Democracia y nación
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Democracia y nación

España en el laberinto plurinacional

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Democracia y nación

España en el laberinto plurinacional

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Existe un vínculo muy fuerte, que nadie cuestiona, entre democracia y nación desde el inicio de nuestra modernidad política. Sin embargo, la relación entre demo cracia y nacionalismo sí es rechazada y negada por un amplio sector de la sociedad. Pero las naciones, incluyendo las democráticas, no se sostienen solas, necesitan de un nacionalismo (por templado, inconsciente o banal que sea) que las cree primero y las mantenga después. A lo largo de estas páginas, Jorge Cagiao nos ayudará a comprender el fenómeno del pluralismo nacional en España y, en consecuencia, a gestionar de la manera más adecuada el conflicto territorial abierto con entidades como el País Vasco y Cataluña. El recorrido nos llevará a analizar el concepto de nación, así como la importancia del reconocimiento nacional en democracias liberales complejas como España, Canadá, Reino Unido y Bélgica. También pone sobre la mesa las dos únicas posibles salidas al conflicto territorial español: un federalismo bien ejecutado (a diferencia del pretendido actual) o la autodeterminación; ninguno de los cuales debe estar necesariamente reñido con las formas democráticas.

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Información

Capítulo 1

Lecciones básicas de los estudios
sobre nacionalismo



Importa comenzar por este punto. Básicamente por dos razones. Primero, porque estamos ante un tema en el que no es poco frecuente que las luchas entre nacionalismos (mayoritario y minoritario) lleven el debate público al terreno de la incerteza, de lo opinable, de lo que no podemos saber con seguridad. De este modo, cuando el interés de un nacionalismo es volverse impermeable a alguna de las tesis o conclu­­siones consolidadas de la literatura especializada —lo cual ocurre con frecuencia—, le basta con apelar a su derecho a opinar de manera diferente, relativizando así demostraciones o conclusiones científicas como si se tratara de meras opiniones. Conviene tenerlo en cuenta: como lo advirtió ya el propio Renan a finales del siglo XIX, señalando el “olvido” y el “error histórico” como algo positivo para la nación (1982: 41)3, lo normal es que los nacionalismos no duden en olvidar y errar mucho, vale decir manipular, mentir o confundir si es necesario para su causa. Lo que nos digan sobre la nación y el nacionalismo es por ello de escaso interés para quien desee entender cabalmente dicho fenómeno.
La segunda razón es que, en contra de lo que los nacionalismos afirman por interés propio, lo cierto es que en la literatura especializada se ha alcanzado un consenso y un grado de certeza relativamente importantes en los últimos treinta años. El historiador José Álvarez Junco se ha referido con razón a ello hablando de “una revolución científica” en este campo de investigación (2016: 1). Atrás parecen quedar las disputas académicas (probablemente más ideológicas que académicas, pero dejémoslo ahí) entre los partidarios de una idea de nación que hunde sus raíces en la historia premoderna (perennialistas o primordialistas: Van den Berghe, 1981; Geertz, 1973; Gat y Yakobson, 2013) y aquellos otros (modernistas o constructivistas: Hobsbawm, 1990; Gellner, 1983; Anderson, 2016; Greenfeld, 1993; Thiesse, 1999, etc.), hoy claramente dominantes, que afirman la necesaria precedencia del nacionalismo respecto de las naciones (en su sentido moderno), y que las describe y explica como un constructo social, un entramado de discursos, prácticas y creencias en estrecha relación con la legitimación y organización del poder político (la soberanía), del que el pueblo o nación se presenta como titular, y que adopta sus formas y contornos característicos no antes de nuestra modernidad política, hacia finales del siglo XVIII.
