Introducción
Esta novela está ambientada en Iraq. Sus personajes son ficticios, aunque aparecen algunas personas conocidas, puesto que existe una relación directa entre ellas y los acontecimientos que se desarrollan en la historia.
Quien esté leyendo estas páginas se sumergirá en una explícita muestra de los violentos abusos que sufren muchas mujeres en el mundo; sobre todo, las que conviven en un contexto bélico. Este relato también puede llegar a ser un reflejo de las adversidades a las que se han tenido que enfrentar —y se siguen enfrentando— las mujeres a lo largo de la historia. Si hablamos de guerra en el momento actual, posamos la mirada muy lejos de aquí, pero no debemos olvidarnos de aquellas mujeres que sufrieron la represión durante la guerra civil, ni de las calamidades que tuvieron que soportar durante la posguerra y toda la dictadura franquista. Nuestras propias abuelas fueron testigos directos de muchas aberraciones. ¿No es así?
Todavía falta mucho para que dejemos de hablar de «la igualdad entre hombres y mujeres». Cuando dejemos de hacerlo, habremos conseguido tal igualdad. Mientras tanto, no renunciemos a denunciar la injusticia latente a través de la escritura, con el pincel o mediante canciones…
Las mujeres de esta historia viven con un miedo constante a ser violadas, golpeadas o asesinadas por hombres desalmados, como tantas otras mujeres que han tenido la mala suerte de nacer en países declarados en guerra. Pero no tienen más fortuna aquellas que viviendo en países «en paz», como el nuestro, sufren su propia guerra a diario. En España, más de mil mujeres han sido asesinadas por sus parejas o sus exparejas desde el año 2003 hasta la fecha de hoy.
No quisiera que esta novela fuera tan dramática; no obstante, el total desamparo que padecen muchas mujeres es una cruda realidad que debiera incumbirnos a todos. ¡No las hagamos invisibles! Aceptemos que esta barbarie ocurre con demasiada frecuencia. Denunciémoslas y hagámoslas públicas: por ellas, por nosotras.
19 de marzo de 2003
El ataque era inminente. Los canales informativos de la televisión iraquí hacía días que difundían la noticia. El ejército de Estados Unidos estaba preparado para desplegar todo un arsenal sobre Iraq. Habían lanzado un ultimátum al dictador Saddam Hussein: o procedía al desarme de su país o comenzaba la ofensiva. George Bush iba a liderar la invasión. Tenía el apoyo militar del Reino Unido, gobernado por Tony Blair, y el respaldo político de otros países, como España, con su presidente José María Aznar. El plan que habían ideado conjuntamente tenía la finalidad de doblegar el régimen iraquí. Las televisiones de todo el mundo retransmitían las declaraciones del líder norteamericano, que acusaba a Saddam Hussein sobre la tenencia de armas de destrucción masiva. Aquella noche, Ahlam y su marido miraron expectantes las noticias hasta bien entrada la madrugada, no podían despegarse de la pantalla mientras escuchaban una y otra vez los mensajes desafiantes de aquellos jefes de Estado.
Ahlam no se encontraba nada bien, le estaba costando más que de costumbre conciliar el sueño. Llevaba semanas con una extraña opresión en la zona pélvica que se había acentuado en aquellos días tan convulsos, seguramente el miedo y la incertidumbre estaban perjudicando su avanzado estado de embarazo. El nerviosismo también se estaba apoderando del sosiego habitual en las calles, la gente no hablaba de otra cosa, todas las conversaciones se centraban en el peligro que estaba a punto de entrometerse en sus vidas. El ambiente reflejaba confusión y las opiniones de los ciudadanos eran contradictorias, motivo por el cual las discusiones habían tomado protagonismo en la vida cotidiana de los iraquíes en las últimas semanas. Las personas más pesimistas se mostraban aterradas imaginando qué desgracia podía volver a caer sobre ellos, todavía no habían podido olvidar las nefastas consecuencias de la Guerra del Golfo. En cambio, los más escépticos no creían que Occidente se aventurase a iniciar otra guerra.
—Ahlam, vamos a dormir. En este momento estas informaciones son nefastas para tu salud. Procura tranquilizarte —habló Nassim.
—Sí, tienes razón, intentaré relajarme. Ya hace varios días que casi no duermo. No puedo vivir atemorizada por algo que quizá no suceda.
