La visión panorámica como método de comprensión jurídica
La visión de conjunto es importante, tanto en el arte del siglo XVIII como en la profesión de abogado en el ámbito de los datos y la privacidad. Más allá del monitor de mi ordenador, en las paredes, hay pastores con ovejas y vacas, a veces caballos o niños con gatos, perros y otras mascotas. En torno a ellos, colinas sobre colinas, arroyos, casas en la distancia. Un cielo hermoso, con nubes teñidas de mil reflejos. Tengo algunos paisajes italianos de los siglos XVII-XVIII ante mis ojos, y muchos en mis recuerdos, contemplados en exposiciones, subastas y museos a lo largo de los años, tanto grabados como pinturas.
Entre los paisajes de mi casa hay un Ponte Milvio, sin jóvenes “de marcha”, de hace trescientos años, un valle toscano de Zuccarelli, todavía sin chalets adosados –pintura microscópica y de gran dulzura–, un paisaje rural de costa, fruto de la mano de un artista del norte de Europa que estaba en Italia en el siglo XVIII y una témpera enorme que domina un sofá, como si de un gran ventanal se tratase, asomada a un panorama antiguo iluminado por el clarear del alba. Esa témpera es mi favorita, al estilo de Gaspard Dughet pero creada un siglo después por vaya usted a saber quién, en Roma: vívida, delicada y solemne. Árboles y follaje, el recodo de un río de plata fluida. Las hojas, en detalle, son verdes, anaranjadas, amarillas, algunas rojas, cada una corresponde a una única pincelada, y surge la apetencia de llevarse a la boca esas ramas exuberantes, recientes y crujientes como galletas. Se nos antoja inventar nombres para todos los personajes, vegetales, animales y humanos, e incluso para los lugares que se vislumbran en los fondos de los paisajes.
Ponerles nombre a seres y cosas (incluso digitales, por qué no): éste es el primer paso para empezar a objetivarlas, diferenciarlas de uno mismo y orientarse dentro de la novedad. Pero no es suficiente. Es fundamental alejarse de la innovación para captarla en su plenitud. De hecho, pensándolo bien, “llamar” a alguien o algo es un acto de distanciamiento, implica una distinción neta entre uno mismo y lo “llamado”: habitualmente “llamamos” precisamente cuando y porque estamos a distancia. Para el jugador de tenis existe una separación exacta de la bola que tiene que golpear con la raqueta, como para el pintor la de su lienzo y la del sujeto que tiene que capturar y retratar. El profesional inexperto se acerca demasiado y pierde de vista los puntos cruciales de la cuestión, las líneas estratégicas de la operación, el sentido jurídico de la situación. Mal y bien se desenfocan ante los ojos, por una inmersión excesiva y demasiada proximidad al objeto a evaluar.
Cuando era un joven en prácticas, yo también tenía tendencia a sumergirme en la pintura y perderme en lugares anónimos, desorientadores y de falsas proporciones, por exceso de cercanía. Pensaba que lo estaba haciendo bien y, en cambio, estaba limitando notablemente mi capacidad para ayudar al cliente a resolver sus problemas legales. A lo largo de los años, la experiencia me ha servido para aprender a conducir las competencias, manteniéndolas a la distancia correcta y objetiva de los hechos.
Basta con tener en cuenta los nueve principios generales impuestos por el RGPD – el ya muy conocido Reglamento General de Protección de Datos– a respetar desde la fase de diseño de nuevos servicios, procesos y productos (por lo tanto, también de una obra de arte que incluya datos personales): “licitud”, “lealtad”, “transparencia”, “limitación de la finalidad”, “minimización de datos”, “exactitud”, “integridad y confidencialidad”, “limitación del plazo de conservación”, “responsabilidad proactiva”.
La violación incluso de uno solo de los principios mencionados anteriormente puede dar lugar a sanciones muy graves. No sería posible aplicar concretamente cada uno de esos principios sin situar el procesamiento de datos personales en un escenario de perspectiva general precisa, no demasiado pegado a los ojos y la nariz del abogado. Tenemos que insertar esos principios en un panorama de significado. ¿Cuál es, por ejemplo, la “finalidad”, un límite al que vinculamos tantas consecuencias importantes de la legitimidad en el tratamiento de datos según la legislación europea, si no un panorama, una vista y, en definitiva, un destino al que llegar?