Esta tesis dominante, matizada hoy debidamente por las precisiones aportadas desde el etnosimbolismo (Smith, 1986, 1995; Armstrong, 1982), que insisten en las precondiciones étnico-culturales, en la anterioridad de identidades y de un sustrato cultural (que será por lo demás el material plural con el que trabajará selectivamente el nacionalismo), no deja hoy mucho margen para la duda o la discusión. No al menos en sus grandes líneas4. La cuestión de la antigüedad de las naciones, por ejemplo, puede seguir teniendo interés y centrando la atención de algunos estudiosos sin que por ello las respuestas que se puedan aportar al respecto tengan la menor relevancia tanto para nuestra comprensión del nacionalismo y de las naciones tal y como son desde el inicio de nuestra modernidad política, como desde un enfoque normativo, si nos interesa saber, por ejemplo, cuáles deben exis­­tir y constituirse políticamente como deseen y cuáles no. Lo apuntan, creo que acertadamente, Delanty y O’Mahony al preguntarse “de qué manera la existencia de dichas naciones pre­­modernas debería importar para las naciones modernas” (2002: 83; traducción propia).
Nos encontramos así con una tesis dominante en este campo de estudio que realiza una lectura o descripción del fenómeno analizado que ha alcanzado un grado de cientificidad que no se ha visto desmentido en los últimos veinte años. Su resistencia —diría que cómoda— a la crítica (a la falsificación) se presenta sin duda como la mejor prueba de la consistencia de la tendencia dominante en este campo de es­­tudio. Lo cual significa que, en contra de lo que tantas veces se pretende en ciencias sociales, tenemos garantías muy serias para entrar en el tema del nacionalismo y de la nación de la mano de los expertos con la seguridad de acceder a un conocimiento cierto sobre dicho fenómeno. En sus grandes líneas, y para lo que aquí nos interesa, la teoría constructivista o modernista puede declinarse, en apretada síntesis, de la siguiente forma:
  1. Las naciones son realidades o constructos sociales (Gellner, 1983; Hobsbawm, 1990; Thiesse, 1999), ficciones útiles (Kelsen, 2006: 62-63), comunidades políticas imaginadas (Anderson, 2016: 6) obra de los nacionalismos.
  2. En el sentido moderno del término, que conecta con la especial forma de legitimación del poder político del Estado posterior al feudalismo (dioses y reyes dejan de ser fuente de legitimación de la soberanía), los nacionalismos construyen naciones para los Estados ya existentes (nacionalismo de Estado) o imaginan y crean las condiciones de posibilidad para futuros Estados-nación (nacionalismo sin Estado).
  3. En este sentido, si tomamos como referencia temporal el inicio de la modernidad política, marcada por el referido binomio Estado/nación, las naciones, tanto las actuales como las pasadas, no pueden haber existido o existir sin la presencia necesaria de un nacionalismo que las imagine, las cree y les dé una determinada forma y contenido (identidad).
  4. Esto significa necesariamente que detrás de cada una de las naciones que actualmente somos capaces de reconocer (como nación), inclusive entre las que pueden generar menos controversia al respecto (Estados Unidos, México, Francia, Austria, etc.), hay un nacionalismo que ha imaginado, creado, desarrollado y consolidado en el tiempo, más o menos largo, su propia nación. Y ese nacionalismo no ha dejado de ser en la actualidad un proyecto político dominante (Thiesse, 2010; Tamir, 1993, 2019).
  5. Se sigue de esto que la incompatibilidad que muchos observadores no expertos encuentran entre el nacio­­nalismo y las naciones contemporáneas, como si estas ya no tuvieran nada que ver con el nacionalismo (solo habría en ellas un sano “patriotismo”, siguiendo el distinguo de Viroli, 2019), carece de fun­­damento. Lo cierto es lo contrario: no hay nación (democrática o no) sin nacionalismo que la sustente. Esto vale también para las naciones democrá­­ticas organizadas como Estado de derecho, e independientemente de la forma de Estado (unitario, centralizado o descentralizado, o federal) que adopten.
  6. Por la misma razón, yerran también quienes realizan una lectura del nacionalismo en exclusiva clave negativa o patológica, como si fuera necesariamente la “guerra” (Mitterrand), “el sarampión de la humanidad” (Einstein) o meros “sentimientos tribales” (Hayek) (Miller, 1995: 5), asociando el fenómeno únicamente, por una parte, a movimientos de extrema derecha o a regímenes autoritarios poco o nada atentos a los valores y principios democráticos, y/o, por la otra, a nacionalismos subestatales (Billig, 1995: 5).