Se levantaron del sofá que ocupaba una de las esquinas del salón y se dirigieron hacia el dormitorio, no sin antes desconectar el televisor y apagar las luces que se habían mantenido encendidas en las últimas horas del día. Se quitaron la ropa de día y se pusieron unos cómodos camisones de algodón, que todavía desprendían el suave olor al jabón con el que solían lavar la ropa. Ahlam aspiró aquella dulce fragancia que le ayudó a sentirse algo mejor. Solían dormir acurrucados, a Nassim le gustaba abrazar a su mujer y sentir la espalda de esta junto a su pecho. No se habían dormido todavía cuando Ahlam sintió una fuerte punzada que le obligó a doblegarse sobre su propio cuerpo. Su marido se sobresaltó y encendió la lamparilla de la mesita de noche, pudo comprobar entonces que un tono apagado se había apoderado del hermoso color cobrizo del rostro de Ahlam. La joven se apoyó en él y con un leve quejido le pidió que colocase un par de almohadas en el cabezal de la cama. Respiró hondo durante unos minutos, y cuando se recuperó le reveló que llevaba días con aquel intenso dolor y que comenzaba a temer que algo no fuera bien en su embarazo.
—Mañana a primera hora iremos a visitar a tu doctor, urgentemente.
Ahlam accedió sin rechistar, comenzaba a estar preocupada.
Nassim apagó la luz, y la habitación quedó totalmente a oscuras. Se abrazó de nuevo a su joven esposa y se durmió acariciando su espeso cabello. Pasaban los minutos y Ahlam era incapaz de dormirse. Mil pensamientos inundaban su mente, pensaba en su marido y en lo bondadoso que siempre había sido con ella. Hacía un año que había padecido un aborto espontáneo, y él jamás se lo había reprochado. Conocía a mujeres que habían sido repudiadas por sus maridos tras haber perdido a sus bebés prematuramente. Temía que, si volvía a tener problemas con su embarazo, Nassim quisiera casarse con una segunda esposa. En Iraq hay una ley que permite que los hombres contraigan matrimonio con otra mujer sin necesitar el consentimiento de la primera. Si eso ocurriera, lo aceptaría sin objeciones, prefería pasar a ser la segunda esposa de Nassim que ser una mujer divorciada. ¿Qué haría sola? Si la abandonaba, no podría volver al hogar de sus padres. Eran personas muy mayores, que vivían con austeridad en una zona rural. Aquello significaría una vergüenza para la familia, y ella no estaba dispuesta a hacerles pasar ese mal trago. Un sudor frío comenzó a cubrirle el cuerpo, por tan solo imaginarse aquella posibilidad, así que se obligó a dejar de pensar en tales cosas. Ni iba a perder al bebé, ni iba a comenzar una horrible guerra. Intentó sentir el calor que desprendía el cuerpo de Nassim, y dejó que su bello rostro la visitara de forma imaginaria, entonces fue capaz de sentirse en paz. Siempre había estado muy enamorada de él, desde el primer momento en que lo vio, cuando todavía era una niña.
Nassim mantenía el color negro azabache de su cabello y continuaba teniendo aquel voluminoso flequillo que solía llevar peinado hacia un lado. A Ahlam le gustaba que él acariciara su larga melena, solía hacerlo cuando estaban a solas en casa. Fuera del hogar lo llevaba cubierto, no podía permitir que ningún otro hombre lo viera, tal y como marca la tradición islámica.
Aunque los párpados de Nassim y la oscuridad de la noche cubrieran el brillo de sus ojos, ella podía seguir apreciándolo, incluso podía ver aquel color azulado que la cautivó en su niñez.
Ahlam siempre le agradeció que tuviera el valor de pedirla en matrimonio. Sus padres accedieron sin inconvenientes, así que ella pudo casarse a los dieciséis años con el muchacho al que adoraba. En aquel entonces, Nassim contaba con veinte años. Él le reconocía que siempre le pareció la niña más afable y hermosa que había conocido jamás. Aquellos tirabuzones con reflejos de color caoba y sus avispados ojos negros le habían quitado el sueño en más de una ocasión, sobre todo en aquella primera infancia. Después de contraer matrimonio, él le manifestaba que se sentía orgulloso de ser el único hombre que podía ver aquella melena suelta, y el único que podía besarla mientras acariciaba su cabellera.
Con todos esos recuerdos danzando en el interior de su mente, Ahlam logró dormirse, y a un lado quedaron aparcados los primeros pensamientos negativos de la noche.
Un gran estruendo los despertó. Se levantaron sobresaltados de la cama y corrieron hasta el comedor; una vez allí, miraron por la ventana...