3 Libros para Conocer Ciencia Ficción
eBook - ePub

3 Libros para Conocer Ciencia Ficción

  1. 317 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

3 Libros para Conocer Ciencia Ficción

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados.Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías.Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: Ciencia Ficción.• Mirando atrás desde 2000 a 1887 por Edward Bellamy.• Frankenstein por Mary Shelley.• Planilandia por Edwin Abbott Abbott.Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a 3 Libros para Conocer Ciencia Ficción de Mary Shelley, Edwin Abbott Abbott, Edward Bellamy, August Nemo en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Letteratura y Fantascienza. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Tacet Books
Año
2021
ISBN
9783985518876
Categoría
Letteratura
Categoría
Fantascienza

Mirando atrás desde 2000 a 1887

Edward Bellamy

Prefacio del autor

Viviendo como vivimos en el año que cierra el siglo veinte, disfrutando de las bendiciones de un orden social a la vez tan sencillo y lógico que no parece sino el triunfo del sentido común, no hay duda de que es difícil comprender, para aquellos cuyos estudios no han sido en gran parte históricos, que la presente organización de la sociedad tiene, en su plenitud, menos de un siglo de edad. No hay hecho histórico, sin embargo, mejor establecido, que hasta casi el final del siglo diecinueve era creencia general que el antiguo sistema industrial, con todas sus espantosas consecuencias sociales, estaba destinado a perdurar, posiblemente con algún pequeño remiendo, hasta el fin de los tiempos. ¡Qué extraño y casi increíble parece que una tan prodigiosa transformación moral y material como la que ha tenido lugar desde entonces haya podido ser llevada a cabo en un intervalo tan breve! La presteza con la cual los hombres se acostumbran, como a algo natural, a las mejoras en su condición, que, cuando fueron anticipadas, parecían no dejar lugar a desear nada más, no podría ser ilustrada de forma más notable. ¡Qué reflexión podría ser mejor calculada para presidir el entusiasmo de los reformadores que cuentan para su recompensa con la entusiasta gratitud de las edades futuras!
El propósito de este volumen es ayudar a las personas que, mientras desean adquirir una idea más definida acerca de los contrastes sociales entre el siglo diecinueve y el veinte, se ven intimidados por el aspecto formal de las historias que tratan sobre dicho asunto. Alertados por la experiencia de un maestro, de que el aprender es considerado una fatiga para el cuerpo, el autor ha buscado aliviar el carácter instructivo del libro moldeándolo en forma de una narrativa romántica, que estaría gustoso de imaginar no completamente carente de interés para sí mismo.
El lector, para quien las instituciones sociales modernas y sus principios subyacentes son algo natural, puede encontrar a veces que las explicaciones del Dr. Leete acerca de ellas son bastante manidas, pero debe recordarse que para el invitado del Dr. Leete no eran algo natural, y que este libro está escrito con el expreso propósito de inducir al lector a olvidar por un momento que así lo son. Una cosa más. El tema casi universal de los escritores y oradores que han celebrado esta época bimilenaria ha sido el futuro en vez del pasado, no el avance que se ha producido, sino el progreso que se producirá, siempre hacia adelante y hacia arriba, hasta que el curso de los tiempos alcance su inefable destino. Esto está bien, absolutamente bien, pero me parece que en ninguna parte podemos encontrar una base más sólida para audaces predicciones del desarrollo humano durante los próximos mil años, que "Mirando Atrás", al progreso de los últimos cien.
Que este volumen sea tan afortunado que encuentre lectores cuyo interés en el asunto los incline a pasar por alto las deficiencias en el tratamiento es la esperanza con la que el autor se hace a un lado y deja que el Sr. Julian West hable por sí mismo.