Entre nosotros y el horizonte hay un recorrido y, durante el viaje, se nos pide que elijamos el trayecto más corto y directo (minimización) y más rápido (limitación de conservación), que respetemos el código de circulación (licitud), que cedamos el paso y no cortemos el camino (lealtad, corrección), que llevemos las ventanillas limpias y encendamos los faros en la oscuridad (transparencia), que no derrapemos y que permanezcamos en el carril respetando las señales de tráfico (precisión), que hayamos pasado la ITV y que no circulemos con un amasijo de chatarra sin cinturones de seguridad y con los neumáticos sin dibujo (seguridad adecuada), que podamos demostrar el cumplimiento de estos requisitos (con tacómetro y cuentakilómetros en buen funcionamiento, carnet de conducir y documentación del vehículo). El caso es que, mientras viajamos, la perspectiva del conductor o la del pasajero no son suficientes: se necesitan orientaciones más amplias, ya sean tecnológicas, como un navegador GPS, o interiores, como el deseo de viajar y llegar a destino por una buena razón.
El ejercicio metafórico no resulta forzado, surge de forma espontánea y casi de manera banal, como habréis visto: después de todo, las señales de tráfico son tanto obras de arte como expresiones normativas. ¿Cuántas veces, en la interpretación de un problema legal, incluso en materia de privacidad y protección de datos personales, me he quedado bloqueado ante la imposibilidad de salir con bien de laberintos enrevesados? A menudo me he sentido atrapado. Inadecuado para el cliente que confiaba en mí, en mi “arte legal”. Y luego, como por arte de magia, apartando la vista de la escena y observando el perímetro desde arriba, he localizado las salidas, y le he dado a la panorámica general un sentido que en un principio no había visto.
No se trata de la mera búsqueda de salidas de emergencia, no gana quien escape mejor, reaccionando más rápido y con más astucia: la perspectiva de un paisaje y su horizonte pueden realmente esclarecer el sentido de la realidad. El significado de un hecho, de una elección, de una dirección.
Lo que podría parecer a primera vista (ictu oculi, como decimos los abogados) una clara violación de las reglas, observado desde diferentes perspectivas y distancias podría adquirir otras connotaciones. Del mismo modo, la interpretación de los principios de transparencia y corrección (lealtad) podría verse afectada por la posición y el contexto del observador. El detalle concreto –sin justificación posible y pobre en significado si lo consideramos de manera aislada– adquiere protagonismo y dignidad en una panorámica más amplia.
Me gustaría resaltar aquí que, incluso en el plano jurídico-digital y más aún a los ojos de un especialista en privacidad, el ser humano como tal no existe, sino sólo el individuo en relación, consigo mismo y con el otro. Y este “otro” no está constituido sólo por personas, sino también por contextos, objetos, lugares abiertos al público o entornos privados. No hay un tratamiento de datos que sea legítimo o ilegítimo siempre y en cualquier situación, como tampoco existe un acto absolutamente lícito o ilícito, que en todo supuesto sea correcto o incorrecto, digno de encomio o de sanción independientemente de las circunstancias: habría que medir el valor de las acciones y omisiones, en cada ocasión, de forma dinámica, interconectada con el panorama y la presencia o ausencia de un contexto.
Un picapleitos cualquiera podría recrearse en las ilusiones ópticas que pueden hacer que algo parezca lo que no es, dependiendo del ángulo de visión; pero, sinceramente, lo que yo pretendo decir aquí es que el sentido de hechos y acciones es susceptible de experimentar un cambio objetivo en función del contexto y de cómo se mire. Cabe añadir, en honor a la verdad, que incluso el engaño visual –ya sea un trampantojo o un artificio más tecnológico– puede llegar a ser la clave de lectura para comprender las cosas en profundidad.
