1. La lectura como memoria y construcción ciudadana
La lectura debe ser una herramienta para construir la sociedad de la profundidad frente a la frivolidad, de la tradición frente a la fugacidad, del pensamiento frente al sentimentalismo, de las ideas frente a la repetición y el plagio.
En nuestras vidas cotidianas se instalan pequeños cambios que en una sola generación llegan a transformar nuestra identidad como individuos, como miembros de una familia o de un pueblo. Son cambios que tienen que ver con las relaciones entre las personas o de las personas con el medio que habitan y que aparentemente tienen poca relación con la lectura.
Hay un ejemplo que ilustra perfectamente lo que acabo de afirmar. Nos referimos a la forma de celebrar la festividad del Dia de Tots Sants o el Día de los Muertos, dos formas ancestrales que generaciones han mantenido a través de una serie de rituales que diferencian estos días del resto del año.
En mi tradición, estos rituales tomaban la forma de visitar el cementerio para adecentar las lápidas de los muertos y llevar unas flores o de comer los dulces habituales de estas fechas.
Ahora bien, un antropólogo de la cultura interpretará los rituales más allá de los objetos o de la repetición de unas formas de hacer. El conjunto de ritos se ha ido llenando de significados a lo largo del tiempo. La comunidad, a través de la repetición consensuada de unas acciones, contacta con los muertos y rellena los huecos de la memoria familiar.
En mi tradición, la visita al cementerio no se hace solo para adecentar las lápidas. Los paseos por los caminos que habitan los muertos, los transformamos en conversaciones con familiares o amigos, los aprovechamos para presentar los pequeños a los conocidos y ellos los miran y recuerdan: «Jo era molt amic del teu iaio…»1.
El paseo por el cementerio se llena de anécdotas sobre las personas que nos han dejado. Celebramos el recuerdo de los ausentes, honramos su memoria y, al mismo tiempo, vivimos la muerte como parte de la vida, más allá de la ausencia absoluta.
La UNESCO (2016) presenta el Día de Muertos de México como una celebración en la que la muerte no remite a una ausencia sino a una presencia viva. Este encuentro anual entre los pueblos indígenas y sus ancestros cumple una función social porque afirma el papel del individuo dentro de la sociedad y contribuye a reforzar el estatuto político y social de las comunidades indígenas de México.
Las dos formas de celebrar a los muertos (la valenciana y la mexicana) también se llenan de rituales relacionados con la palabra. Con la lectura de cartas antiguas, de postales de viajes guardadas, de fotografías anotadas con una fecha o una frase que provoca la evocación compartida. Y no olvidamos las historias sobre fantasmas, sobre los muertos que no acaban de aceptar el traslado al otro mundo.
Leyendas, anécdotas o cuentos que iniciaron su camino en la oralidad y que pasaron al papel con personajes que burlan la muerte o que cada año pasean de nuevo por las habitaciones y los rincones de la casa conocida.
En pocos años, la celebración de la memoria familiar y de la muerte, los rituales largamente compartidos por generaciones y pueblos se han sustituido por otros copiados de las pantallas.
En mi tradición, no hemos sustituido la visita al cementerio por una fiesta de disfraces; en la tradición mexicana, no se ha sustituido la celebración pluricultural y pluriétnica del regreso temporal de los seres queridos difuntos por una fiesta de trick-or-treat. Es algo mucho más profundo.
Halloween es un tsunami que ha borrado nuestra manera de leer la vida y la muerte. Hemos sustituido la memoria por la celebración del instante, hemos cambiado la historia familiar por el último éxito audiovisual.
Y eso, ¿qué tiene que ver con la lectura?
El discurso literario se caracteriza por el arraigo a un territorio que percibe la realidad a partir del yo del escritor, de una época determinada, de un estilo consecuencia de los anteriores y que conforma los usos del futuro.
La lectura literaria es un devenir que conecta el pasado con el presente y el futuro. La memoria histórica, con la reflexión del presente. Porque leer literatura clásica es leer memoria.
La lectura debe ser una herramienta para construir la sociedad de la profundidad frente a la frivolidad, de la tradición frente a la fugacidad, del pensamiento frente al sentimentalismo, de las ideas frente a la repetición y el plagio.