I

Vi la luz por primera vez en la ciudad de Boston en el año 1857. "¿Qué?" dirás, "¿mil ochocientos cincuenta y siete? Este es un curioso desliz. Quiere decir mil novecientos cincuenta y siete, desde luego". Pido disculpas, pero no hay error. Eran alrededor de las cuatro de la tarde del 26 de diciembre, un día después de Navidad, del año 1857, no 1957, cuando respiré por primera vez el viento de levante de Boston, que, aseguro al lector, en aquel remoto período se distinguía por la misma penetrante cualidad que lo caracteriza en el presente año de gracia, 2000.
Estas afirmaciones parecen tan absurdas en su apariencia, especialmente si añado que soy un joven que aparenta alrededor de treinta años, que nadie puede ser culpado por rehusar leer una palabra más de lo que promete ser una mera imposición sobre su credulidad. Sin embargo aseguro de todo corazón al lector que no hay pretensión alguna de imposición, y me encargaré, si me presta atención durante unas páginas, de convencerle de esto por completo. Si puedo, entonces, suponer provisionalmente, con el compromiso de justificar la suposición, que conozco mejor que el lector cuándo he nacido, proseguiré con mi narrativa. Como todo colegial sabe, en la última parte del siglo diecinueve la civilización de hoy en día, o cualquier cosa semejante, no existía, aunque los elementos que iban a desarrollarla ya estaban en fermentación. Sin embargo, nada ha ocurrido para modificar la secular división de la sociedad en cuatro clases, o naciones, como podría llamárselas más adecuadamente, puesto que las diferencias entre ellas eran mucho mayores que las que hay entre las naciones actualmente, de los ricos y los pobres, de los educados y los ignorantes. Yo mismo era rico y también educado, y poseía, por consiguiente, todos los elementos de felicidad que disfrutaban los más afortunados de aquella época. Viviendo en el lujo, y ocupado únicamente en la prosecución de los placeres y refinamientos de la vida, derivaba los medios de mi manutención del trabajo de otros, no prestándoles ningún servicio a cambio. Mis padres y abuelos habían vivido de la misma manera, y yo esperaba que mis descendientes, si los tuviese, disfrutarían de una análoga fácil existencia.
Pero ¿cómo podía yo vivir sin dar servicio al mundo? preguntarás. ¿Por qué debería el mundo haber sustentado en absoluta ociosidad a uno que era capaz de dar servicio? La respuesta es que mi bisabuelo había acumulado una suma de dinero de la cual han vivido sus descendientes desde entonces. La suma, inferirás naturalmente, debe haber sido muy grande para no haberse agotado en la manutención de tres generaciones en la ociosidad. Este, sin embargo, no era el caso. La suma no había sido originalmente grande en absoluto. Era, de hecho, mucho mayor ahora que tres generaciones habían sido mantenidas en la ociosidad gracias a ella, que lo que era en un principio. Este misterio de uso sin consumición, de calentamiento sin combustión, parece magia, pero era meramente una ingeniosa aplicación del arte ahora felizmente perdido pero llevado a una gran perfección por tus antepasados, de desplazar la carga de la propia manutención para ponerla sobre los hombros de otros. Del hombre que había conseguido esto, y era el fin perseguido, se decía que vivía de las rentas de sus inversiones. Explicar llegados a este punto cómo los antiguos métodos de la industria hicieron esto posible nos retrasaría demasiado. Sólo me detendré ahora para decir que el interés sobre las inversiones era una especie de impuesto a perpetuidad sobre el producto de aquellos ocupados en la industria, que una persona que poseía o heredaba dinero era capaz de recaudar. No debe suponerse que una organización que parece tan antinatural y disparatada conforme a las nociones modernas nunca fue criticada por tus antepasados. Hubo un esfuerzo de legisladores y profetas de las primeras épocas para abolir el interés, o al menos para limitarlo a las tasas más pequeñas posibles. Todos estos esfuerzos, sin embargo, fracasaron como necesariamente debían hacerlo, en la medida en que las antiguas organizaciones sociales prevalecieron. En la época de la cual escribo, la última parte del siglo diecinueve, los gobiernos se habían en general dado por vencidos de intentar regular el asunto en modo alguno.
