Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta
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Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta

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Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta

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Hace ciento setenta años, Élisée Reclus, entonces de veinticinco, tomó una goleta en Colón, Panamá, con destino a Cartagena. En algún lugar de la Sierra Nevada pensaba fundar una colonia agrícola y continuar las exploraciones geográficas. Concretó el proyecto colonizador en San Antonio, en inmediaciones del río Chiruá, luego de superar un naufragio en la desembocadura del Dibulla y al alto costo de contraer una fiebre infecciosa que lo mantuvo confinado, durante varías semanas, en una derruida casa de Dibulla. El proyecto empresarial fracasó antes de recoger el primer fruto, al desertar el socio, Jaime Chaistang, un francés algo mayor cuyo carácter irascible alejó a los trabajadores mestizos contratados y deterioró las relaciones con los indígenas aruacos, vecinos y proveedores de alimentos de la naciente colonia. Enfermo aún, sin capital y sin fuerzas, regresó en mula a Dibulla y por mar a Riohacha. Viaje a la Sierra Nevada, aparte de una aventura personal, ofrece de primera mano cuadros muy vívidos de las poblaciones y tipos humanos que Reclus trató una vez desembarcó en Cartagena: puerto recién salido de la peste del cólera. Sus observaciones sobre Barranquilla, Ciénaga, Santa Marta y Riohacha son citadas, una y otra vez, por los estudiosos regionales de la segunda mitad del siglo XIX. Los juicios sobre las posibilidades económicas de la Sierra Nevada y los conflictos detectados entre sus grupos humanos —indígenas, mestizos, negros, colonos blancos— mantienen sorprendente validez, aunque el macizo haya perdido buena parte de sus bondades naturales, sobre todo en la última media centuria de conflicto armado y narcotráfico. La lectura del libro sigue siendo contagiosa. El estilo aúna a las virtudes del naturalista, el franco espíritu narrativo del fabulador.