  7. Si toda nación implica necesariamente un nacionalismo que la sostenga, entonces la caracterización exclusivamente negativa del nacionalismo carece también de fundamento: si hay naciones democráticas, esto es, nacionalismos que han sabido hacer suyos e implementar los valores, principios y prácticas democráticas en sus respectivos Estados, entonces el nacionalismo no puede ser necesaria y exclusivamente un mal (Calhoun, 1997: 15-16; MacCor­­mick, 1990; Dieckhoff, 2012).
  8. El hecho de que haya nacionalismos que han generado las condiciones para que la vida democrática pueda desarrollarse en un determinado número de Estados, nacionalismos que no responden de este modo a la imagen negativa dominante en el debate público, nos invita a centrarnos en los diferentes tipos de nacionalismo (de Estado o sin Estado, liberales o no, democráticos o no, más bien cívicos o más bien étnicos, etc.), en sus formas discursivas y realizaciones, y a sacar conclusiones sobre su perfil más o menos positivo o negativo solo tras su examen atento (Máiz, 2018: 143-178).
  9. De lo antedicho se sigue asimismo que el distinguo clásico entre nacionalismo cívico o político y nacionalismo étnico o cultural ha de ser manejado con mucha prudencia, pues todos los nacionalismos son, en realidad, en grados diferentes, a la vez cívicos y étnicos (Máiz, 2004, 2005; Archilés, 2018), en el sentido en que trabajan necesariamente en ambas dimensiones, la política (legitimación y organización del poder, intereses) y la cultural (generación del sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional). En ese sentido, lejos de la caricatura que hace del nacionalismo un fenómeno bajo la batuta de emprendedores culturales movidos por el resentimiento, el odio y los instintos tribales, tendríamos procesos que operan apelando tanto a las emociones como a la razón (Delanty y O’Mahony, 2002: 35), atentos tanto a los afectos como a los intereses.
  10. Finalmente, y llevando ya las lecciones que se acaban de mencionar al terreno de la praxis política y del debate normativo (el deber ser en democracia) que nos interesará después, de lo anterior se sigue que la legitimidad de que pueden gozar las naciones actualmente organizadas como Estado (sea democrático y liberal, en mayor o menor medida, o no necesa­­riamente) no implica —como tantas veces se dice— que los nacionalismos con proyectos nacionales concurrentes respecto al del Estado carezcan de la misma legitimidad. Si en democracia esta se mide en términos de adhesión de los ciudadanos a un determinado proyecto político, siempre adoptando unas formas civilizadas, y si el nacionalismo subestatal cuenta con dicho apoyo social, no se puede inferir del carácter democrático de un sistema estatal o de la legitimidad de que goza la nación del Estado la ilegitimidad de un proyecto nacional concurrente en su seno.
No me cabe duda de que este o aquel punto, entre los que se acaban de presentar, merecería algún matiz o precisión pertinente por parte de los académicos expertos en el tema del nacionalismo. Pero tampoco dudo de que, en sus grandes líneas, las lecciones expuestas no deberían generar especialmente objeciones de fondo.
ha de notarse, en cambio, que en el debate público las tesis dominantes no suelen ir más allá del punto número tres. Las explicaciones producidas por los nacionalismos, que hacen remontar las naciones actuales a tiempos remotos (Mariano Rajoy habló varias veces de una nación española con 500 años de historia), como si estas aparecieran espontáneamente, sin necesidad de un nacionalismo que las cree, siguen siendo no poco frecuentes en nuestras ...

Índice

  1. NOTA PRELIMINAR
  2. INTRODUCCIÓN. LA NECESIDAD DE UN DEBATE PÚBLICO ATENTO A LOS ESTUDIOS ESPECIALIZADOS
  3. CAPÍTULO 1- LECCIONES BÁSICAS DE LOS ESTUDIOS SOBRE NACIONALISMO
  4. CAPÍTULO 2. UN PROBLEMA DE RECONOCIMIENTO NACIONAL
  5. CAÍTULO 3. ¿EL FEDERALISMO COMO SOLUCIÓN?
  6. CAPÍTULO 4. NI NACIÓN. NI FEDERALISMO NI AUTODETERMINACIÓN
  7. CONCLUSIÓN
  8. BIBLIOGRAFÍA
  9. NOTAS