Como un intento de dar al lector alguna impresión general del modo en que la gente convivía en aquellos días, y especialmente de las relaciones entre los ricos y los pobres, quizá lo mejor que puedo hacer es comparar la sociedad como era entonces con un carruaje prodigioso al que las masas de la humanidad estuviesen unidas con arreos y del que tirasen laboriosamente a lo largo de un camino muy montañoso y arenoso. El conductor estaba hambriento y no permitía que nadie se quedase rezagado, aunque el paso era necesariamente muy lento. A pesar de la absoluta dificultad de tirar del carruaje a lo largo de un camino tan difícil, la parte superior del carruaje estaba cubierta con pasajeros que nunca bajaban, ni siquiera en las subidas más pronunciadas. En estos asientos de la parte superior se notaba una brisa muy suave y eran muy cómodos. Bien elevados por encima del polvo, sus ocupantes podían disfrutar del paisaje a su placer, o discutir críticamente los méritos del equipo que se esforzaba. Naturalmente tales plazas estaban muy solicitadas y la competición por ellas era intensa, cada uno perseguía como primer objetivo en la vida el asegurarse un asiento en el carruaje para sí mismo y dejárselo a su hijo después de él. Por la regla del carruaje, un hombre podía dejar su asiento a quien él quisiese, pero por otra parte había muchos accidentes por los cuales podía perderse por completo. A pesar de que eran tan cómodos, los asientos eran muy inseguros, y en cada sacudida imprevista del carruaje había personas que se resbalaban fuera de ellos y se caían al suelo, donde eran instantáneamente obligados a agarrar la cuerda y ayudar a arrastrar el carruaje sobre el cual habían anteriormente ido montados tan placenteramente. Naturalmente perder el asiento se consideraba una desgracia terrible, y la aprensión de que esto pudiese sucederles a ellos o a sus amigos era una nube constante sobre la felicidad de aquellos que iban montados.
Pero ¿pensaban solamente en sí mismos? preguntarás. ¿Su mero lujo no se tornaba intolerable para ellos por comparación con la suerte de sus hermanos y hermanas que estaban con los arreos, y el conocimiento de que su propio peso se añadía a su duro trabajo? ¿No tenían compasión por sus semejantes de quienes solamente la fortuna les diferenciaba? Oh, sí; la conmiseración era expresada frecuentemente por aquellos que iban montados, hacia aquellos que tenían que tirar del carruaje, especialmente cuando el vehículo llegaba a un mal lugar en el camino, como ocurría constantemente, o a una colina particularmente escarpada. En tales momentos, el desesperado esfuerzo del equipo, sus agonizantes saltos y caídas bajo el despiadado azote del hambre, los muchos que desfallecían en la cuerda, y eran pisoteados en el fango, formaban un espectáculo inquietante, que a menudo provocaba manifestaciones de sentimientos sumamente creíbles, en lo alto del carruaje. En tales momentos, los pasajeros habrían regañado alentadoramente a los que trabajaban duro en la cuerda, exhortándolos a que tuviesen paciencia y mantuviesen las esperanzas de una posible compensación en otro mundo a cambio de la crudeza de su suerte, mientras otros contribuían a comprar ungüentos y linimentos para los lisiados y heridos. Se estaba de acuerdo en que era una enorme lástima que tuviese que ser tan duro tirar del carruaje, y había un sentido de alivio general cuando la parte del camino especialmente mala era sobrepasada. Este alivio no era, de hecho, completamente a cuenta del equipo, porque en esas partes malas había siempre algún peligro de vuelco general en el que todos perderían sus asientos.
Debe en verdad admitirse que el principal efecto del espectáculo de la miseria de los que trabajaban duramente en la cuerda era acentuar el sentido que los pasajeros tenían del valor de sus asientos en el carruaje, y causaba que se aferrasen a ellos con mayor desesperación que antes. Si los pasajeros pudiesen simplemente haberse sentido seguros de que ni ellos ni sus amigos se caerían nunca de lo alto, es probable que, más allá de contribuir a los fondos para linimentos y vendas, se hubiesen preocupado extremadamente poco por aquellos que arrastraban el carruaje.