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Información

Año
2020
ISBN
9789587462845
Categoría
History
Categoría
Social History

VI

SANTA MARTA

Santa Marta está situada en un paraíso terrestre. Sentada al borde de una playa que se extiende en forma de concha marina, agrupa sus casas blancas bajo el follaje de las palmeras y brilla al sol como un diamante incrustado en una esmeralda. Alrededor de la ciudad, la explanada, redondeándose en un vasto círculo, se levanta en suaves ondulaciones hacia la base de las montañas. Estas sobreponen unas a otras sus gigantescas gradas, matizadas con gran variedad por la vegetación que las cubre y la trasparente atmósfera, cuyo azul se condensa alrededor de las altas cimas; las nubes se esparcen en grandes rastros blancos en los valles superiores, se agrupan en bandas sobre las cimas, y por entre este amontonamiento de nubes, picos y montañas de toda forma, brota la soberbia Horqueta, cuya doble cabeza que se levanta y domina el horizonte, parece reinar sobre el espacio inmenso. Los enormes contrafuertes sobre los cuales se apoya el pico de dos cabezas proyectan a derecha e izquierda dos cadenas de montañas que se arquean alrededor de la explanada de Santa Marta, rebajan por una sucesión de graciosos declives la larga arista de sus cimas, y sumergen en el mar, a cada lado del puerto, sus escarpados promontorios, cada uno con una vieja y arruinada fortaleza. Así la explanada parece sostenida en los brazos del gigantesco Horqueta y dulcemente inclinada como un canastillo de follaje hacia las ondas deslumbrantes de luz.
El promontorio del norte continúa por una cadena submarina y vuelve a presentarse fuera de las aguas formando el Morrillón y el Morro, islas pedregosas que sirven de quiebra-olas al puerto. El conjunto del paisaje encerrado en este recinto es de una armonía indescriptible: todo es rítmico en ese pequeño mundo, limitado hacia el continente, pero abierto del lado de las aguas infinitas; todo parece haber seguido la misma ley de ondulación desde las altas montañas de cimas redondas hasta las líneas de espuma, débilmente trazadas sobre la arena. ¡Cuán dulce es contemplar ese admirable cuadro! Se mira, se mira sin cesar, y no se sienten pasar las horas. Sobre todo, en la tarde, cuando el borde inferior del sol principia a sumergirse en el mar y que el agua tranquila viene a suspirar al pie de la ribera, la verde explanada, los oscuros valles de la Sierra, las rosadas nubes y las lejanas cimas como salpicadas de polvo de fuego, presentan un espectáculo tan bello, que el viajero absorto parece que no tiene vida sino para ver y admirar. Los que han tenido la dicha de contemplar este grandioso paisaje jamás lo olvidan. Uno de mis amigos granadinos, a quien antes de ir a Santa Marta le había pedido algunos datos de esta ciudad, solamente pudo responderme con una sonrisa de pesar y con esta palabra: ¡Ay!
Joseph De Brettes, Pico Cristóbal Colón (sommet de la sierra Nevada de Santa Martha 5887), 1891. Biblioteca Nacional de Francia. París.
El interior de la ciudad no está en armonía con la magnificencia de la naturaleza que la rodea. Santa Marta es el primer establecimiento que los españoles fundaron en la costa firme granadina, y, a pesar de la antigüedad de este origen, a pesar de su hermoso puerto y de su título de capital del Magdalena, a pesar de la fertilidad de su explanada y de sus montañas, cuenta cuando más con una población de 4000 habitantes. Las calles, anchas y cortadas a ángulos rectos, como las de todas las ciudades de menos de cuatro siglos de existencia, no han sido empedradas jamás, y durante los días de fuertes brisas, presentan a la vista una perspectiva de torbellinos de arena en la que el pasajero no se atreve a aventurarse. Las casas son bajas y mal construidas en general; en los barrios apenas hay simples cabañas de estacas y tierra, cubiertas con techos de palmas y pobladas de escorpiones y de innumerables arañas. En 1825, tres siglos después de la fundación de Santa Marta, un temblor de tierra33 derribó más de cien casas, y abrió grietas en los muros de su catedral y de sus cuatro iglesias. Desde esta época los pedazos de ladrillos y argamasa no se han escombrado, las ruinas no han sido reedificadas, las grietas se abren cada día más; solamente el tiempo ha decorado de arbustos las desplomadas paredes, y tejido sobre la alta cúpula de la iglesia mayor una verde guirnalda toda mezclada de flores amarillas y rojas. En esta ciudad, tan arruinada aun como al día siguiente del temblor de tierra, solamente vi una casita nueva y los cimientos de un edificio sin concluir, que debía servir para un gran colegio provincial. La morada del más rico comerciante de la ciudad, en otro tiempo verdadero palacio, no presenta ya del lado del mar sino un conjunto de ruinas; paredes desplomadas rodean el jardín lleno de escombros amontonados, cuerpos de columnas y capiteles cubren el suelo y árboles espinosos crecen en medio de las piedras34.
A pesar de estas huellas del desastre de 1825, Santa Marta está muy distinto de producir en el espíritu la misma lúgubre impresión que Cartagena: las calles son más anchas, las casas que dejó en pie el temblor de tierra están blanqueadas con cal o pintadas de alegres colores, y además la naturaleza es tan bella que arroja un reflejo de su belleza sobre la ciudad agazapada a sus pies en medio de los árboles. Desde la división de la Nueva Granada en ocho repúblicas federales, Santa Marta ha decretado la construcción de un faro en el Morro, establecido muchas instituciones de utilidad pública y fundado una escuela de enseñanza superior. ¡Pueda ella continuar en esta vía y deje de ofrecer cuanto antes un penoso contraste con el Dorado que lo rodea!
Edward Walhouse Mark, Catedral de Santa Marta (Interior), 1843. Colección de Arte del Banco de la República, Colombia.
Delante de las casas, en el centro de la extensa curva delineada por la playa se levantan las ruinas de un antiguo fuerte, cuyas murallas medio roídas se desmigajan piedra a piedra en las ondas invasoras. Los bongos de la Ciénega, cargados de plátanos, pescados y cocos, anclan al pie de la fortaleza, y es en medio de los montones de piedras, sobre la cima de las murallas, que los indios ostentan sus productos. Las mujeres de la ciudad, en general con vestidos demasiado cortos, vienen allí en tropel a buscar sus provisiones del día. Nada tan pintoresco como este mercado al aire libre, sobre muros que se desploman en las azules ondas.
Anónima, Imagen de la bahía de Santa Marta, fines del siglo XIX.
Las grandes naves de Europa y de los Estados Unidos anclan a la distancia de un kilómetro hacia el norte, en el fondo mismo de la ensenada y al pie del promontorio que la protege contra los vientos del norte y del este. La playa que se extiende entre los promontorios y la ciudad, está circundada de un lado por el mar, del otro por salinas algunas veces inundadas. Por la tarde sirve de paseo a la población que la recorre en todos sentidos, una gran parte a pie, otra a caballo y tal cual en coche. La aduana, un almacén arruinado para depósito, un muelle, algunas enramadas levantadas sobre los bultos de mercaderías, son las únicas construcciones que se ven en el puerto, que lejos de presentarse como un centro de actividad, parece más bien un lugar de placer. En todos los instantes del día, nadadores blancos y negros se precipitan desde lo alto del muelle, retozan como tritones alrededor de las naves y cambian el azul de la superficie del mar en las olas de blanca espuma; los zambos ociosos permanecen en la ribera y los marineros apoyados en el bordaje de las embarcaciones, juzgan las proezas de los nadadores y con estrepitosos aplausos rinden homenaje a los más hábiles.
De repente después de las primeras horas de la mañana, consagradas al mercado, las plazas y calles de Santa Marta pierden la fisonomía animada que les había dado la concurrencia de los indios, y el farniente viene a ser tan general como en el puerto: las cuatrocientas o quinientas tiendas abiertas en todas las esquinas de las calles que ofrecen a los compradores una pequeña provisión de plátanos, cazabes, fósforos químicos y chicha35 quedan vacías; los habitantes de Gaira, Mamatoco y Masinga se retiran en caravanas, arreando una larga procesión de asnos y mulas. Entonces los samarios que quedan en posesión de la ciudad, principian su siesta, o bien se sientan a los umbrales de las puertas, conversan alegremente sobre los incidentes de la mañana, mientras que las señoritas, a la extremidad de los frescos corredores, se mecen en sus hamacas suspendidas en las columnas de los patios. A medida que el calor aumenta, las voces se extinguen poco a poco, los i...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. PREFACIO
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI