CAPÍTULO 1
El vaporetto a la Giudecca que Edward solía coger por la noche zarpaba del muelle de San Zaccaria a las 11:59, hora extraña que acrecentó su miedo a perderlo y tener que pasar una hora más deambulando por la riva. Necesitaba por lo menos quince minutos para llegar desde Santa Maria del Giglio, a pesar de ir alternando trotecillos con paso ligero. Si la Piazza estaba despejada, los trotes lograban su objetivo y llegaba con un par de minutos de antelación; los hombres de la ACNIL alzaban las manos para tranquilizarlo mientras él corría por el puente que había frente al Hotel Danieli. A pesar del peso creciente que depositaba en las básculas venecianas (ninguna exacta, pero todas de acuerdo en que su carne se acumulaba), sus carreras mejoraron a lo largo de octubre, pero, en noviembre, la marea alta de la Piazza y de los puentes lo retrasaba tres o cuatro minutos, el tiempo que tardaba en vadearla a saltitos y brincar de una tabla a otra en la pasarela elevada de la Piazza. Una o dos veces había cogido el barco en el mismo momento en que desataban los cabos de los bolardos.
El jueves anterior a lo que sería el Día de Acción de Gracias en los Estados Unidos —los Gunther no se habían acordado hasta que McGowan, aquel cónsul insensato y lascivo, dijo que les iba a llevar un pavo del economato militar de Vicenza—, Edward no solo encontró marea alta, sino una niebla terrorífica que ocultaba la ciudad y lo obligó a ir dando palos de ciego por calles y puentes hasta la Piazza, donde comenzó a dar zancadas con el brazo extendido ante él para interponerlo en el camino de lo que pudiese aparecer. La gran anchura de la Piazza era apenas una gasa de luz, y el Campanile, que de costumbre aparecía ante él como el Empire State, era una vaga sospecha de piedra en medio de la falta de precisión general. Cuando empezó a tantear los grandes pilares del Palacio Ducal para sortearlos, dieron en sonar las campanas de medianoche; primero las de San Zaccaria y luego la Marangona, la barítona del Campanile, difusa ella también por la niebla. «Lo he perdido». Una sirena de niebla rezongó sobre la laguna invisible.
De la ventanilla de los billetes colgaba un cartel: los barcos no cruzarían hasta que no se despejase la niebla; el empleado de la ACNIL que había en el interior suponía que harían falta horas. Edward se sentó en la barandilla del muelle, temblando y sudando, enjugándose la cabeza con su bufanda amarilla, inspirando profundamente y luchando por mantener el estampido que habitaba el interior de su pecho a un nivel inaudible. En medio de aquel algodón helado y sin filos, el viento empujaba las góndolas contra las cuerdas dentro de su encierro acuático; las cuerdas se deslizaban de arriba abajo y arrancaban gemidos de las estacas. «Atrapado».
Regresó caminando por donde había corrido, con la difusa intención de dirigirse al Zattere, al otro lado de la ciudad, desde donde salían traghettos rumbo a la Giudecca cada media hora, con niebla o sin ella, pero para cuando llegó al Palacio y empezó a caminar a tientas de pilar en pilar, ya había decidido volver a casa de Nina.
En Santa Maria del Giglio, subió la calle, llamó al timbre, respondió al «Chi è?» con un «Otra vez yo» y corrió escaleras arriba con el nuevo chucho de Nina, Charley, regalo de un gondolero, pisándole los talones.
—Niebla. No hay barcos.
Ella aún llevaba el jersey y la falda. Él se quitó el abrigo y los zapatos y se tumbó en el incomodísimo sofá.
—¿No tienes sueño hoy?
—No eres el único invitado esta noche.
¿Sería posible?
—Lo siento, Nina. —Fue a buscar sus zapatos—. Me marcharé.
—Quédate donde estás. No es necesario evacuar. El té estará listo dentro de un minuto. No te habría dejado entrar si fuese una situación comprometida.
A lo mejor era una mujer. Está claro que debería ponerse los zapatos y ajustarse la corbata. Pero ¿por qué no se lo había dicho antes?
Nina entró en la cocina, un pequeño cuadrado contiguo al cuchitril de techo bajo que hacía las veces de dormitorio, salita y estudio, con sus tres sillas rectas, una estantería con cuatro baldas de libros, una mesa cubierta de papeles, lápices, libros, una lupa, fichas de cartulina, impresiones en color de los frescos del palacio Schifanoia, un estudio de Pevsner, un zodiaco del siglo XIV, una desastrada alfombra para perros y la cama. Un lugar algo deteriorado para ahuyentar el frío; oscuro y acogedor. Nina volvió con un plato de galletas y tartaletas.