Soy bien consciente de que esto parecerá una increíble atrocidad a los hombres y mujeres del siglo veinte, pero hay dos hechos, ambos muy curiosos, que lo explican parcialmente. En primer lugar, se creía firme y sinceramente que no había otra manera en la que la Sociedad pudiese progresar, excepto si muchos tiraban de la cuerda y unos pocos iban montados, y no sólo esto, sino que incluso ninguna mejora muy radical era posible, ya fuera en los arreos, el carruaje, la carretera, o la distribución de la faena. Siempre había sido como era, y siempre sería así. Era una lástima, pero no se podía evitar, y la filosofía prohibía despilfarrar compasión en lo que estaba más allá del remedio.
El otro hecho es todavía más curioso, consiste en una extraña alucinación que aquellos que estaban en lo alto del carruaje compartían generalmente, de que ellos no eran exactamente como los hermanos y hermanas que tiraban de la cuerda, sino de un barro más fino, perteneciendo en algún sentido a un orden superior de seres que podrían con razón esperar que tirasen de ellos. Esto parece inexplicable, pero, como una vez fui de los que iba montado en este carruaje y compartí esta alucinación, debería ser creído. La cosa más extraña en relación con esta alucinación era que aquellos que acababan de trepar desde el suelo, antes de que las marcas de las cuerdas les hubiesen desaparecido de las manos, empezaban a caer bajo su influencia. En cuanto a aquellos cuyos padres y abuelos, antes que ellos, habían sido tan afortunados como para mantener sus asientos en lo alto, la convicción que ellos llevaban en el corazón acerca de la esencial diferencia entre su clase de humanidad y la del común de los mortales era absoluta. El efecto de una ilusión para moderar los sentimientos de mutuo entendimiento hacia los sufrimientos de la muchedumbre de seres humanos, transformándolos en una distante y filosófica compasión es obvio. A ello me refiero como la única extenuación que puedo ofrecer por la indiferencia que, en el periodo del que escribo, marcó mi propia actitud hacia la miseria de mis hermanos.
En 1887 llegué a mi trigésimo año. Aunque todavía soltero, estaba comprometido para casarme con Edith Bartlett. Ella, al igual que yo, iba montada en lo alto del carruaje. Es decir, para no sobrecargarnos más con una ilustración que ha servido, espero, para el propósito de dar al lector una impresión general de cómo vivíamos entonces, su familia era rica. En aquella época, cuando por sí solo el dinero dominaba todo lo que era agradable y refinado en la vida, era suficiente para una mujer el ser rica para tener pretendientes; pero Edith Bartlett era también hermosa y grácil.
Mis señoras lectoras, soy consciente, protestarán por esto. "Hermosa pudiera haber sido", las oigo decir, "pero grácil nunca, con los trajes que estaban de moda en aquella época, cuando la cabeza se cubría con una estructura de 30 cm de altura que daba mareo, y la casi increíble extensión de la falda por detrás por medio de unos dispositivos artificiales que deshumanizaban las formas más a conciencia que ningún dispositivo anterior de los modistos. ¡Imagina cualquier gracilidad en semejante traje!" Dan ciertamente bien en el clavo, y solamente puedo replicar que mientras las señoras del siglo veinte son encantadoras demostraciones del efecto que un ropaje adecuado tiene sobre la acentuación de las gracias femeninas, mis recuerdos de sus bisabuelas me permiten mantener que ninguna deformidad del vestido puede camuflarlas por completo.
Nuestro matrimonio esperaba tan solo que se terminase la casa que estaba construyendo para que la ocupásemos, en una de las partes más apetecibles de la ciudad, es decir, una parte principalmente habitada por los ricos. Porque debe comprenderse que la deseabilidad comparativa de las diferentes partes de Boston para residir en ellas dependía entonces, no de aspectos naturales, sino del carácter de la población de la vecindad. Cada clase o nación vivía por su cuenta, en barrios propios. Un rico viviendo entre los pobres, un educado entre los no educados, era como uno que viviese aislado en medio de una raza extraña y celosa. Cuando la casa se había comenzado, se esperaba terminarla para el invierno de 1886. En la primavera del año