Stitch
eBook - ePub

Stitch

  1. 248 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

UN CLÁSICO SECRETO DE LA LITERATURA NORTEAMERICANADel autor de Las hijas de otros hombres«La fluidez del libro es excelente: una escritura llena de gracia, que comunica de inmediato una gran cantidad de sentimientos y significados. Stitch es algo muy bueno». Saul Bellow«Stitch es brillante. Nadie que yo conozca ha retratado a los expatriados estadounidenses con semejante franqueza y vivacidad». John Cheever«Stitch dice la verdad, y, por supuesto, mucho más que la verdad. La emoción está ahí, plenamente. Es el mejor libro de Richard Stern». Bernard Malamud«Siempre he admirado la elegante ficción de Richard Stern por su lenguaje impecable, su refinada erudición y, sobre todo, su brillante ingenio». Thomas Berger«Las obras de Richard Stern poseen el rasgo distintivo de la gran literatura: hacer habitable un mundo cuyo significado se nos escapa, pero cuya belleza no deja de deslumbrarnos». Rafael Narbona, El CulturalEn busca de la gloria literaria, Edward Gunther deja su trabajo como redactor publicitario, vende todo lo que posee y se muda con su esposa y sus tres hijos de Chicago a Venecia. Pero el éxito no llega sin dolor ni tan rápido como esperaba. Durante su primer mes en Italia, Edward lucha por publicar sus ensayos, discute con su esposa sobre las finanzas familiares y se embarca en un inestable romance con la poeta Nina Callahan. Justo cuando parece que sus sueños nunca se harán realidad, descubre que Nina ha trabado amistad con el famoso Thaddeus Stitch, indiscutiblemente uno de los mejores escultores del siglo XX. Si alguien tiene la chispa de la genialidad ese es Stitch, y quizá algo de su energía creativa se contagie a Edward, para quien el aliento de semejante luminaria lo significaría todo. Pero también el maestro se encuentra en un impasse vital. Anciano e incapaz de aceptar que el mundo pueda seguir adelante sin él, el artista siente que su tiempo se agota y que su obra maestra —un conjunto escultórico levantado en una isla en la laguna— terminará también desapareciendo bajo las crecientes aguas del Adriático.Publicada en 1965, poco después de conocer a Ezra Pound —inspiración directa de la figura de Stitch—, Richard Stern firmó, sobre el trasfondo de un invierno neblinoso en una de las más bellas ciudades del mundo, una de sus grandes novelas.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Stitch de Richard Stern, Laura Salas en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Literature General. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Siruela
Año
2022
ISBN
9788419207654
Edición
1
Categoría
Literature