¿Os acordáis de la moda de las imágenes psicodélicas con ilusiones ópticas tridimensionales incluidas? Fueron “el no va más” a finales de los años ‘90 del siglo pasado en posters, en los pisos de estudiantes o en determinados antros: en apariencia eran tan sólo marcas de color seriadas hasta el infinito pero, si te concentrabas en ellas hasta conseguir que se desenfocasen, aparecían imágenes en 3D que podían moverse con el espectador. Vaya satisfacción la de ver cómo surgían esas “aves Fénix” de las cenizas multicolores de un cartel que, en principio, parecía un batiburrillo total. En ciertos casos, la ilusión es el resultado correcto, la piedra angular, la contraseña para descifrar las imágenes que se ocultan tras un aparente sinsentido.
Una operación de marketing directo bien ajustada a perfil, muy invasiva, podría parecer simple spam por correo electrónico; pero, eliminando el prejuicio de la primera impresión, podríamos encontrarnos con un texto bien redactado, claro, equilibrado y correcto, del que podemos deducir que el marketing perfilado representa sólo la ejecución de una prestación contractual solicitada por el cliente-usuario. Y entonces, todo cambia.
El oficio de abogado viene a ser algo así: buscar el significado de un recorrido humano, más allá de las apariencias. Como suele pasar en la novela negra, el malo y el bueno no siempre encajan con las apariencias. A veces el “santurrón” es el culpable, mientras que el “criminal” resulta ser inocente. Sin embargo, más allá de los extremos absolutos más propios de la ficción, los comportamientos y las acciones humanas nunca se pueden representar con un solo color: analizándolos a conciencia y sin prisas, suelen encerrar a menudo matices que pueden hacerlos comprensibles y aceptables, es decir, menos merecedores de condenación a priori. Y aquí debo añadir un punto importante: hasta ahora he traído a colación exclusivamente personajes y elementos del entorno con los que el conductor del coche debería relacionarse para legitimar su viaje, como si el código de circulación (o lo que es lo mismo, metáforas aparte, la normativa de la privacidad) agotase el abanico jurídico a tener en cuenta una vez puesto en marcha el vehículo. Sólo que, en el mundo real, es inevitable que entren en juego, desde el punto de vista legal, otras libertades y derechos a garantizar, más allá de la protección de información sensible. Si observamos cómo interactúan unos sujetos en un paisaje dado (más o menos metafórico), de hecho, no podemos pensar que la protección de datos sea su único derecho: hay muchos otros, que vienen a redimensionar las proporciones del cuadro en cuestión.
De idéntica forma, cuando estamos conduciendo un automóvil no podemos limitarnos a tener en cuenta exclusivamente el código de circulación. Hay vida, ahí fuera. Podríamos dar un volantazo imprevisto para sortear un obstáculo y evitar un accidente, o acelerar sin respetar los límites de velocidad por una emergencia sanitaria: estos dos comportamientos, en sí mismos peligrosos e ilegales, podrían resultar justificables al hacer un balance general de los valores en juego. Aunque aparentemente estemos infringiendo el reglamento, en realidad podríamos haber obrado para salvaguardar el derecho a la vida o actuar en legítima defensa. En la fotografía del radar no sería posible captar ese equilibrio y, de resultas, la historia concluiría con una multa injusta.
La disciplina en materia de privacidad no responde a un color uniforme, sino que contiene en sí misma matices, positivos y negativos, contradicciones intrínsecas que hay que resolver. De tal forma que un tratamiento de datos en apariencia ilegítimo podría resultar necesario para la observancia de los principios generales establecidos en el RGPD (Reglamento General de Protección de Datos), o en la Carta de derechos fundamentales de la U.E: por ejemplo, la conservación a largo plazo de una serie de contactos que no desean seguir recibiendo comunicaciones promocionales (es decir, usuarios que han ejercido su derecho de oposición –opting out– al envío de correos publicitarios) podría quedar justificada en el aspecto legal, a pesar de que en apariencia se trate de una finalidad no contemplada expresamente en origen; y eso precisamente porque la única forma de garantizar el respeto a la voluntad del interesado de que no le vuelvan a importunar con temas de marketing directo, es conservar sus datos.
Resultaría paradójico que, para cumplir con el principio de limitación de la conservación, hubiese que borrar l...