siguiente la encontré, sin embargo, todavía incompleta, y mi matrimonio era todavía cosa del futuro. La causa de un retraso calculado para ser particularmente exasperante para un ardiente enamorado era una serie de huelgas, es decir, pactos para negarse a trabajar, por parte de los albañiles, carpinteros, pintores, fontaneros, y otros sindicatos implicados en la construcción. No recuerdo cuáles eran las causas específicas de estas huelgas. Las huelgas se habían convertido en algo tan común en aquel periodo que la gente había dejado de preguntar acerca de sus motivos concretos. En un departamento de la industria o en otro, habían sido casi incesantes desde la gran crisis de los negocios de 1873. De hecho había llegado a ser una cosa excepcional ver a cualquier clase de trabajadores estar en sus quehaceres sin interrupción durante más de unos pocos meses cada vez.
El lector que observe las fechas aludidas, por supuesto reconocerá en estas alteraciones de la industria la primera e incoherente fase del gran movimiento que terminó en el establecimiento del sistema industrial moderno con todas sus consecuencias sociales. Esto es tan claro en retrospectiva, que un niño podría entenderlo, pero no siendo profetas, los que vivíamos entonces no teníamos una clara idea de lo que nos estaba ocurriendo. Lo que veíamos era que, industrialmente, el país estaba en una muy extraña senda. La relación entre los trabajadores y quienes los empleaban, entre trabajo y capital, parecía haberse dislocado de una manera inexplicable. Las clases trabajadoras se habían infectado de pronto y de un modo muy generalizado con un profundo descontento con su condición, y una idea de que podía ser ampliamente mejorada si tan sólo supiesen como hacerlo. Por todas partes, de común acuerdo, preferían las demandas de pagas más elevadas, menos horas, mejores viviendas, mejores ventajas educativas, y una participación en los refinamientos y lujos de la vida, demandas que era imposible ver el modo de concederlas a no ser que el mundo se hiciese mucho más rico de lo que era entonces. Aunque sabían algo de lo que querían, no sabían nada sobre cómo conseguirlo, y el ardiente entusiasmo con el que se agolpaban alrededor de cualquiera que pareciese probable que les arrojase cualquier luz sobre el asunto, otorgaba repentina reputación a muchos aspirantes a líder, algunos de los cuales tenían bastante poca luz que arrojar. Por muy quiméricas que las aspiraciones de las clases trabajadoras pudiesen ser consideradas, la dedicación con la que se apoyaban unos a otros en las huelgas, lo cual era su principal arma, y los sacrificios que tuvieron que padecer para llevarlas a cabo no dejaban duda de su extrema seriedad.
En cuanto al resultado final de los conflictos laborales, que era la frase con la que el movimiento que he descrito era referenciado, las opiniones de la gente de mi clase diferían conforme al temperamento individual. El sanguíneo argumentaba muy violentamente que en la mismísima naturaleza de las cosas estaba la imposibilidad de que las nuevas esperanzas de los trabajadores pudiesen ser satisfechas, por la sencilla razón de que el mundo no tenía los medios para satisfacerlas. Únicamente gracias a que las masas trabajaban muy duro y vivían con raciones escasas, la humanidad no moría de hambre completamente, y no era posible una mejora considerable de su condición mientras el mundo, en su conjunto, siguiese siendo tan pobre. No eran los capitalistas contra quienes los trabajadores estaban contendiendo, sostenían, sino contra el férreo entorno de la humanidad, y era meramente una cuestión del espesor de sus cráneos el que descubrieran este hecho y decidieran sobrellevar lo que no pueden remediar.
Los menos sanguíneos admitían todo esto. Desde luego que las aspiraciones de los trabajadores eran imposibles de satisfacer, por razones naturales, pero había fundamentos para temer que no descubrirían este hecho hasta que hubiesen hecho de la sociedad un lío lamentable. Tenían los votos y el poder para hacerlo si querían, y sus líderes decían que lo harían. Algunos de estos desalentador...

Índice

  1. Introducción
  2. Mirando atrás desde 2000 a 1887
  3. Frankenstein
  4. Planilandia
  5. Notas
  6. Sobre Tacet Books
  7. Colophon