CAPÍTULO 1

El vaporetto a la Giudecca que Edward solía coger por la noche zarpaba del muelle de San Zaccaria a las 11:59, hora extraña que acrecentó su miedo a perderlo y tener que pasar una hora más deambulando por la riva. Necesitaba por lo menos quince minutos para llegar desde Santa Maria del Giglio, a pesar de ir alternando trotecillos con paso ligero. Si la Piazza estaba despejada, los trotes lograban su objetivo y llegaba con un par de minutos de antelación; los hombres de la ACNIL alzaban las manos para tranquilizarlo mientras él corría por el puente que había frente al Hotel Danieli. A pesar del peso creciente que depositaba en las básculas venecianas (ninguna exacta, pero todas de acuerdo en que su carne se acumulaba), sus carreras mejoraron a lo largo de octubre, pero, en noviembre, la marea alta de la Piazza y de los puentes lo retrasaba tres o cuatro minutos, el tiempo que tardaba en vadearla a saltitos y brincar de una tabla a otra en la pasarela elevada de la Piazza. Una o dos veces había cogido el barco en el mismo momento en que desataban los cabos de los bolardos.
El jueves anterior a lo que sería el Día de Acción de Gracias en los Estados Unidos —los Gunther no se habían acordado hasta que McGowan, aquel cónsul insensato y lascivo, dijo que les iba a llevar un pavo del economato militar de Vicenza—, Edward no solo encontró marea alta, sino una niebla terrorífica que ocultaba la ciudad y lo obligó a ir dando palos de ciego por calles y puentes hasta la Piazza, donde comenzó a dar zancadas con el brazo extendido ante él para interponerlo en el camino de lo que pudiese aparecer. La gran anchura de la Piazza era apenas una gasa de luz, y el Campanile, que de costumbre aparecía ante él como el Empire State, era una vaga sospecha de piedra en medio de la falta de precisión general. Cuando empezó a tantear los grandes pilares del Palacio Ducal para sortearlos, dieron en sonar las campanas de medianoche; primero las de San Zaccaria y luego la Marangona, la barítona del Campanile, difusa ella también por la niebla. «Lo he perdido». Una sirena de niebla rezongó sobre la laguna invisible.
De la ventanilla de los billetes colgaba un cartel: los barcos no cruzarían hasta que no se despejase la niebla; el empleado de la ACNIL que había en el interior suponía que harían falta horas. Edward se sentó en la barandilla del muelle, temblando y sudando, enjugándose la cabeza con su bufanda amarilla, inspirando profundamente y luchando por mantener el estampido que habitaba el interior de su pecho a un nivel inaudible. En medio de aquel algodón helado y sin filos, el viento empujaba las góndolas contra las cuerdas dentro de su encierro acuático; las cuerdas se deslizaban de arriba abajo y arrancaban gemidos de las estacas. «Atrapado».
Regresó caminando por donde había corrido, con la difusa intención de dirigirse al Zattere, al otro lado de la ciudad, desde donde salían traghettos rumbo a la Giudecca cada media hora, con niebla o sin ella, pero para cuando llegó al Palacio y empezó a caminar a tientas de pilar en pilar, ya había decidido volver a casa de Nina.
En Santa Maria del Giglio, subió la calle, llamó al timbre, respondió al «Chi è?» con un «Otra vez yo» y corrió escaleras arriba con el nuevo chucho de Nina, Charley, regalo de un gondolero, pisándole los talones.
—Niebla. No hay barcos.
Ella aún llevaba el jersey y la falda. Él se quitó el abrigo y los zapatos y se tumbó en el incomodísimo sofá.
—¿No tienes sueño hoy?
—No eres el único invitado esta noche.
¿Sería posible?
—Lo siento, Nina. —Fue a buscar sus zapatos—. Me marcharé.
—Quédate donde estás. No es necesario evacuar. El té estará listo dentro de un minuto. No te habría dejado entrar si fuese una situación comprometida.
A lo mejor era una mujer. Está claro que debería ponerse los zapatos y ajustarse la corbata. Pero ¿por qué no se lo había dicho antes?
Nina entró en la cocina, un pequeño cuadrado contiguo al cuchitril de techo bajo que hacía las veces de dormitorio, salita y estudio, con sus tres sillas rectas, una estantería con cuatro baldas de libros, una mesa cubierta de papeles, lápices, libros, una lupa, fichas de cartulina, impresiones en color de los frescos del palacio Schifanoia, un estudio de Pevsner, un zodiaco del siglo XIV, una desastrada alfombra para perros y la cama. Un lugar algo deteriorado para ahuyentar el frío; oscuro y acogedor. Nina volvió con un plato de galletas y tartaletas.
—Esto es una verdadera afrenta para el perro. ¿Quién es?
Había sonado el timbre. Tiró de la cuerda que abría sin preguntar «Chi è?».