—Esto es una verdadera afrenta para el perro. ¿Quién es?
Había sonado el timbre. Tiró de la cuerda que abría sin preguntar «Chi è?».
—Ahora lo verás.
No había más de veinte pasos en el tramo de escaleras, pero transcurrió un minuto hasta que llegó el otro invitado, un hombre corpulento de barba gris, envuelto en una capa negra y con la enorme cabeza gris apenas tocada por un sombrero estilo fedora de pana negra. Inclinó la cabeza en dirección a Nina y, tras ser presentado a Edward, se quitó la capa y el sombrero; acto seguido los arrojó sobre el sillón contiguo al sofá donde se hallaba sentado Edward, que notaba el hocico de Charley recorriendo sus zapatos bajo la mesita de café. Entretanto, Edward estaba intentando digerir tanto el nombre de la persona que tenía delante como a la persona en sí. Un famoso provocador, ligeramente encendido. Pero la cara le resultaba tan familiar, incluso desde el primer momento, que Edward tuvo la impresión de que, de alguna forma, había presentido quién era gracias a la lentitud con que subía las escaleras. Cosa que era imposible, aun teniendo en cuenta lo consciente que era de la presencia de Stitch en Italia y de su gran obra allí.
—Supongo que debía haber adivinado quién podía ser —dijo; la camaradería se abrió paso a través de la reverencia—. Fui a su isla el segundo día.
Stitch, al otro lado del sofá, escrutó a Edward con sus ojillos profundos, de un verde brillante, cual hurón a través de un matorral, y luego respondió, con una voz suave y rasposa:
—Creo que hay un par de cosas en Venecia que tienen prioridad.
Un comentario cortante. Ni ofensivo ni agresivo, pero sí contundente. La objeción era a la vez modesta e inmodesta, una verdad que al mismo tiempo invitaba a su negación. Quizá incluso pedía una negación. Cayó un bloque de silencio entrecortado por los ruidos que Nina hacía en la cocina. Edward acusó tanto su peso que tardó al menos un minuto en levantarlo con la pregunta de cuánto tiempo llevaba Stitch en Venecia.
La respuesta tardó un momento en pronunciarse.
—Sesenta y ocho años.
Otro comentario cortante. Como Edward no encontraba manera de sortearlo ni de dejarlo atrás, se dedicó a sudar, tenso e inmóvil, hasta que Nina llevó el té y distribuyó las galletas. A Stitch no parecía molestarle el silencio. Nina sacó temas de conversación: la niebla, las acque alte, el frío prematuro, pequeños ruidos sociales que, sumados a los resultantes de beber té, llenaban la estancia. Stitch asentía, sonreía, bebía. A pesar de que su silencio constituía un obstáculo social conspicuo, Edward presentía que era completamente natural. De hecho, la primera impresión que le procuraba Stitch era la de un inaudito ensimismamiento en lo inmediato. Era como si la habitación se condensara a su alrededor y, sin embargo, ¿qué podía resultar menos enérgico que aquel vejestorio apoltronado mascando galletas?
Mascaba de aquella forma a causa de sus dientes, seis u ocho injertos descoloridos. A lo mejor eran los responsables de su silencio. ¿O es que habría hablado demasiado en otra época? Diez años a la sombra. Dios mío, se dijo Edward, y pensar que estoy en la misma habitación que él. Edward buscaba meter baza en la conversación de nuevo y estaba terminando una pregunta cuando Stitch se puso en pie. A lo mejor solo me ha parecido que la formulaba. No, había oído las palabras resonando en la habitación: «¿Está trabajando en este momento en la isla?». Pues bien, mientras estaba preguntando, o justo después, Stitch se puso en pie; sin decir palabra, cogió su sombrero y su capa, le dio las gracias a Nina y, por último, dedicó a Edward una inclinación de cabeza acompañada de una sonrisa que borró la rudeza de su silencio. Edward se levantó, hizo una reverencia, y dio un paso que le estampó la espinilla contra la mesita de café bajo la cual se había quedado atrapado uno de sus cordones. Cuando Stitch hubo salido, soltó un «Ay», y se la masajeó. Parecía que el dolor iba a ser su único recuerdo. ¿Así era conversar con los grandes?
—¿Por qué no me lo habías dicho? —Se quitó los zapatos con los pies y se echó hacia atrás; puso los pies donde Stitch se había sentado, cosa que por sí misma ya resultaba extrañamente emocionante.
—¿Qué tenía que decirte? Es la tercera vez que viene a tomar el té. Le gusta caminar por la noche y no tiene adónde ir salvo a su casa. L...