El poder de la lectura (de algunas)
Dickens dio voz a Oliver Twist o David Copperfield, es decir, les dio la categoría de ciudadanos.
Un tándem habitual en las campañas institucionales liga dos términos: lectura y placer. Pero el poder de la lectura va mucho más allá de la piel: no nos podemos permitir el lujo de olvidar que también es un motor que tiene la capacidad de construirnos como ciudadanos.
Ahora bien: ¿todas las lecturas tienen este poder?, ¿cualquier lectura nos transforma en ciudadanos? Por ejemplo, ¿tiene ese poder de transformación la lectura de Mein Kampf (1925) de Adolf Hitler? Y en el otro extremo, ¿nos construye como ciudadanos la lectura de los mensajes de WhatsApp, del Twitter o de Facebook que informan sobre quién come qué, cómo va vestido o qué hace?
Tradicionalmente, la literatura canónica tiene ese poder. Es decir, un número reducido de obras de creación, habitualmente relatos, poemas o dramatizaciones que representan la excelencia, el canon literario de cada país, cultura o lengua. Estas obras (que la academia legitima como imprescindibles) son las que construyen la historia inmaterial de nuestros pueblos, las que nos han transformado en ciudadanos a lo largo de los siglos.
De entre las obras canónicas que aportan las diferentes culturas y tradiciones, mi selección incluiría la obra escrita por el valenciano Joanot Martorell en el siglo xv, Tirant lo Blanc acompañada por el Quijote. Me gusta leerlas a la vez porque los protagonistas son dos caballeros que desde ópticas diferentes (la del Mediterráneo y la del castellano) me enseñan a habitar el mundo.
Si tuviera que elegir una obra de la cultura americana sería el relato de Gabriel García Márquez El coronel no tiene quien le escriba (1961), que me ha hecho vivir la soledad y la locura de un dictador y me ha llevado a transitar los pasillos de la infelicidad.
De la cultura europea, seleccionaría el drama de amor y desdicha que es Romeo y Julieta (1597), posiblemente porque confronta sentimientos como el amor adolescente y el rencor adulto.
En esta selección personal de los libros que a lo largo de mi vida me han construido como ciudadana también anoto la Odisea, el viaje en el que hombres y dioses resisten, se seducen y batallan.
Y obviamente, la Biblia. En cada nueva lectura he descubierto las múltiples caras de uno de los libros más poliédricos. Pero más allá del texto, elijo este libro porque fue fundamental en la creación de sociedades lectoras. La traducción al alemán de la Biblia (terminada en 1534), como consecuencia de la reforma protestante, y la recomendación de leer el libro sagrado configuró una tradición de lectura individual y unas sociedades lectoras. En definitiva, esta manera de relacionar el creyente con el libro sagrado tuvo una consecuencia fundamental: la formación de ciudadanos.
Pierre Bourdieu (1988) publica en 1979 un estudio donde analiza los criterios y las bases sociales del gusto. Diferencia tres universos que se corresponden con los niveles escolares y con las clases sociales: el gusto legítimo es la preferencia por aquellas obras consideradas legítimas; el medio reúne las obras menores de las artes consideradas mayores y el gusto popular está representado tanto por la selección de obras menores como por la adaptación con fines divulgativos de las anteriores.
Las lecturas seleccionadas anteriormente forman parte del gusto legítimo que literariamente ha sido construido por los géneros más tradicionales, como la poesía, el drama o el relato.
Recientemente, el canon se ha abierto a obras como el ensayo o el reportaje periodístico. Por ello, incluiré en mis lecturas El quadern gris (1966), de Josep Pla, o Noticia de un secuestro (1996), de García Márquez, por el estilo y la hondura.
Xavier Pla (1997: 25) expresa muy bien la lectura que estos libros proponen cuando dice que el placer estético que puede sentir un lector de un texto de ensayo, de ideas, es diferente a lo que puede aportar la lectura de una novela.
No se trata tanto del placer del que busca el desarrollo o la sorpresa de una intriga, sino el placer que solicita el recuerdo de las palabras y de las sensaciones. Ya no es el placer del lector que desea avanzar en la lectura. Es el del lector que prefiere detenerse en un fragmento, penetrar lentame...