—Ahora lo verás.
No había más de veinte pasos en el tramo de escaleras, pero transcurrió un minuto hasta que llegó el otro invitado, un hombre corpulento de barba gris, envuelto en una capa negra y con la enorme cabeza gris apenas tocada por un sombrero estilo fedora de pana negra. Inclinó la cabeza en dirección a Nina y, tras ser presentado a Edward, se quitó la capa y el sombrero; acto seguido los arrojó sobre el sillón contiguo al sofá donde se hallaba sentado Edward, que notaba el hocico de Charley recorriendo sus zapatos bajo la mesita de café. Entretanto, Edward estaba intentando digerir tanto el nombre de la persona que tenía delante como a la persona en sí. Un famoso provocador, ligeramente encendido. Pero la cara le resultaba tan familiar, incluso desde el primer momento, que Edward tuvo la impresión de que, de alguna forma, había presentido quién era gracias a la lentitud con que subía las escaleras. Cosa que era imposible, aun teniendo en cuenta lo consciente que era de la presencia de Stitch en Italia y de su gran obra allí.
—Supongo que debía haber adivinado quién podía ser —dijo; la camaradería se abrió paso a través de la reverencia—. Fui a su isla el segundo día.
Stitch, al otro lado del sofá, escrutó a Edward con sus ojillos profundos, de un verde brillante, cual hurón a través de un matorral, y luego respondió, con una voz suave y rasposa:
—Creo que hay un par de cosas en Venecia que tienen prioridad.
Un comentario cortante. Ni ofensivo ni agresivo, pero sí contundente. La objeción era a la vez modesta e inmodesta, una verdad que al mismo tiempo invitaba a su negación. Quizá incluso pedía una negación. Cayó un bloque de silencio entrecortado por los ruidos que Nina hacía en la cocina. Edward acusó tanto su peso que tardó al menos un minuto en levantarlo con la pregunta de cuánto tiempo llevaba Stitch en Venecia.
La respuesta tardó un momento en pronunciarse.
—Sesenta y ocho años.
Otro comentario cortante. Como Edward no encontraba manera de sortearlo ni de dejarlo atrás, se dedicó a sudar, tenso e inmóvil, hasta que Nina llevó el té y distribuyó las galletas. A Stitch no parecía molestarle el silencio. Nina sacó temas de conversación: la niebla, las acque alte, el frío prematuro, pequeños ruidos sociales que, sumados a los resultantes de beber té, llenaban la estancia. Stitch asentía, sonreía, bebía. A pesar de que su silencio constituía un obstáculo social conspicuo, Edward presentía que era completamente natural. De hecho, la primera impresión que le procuraba Stitch era la de un inaudito ensimismamiento en lo inmediato. Era como si la habitación se condensara a su alrededor y, sin embargo, ¿qué podía resultar menos enérgico que aquel vejestorio apoltronado mascando galletas?
Mascaba de aquella forma a causa de sus dientes, seis u ocho injertos descoloridos. A lo mejor eran los responsables de su silencio. ¿O es que habría hablado demasiado en otra época? Diez años a la sombra. Dios mío, se dijo Edward, y pensar que estoy en la misma habitación que él. Edward buscaba meter baza en la conversación de nuevo y estaba terminando una pregunta cuando Stitch se puso en pie. A lo mejor solo me ha parecido que la formulaba. No, había oído las palabras resonando en la habitación: «¿Está trabajando en este momento en la isla?». Pues bien, mientras estaba preguntando, o justo después, Stitch se puso en pie; sin decir palabra, cogió su sombrero y su capa, le dio las gracias a Nina y, por último, dedicó a Edward una inclinación de cabeza acompañada de una sonrisa que borró la rudeza de su silencio. Edward se levantó, hizo una reverencia, y dio un paso que le estampó la espinilla contra la mesita de café bajo la cual se había quedado atrapado uno de sus cordones. Cuando Stitch hubo salido, soltó un «Ay», y se la masajeó. Parecía que el dolor iba a ser su único recuerdo. ¿Así era conversar con los grandes?
—¿Por qué no me lo habías dicho? —Se quitó los zapatos con los pies y se echó hacia atrás; puso los pies donde Stitch se había sentado, cosa que por sí misma ya resultaba extrañamente emocionante.
—¿Qué tenía que decirte? Es la tercera vez que viene a tomar el té. Le gusta caminar por la noche y no tiene adónde ir salvo a su casa. L...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. CAPÍTULO 1
  6. CAPÍTULO 2
  7. CAPÍTULO 3
  8. CAPÍTULO 4
  9. CAPÍTULO 5
  10. CAPÍTULO 6
  11. CAPÍTULO 7
  12. CAPÍTULO 8
  13. CAPÍTULO 9
  14. CAPÍTULO 10
  15. CAPÍTULO 11
  16. CAPÍTULO 12
  17. CAPÍTULO 13
  18. CAPÍTULO 14
  19. CAPÍTULO 15
  20. CAPÍTULO 16
  21. CAPÍTULO 17
  22. CAPÍTULO 18
  23. CAPÍTULO 19