorado está tan ridículo, que si acaso llega á existir alguno, raraavis tiene el cuidado de ocultarlo, como ocultaría una lepra.
El gomoso calló. Quedóse saboreando el efecto que el latinajo debía haber producido en las tres jóvenes, según su cálculo.
—Alfredito, ¿sabes qué es lo que más se parece á ese sexo tan frágil y tan débil?
—Que lo adivine,—dijo una de las máscaras que cedían con tanto gusto la palabra á la cubana.
—No se me ocurre.
—Un atildado petimetre, tú, por ejemplo. Mira, llevas el pelo caracoleado sobre la frente, así, imitando el flequillo con que nos la cubrimos: usas calcetin de seda azul, tan azul como mis medias; hebilla en el zapato, pañuelo de encaje, asomando coquetamente la punta por el bolsillo del chaleco; perfumes, sales de Inglaterra, etc., etc.
—Sí, sí,—añadió la pequeña Ramírez,—los hombres os apropiáis nuestras sortijas y hasta nuestro corsé. Estamos amenazadas de que nos quitéis el polisón, y en ese día se armará un motín.
—No hay más sexo débil que el que se llama fuerte,—gritó su hermana.
—Alfredo, cómo te vapulean, dijo acercándose á él otro hombre de mundo en miniatura, simulacro de calavera y parodia de libertino.—¿Quieres decirme la buenaventura?
—Sí, quítate el guante.
El amigo de Alfredo, el calavera en agraz, pasó mil fatigas para quitarse el estrecho guante. Tal operación excitaba la risa de las tres jovenes, que podían reir impunemente á favor de la careta. La gitana le tomó la mano y empezó á representar el papel de adivinadora, de este modo:
—Las tres líneas principales de la palma de tu mano, que parecen nacer entro el pulgar y el índice y que se extienden hasta cerca de la muñeca en forma de M, tienen sus nombres. La primera, se denomina línea del corazón; la segunda, línea de la cabeza, y la tercera, línea de la vida, ó sean la sensación, la inteligencia y la actividad. Esta corta línea que atraviesa la M, llámase de la fatalidad y se enlaza con la saturniana. Las rayas de tu mano indican claramente que estás llamado á sufrir muchas derrotas y que morirás de muerte violenta.
—Derrotas, ya estoy sufriendo una por lo mal que me tratas. En fin, ¿quién hace caso de cábalas? No hay nada más tonto que la quiromancia, preocupación de los supersticiosos de otros siglos.
Nodesprecies á la quiromancia, la quiromancia es una ciencia.
—Imposible: dame datos de ella.
—Mi memoria no me ayuda.
—Esos son pretextos.
—Castelar, Castelar, ven aquí, sácame de un apuro,—gritó Margarita desaforadamente, como se grita sin atender á las fórmulas sociales en un día de Carnaval.
—¿Qué deseas, máscara?
—Tú que lo sabes todo, ¿me quieres decir dónde nació la quiromancia?
—Ya veo, máscara, que eres gitana de pega, pues de otro modo lo sabrías. La quiromancia es casi tan antigua como el mundo: nació en la India. Fué cultivada por sabios y filósofos célebres: gozó de gran prestigio entre los hebreos, los asirios, los caldeos y los egipcios. El Emperador Augusto le rindió gran culto, y también Napoleón.
—¿Qué os parece,—exclamó Margarita dirigiéndose á los dos gomosos,—no decía yo que la quiromancia no fué cosa vulgar?
Los gomosos, tan audaces antes, habían enmudecido ante la presencia de Castelar.
— Dame más datos acerca de la quiromancia, para contestar á los que me pregunten: traje obliga.
—Cuando en la Edad Media fueron perseguidos los astrólogos y hechiceros, esta ciencia se refugió entre las razas proscritas y se dedicaron á ella con ardor los bohemios. Los cabalistas consideraban la mano humana como el microcosmo activo del hombre; pretendían que la mano tiene todos los signos que indican la relación que existe entre la constitución física del individuo y su destino moral. Ya nadie se ocupaba de la quiromancia, hasta que en nuestro siglo, en el año de 56, el capitán D’Arpentigny publicó un libro pretendiendo crear un sistema acerca de ella, basado en la lógica y la razón. Era un escritor festivo y tuvo esa humorada. ¿Quieres saber más, mascarita? Convertiremos este lugar en cátedra, si así te place.
—Eres muy galante; pero permíteme decir una cosa, que no me atrevería á decirte sin antifaz.
—Dí lo que gustes.
—Las mujeres estamos irritadas contra tí, á pesar de que eres el más brillante, el más ameno de los oradores antiguos y modernos, á pesar de que fascinas nuestra imaginación con tu sorprendente elocuencia.
—¿Por qué me queréis mal?
—Porque no podemos perdonar á los que no se nos han rendido. Tú vives más en el templo de la gloria que en el boudoir de las damas; disculpamos más fácilmente al hombre que cae ocho veces al día á los pies de las mujeres, que al estoico que no cae jamás. A nosotras nos gusta mucho derribar fortalezas: queremos á los fuertes, queremos Hércules, pero Hércules como el de Onfalia. Tú no nos haces caso, y yo lo lamento en nombre de mi sexo. Menosprecias el amor; tienes la soberbia de prescindir de nosotras.
—Estás en un error, máscara. Yo amo.
—¿A quién?
—A una diosa.
—No queremos que ames á las diosas, sino á las mujeres de carne y hueso. ¿Quién es tu diosa, la gloria?
—No, Clio.
—Tienes mal gusto, la historia es una dama muy vieja.
—No lo creas: se rejuvenece todos los días, cambia de galas, como Hebe posee eterna juventud, su faz ostenta frescura y brillantez, porque está renaciendo constantemente.
—No me convences: me gustaría más estuvieses en el tocador de una hermosa que en el altar de Clio.
—Si no visitara su altar, si no abriese su libro inmortal, no hubiera podido satisfacer tus preguntas.
—Según tú, los sabios no han de amar; pues no queremos sabios, nos conformaremos con los hombres ignorantes.
—Entonces yo tendré partido,—exclamó uno de los dos gomosos, que por vez primera desplegaba los labios.
—Nuestro es lo por venir,—dijo el otro.
—Adios, máscara, ¿no quieres decirme quién eres? —preguntó el famoso orador.
—Algún día lo sabrás.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
En aquel momento se acercó el duque de Sexto á la gitana.
—Mascarita, estás llamando la atención del público con tu verbosidad. ¡ Qu...

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