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DIOS LO QUIERE
Ina qibīt Aššur bêlu rabû narkabāte ṣabē adkī
ana māt GN lū alik māt GN rapašta lū akšud
(«Por orden de Asur, el gran señor, movilicé carros y tropas, ataqué el país de GN y conquisté el vasto país de GN»)
En todas las épocas los emperadores, por muy (todo)poderosos que fueran, raramente han sido considerados dioses. Hablando banalmente, el nacimiento y la muerte de rey, humanas y materiales, no se adecúan a la esfera divina y, como mucho, conducen a formas de divinización peculiares. En la remota antigüedad del Próximo Oriente, Egipto constituye una notable excepción: allí el faraón era considerado dios1, concepción que pasó posteriormente a los reinos helénicos2. En un contexto totalmente diferente, a los soberanos mayas y aztecas se les consideraba de naturaleza divina3.
Mesopotamia conoció medio milenio de reyes divinizados —desde Naram-Sin de Acadia hasta Hammurabi de Babilonia, entre 2250 y 1750—, o que, al menos, mandaban componer himnos en su honor y escribían su nombre precedido del determinativo usado para los nombres divinos. La naturaleza específicamente divina de estos reyes del ámbito sumerio, acadio y paleobabilonio siempre ha permanecido ambigua y restringida, no solo en el tiempo, sino también en su funcionalidad efectiva4. Por lo demás, también en Egipto la relación entre el faraón y los dioses es similar a la de Mesopotamia: el rey construye templos y asegura ofrendas cultuales; a cambio, los dioses le aseguran un poder universal5.
La divinización de los emperadores romanos era controvertida entre el escepticismo filosófico, la credulidad popular y las influencias egipcias6; posteriormente, por razón de la consolidación de los monoteísmos «éticos» (judeocristiano e islámico) tales ambiciones resultaron inaceptables. A pesar de las evidentes características «orientales», el emperador bizantino (basileus) ejercita su poder por delegación divina, es el representante de dios en la tierra7. En el cristianismo medieval se establece la teoría del origen divino del poder político8, que se puede sintetizar en las fórmulas rex dei gratia e imperator dei gratia9, pero la naturaleza divina del rey era impensable. También en China la «orden celestial»10 se otorgaba desde el cielo (la esfera sobrehumana, si no precisamente divina) al rey justo y virtuoso, pero podía ser revocada si derrotas, carestías o aluviones indicaban que ya no la poseía11. Nótese que una divinización propiamente dicha del soberano en China se veía obstaculizada por concepciones filosóficas12, del mismo modo que en otras partes lo era por concepciones religiosas: Asiria, los aqueménidas, imperios cristianos e islámicos.
El rey de Asiria no era considerado dios ni en vida, ni tras la muerte; y para conferirle cualquier tipo de conexión con la esfera divina, se recurría a metáforas, como «imagen» (ṣalmu)13 o «sombra» (ṣillu) de dios14. Sobre esta última contamos especialmente con la cita de un proverbio en una carta del jefe de los arúspices, Adad-shum-usur:
Se suele decir: «El hombre es sombra de dios». Pero el hombre no es más que sombra de hombre. El rey sí, él es la verdadera apariencia (muššulu) de dios (SAA 10, n. 207: Rev. 9-13; a menudo la traducción, aunque resulte evidente, se ha interpretado mal).
Un funcionario, a pesar de su empeño por elogiar, no puede llegar a afirmar que el rey sea divino. Como curiosidad: también el sultán otomano es «sombra de dios en la tierra»15.
Usando los términos con rigor, inicialmente el rey asirio no se atribuía ni siquiera el título de «rey» (šarru), como lo hará a partir de un determinado momento16. La fórmula recurrente, especialmente en el ritual medioasirio de entronización, afirma que «Asur (el dios de la ciudad y posteriormente nacional) es rey y PN (el rey humano entronizado) es su delegado»17. Se usa el término iššakku (derivado del sumerio ensi), que significa algo así como «administrador delegado». El término recuerda el concepto árabe-islámico de «califa» (ḫalīfa) que significa «vicario» o «delegado» o «representante (de dios)», así como la fórmula de entronización evoca la famosa šahada: «no hay otro Dios fuera de Alá, y Mahoma es profeta de Alá». Más exactamente los primeros califas eran delegados de Mahoma, quien, por su parte, era el enviado de Alá (ḫalīfat rasūl Allah); pero muy pronto (ya con la dinastía de los omeyas) se convierten en delegados directamente de Alá (ḫalīfat Allah). En todo caso, el califa ejerce su función y cumple su misión como delegado de la divinidad18.
Hay que notar que «Asur» es tanto el nombre del dios, como el de la ciudad y de todo el país (la escritura los distingue mediante «determinativos» específicos) y la fórmula «iššakku de Asur» inicialmente hacía referencia al dios, por lo que iššakku significaba «delegado», «representante» de dios; después pasó a referirse a la ciudad y, por lo tanto, el término indicaba al rey como «gobernador» local19. La fórmula proviene de los comienzos de la realeza asiria, cuando el reino era una pequeña, aunque ambiciosa, ciudad-estado, y se usaba en los sellos de los primeros reyes Silulu (hacia el año 2000, RIMA 1, n. 27.1) y Erishum I (ca. 1940-1910, RIMA 1, n. 33.1: 35-36)20. Después se vuelve a utilizar en el ritual medioasirio de entronización (probablemente de Tiglatpileser I, 114-1076), cuando Asiria ya se había convertido en un estado regional de gran poder y dinamismo21. Finalmente se usa también en el himno de entronización de Asurbanipal, el último gran emperador (668-631) en el culmen de la expansión territorial (SAA 3, n. 11: 15). Al rey asirio se le define también más tarde como «sacerdote» (šangû)22, sustancialmente con análogas implicaciones pero con menor especificidad.
Por lo tanto, el rey actúa por delegación o mandato divino, y tal mandato se resume perfectamente en el ritual de entronización con las palabras: «¡Con tu cetro justo ensancha el país! ¡Y Asur te dará autoridad y obediencia, justicia y paz!»23; la fórmula del himno de Asurbanipal: «(los dioses) le concedan el cetro justo para ensanchar el país y su pueblo» (SAA 3, n. 11: 17) procede claramente de la fórmula del ritual24. Esta orden de ensanchar el país recuerda la misión romana de la propagatio finium imperii, en la que imperium, que en un primer momento indicaba el poder de mando sobre el pueblo romano, se convierte más tarde en una concreción territorial25.
Es posible que la sustancia de esta fórmula sea deudora en cierto modo del modelo egipcio del Nuevo Reino, contemporáneo del reino medioasirio. En los comienzos de la expansión egipcia por el Levante, esta se justificaba como intento de «extender los confines de Egipto» y de «eliminar la violencia de las tierras altas». El epíteto conferido a Tukulti-Ninurta I como «dilatador de confines» (murappiš miṣri) parece copiar el del gran Tutmosis III «dilatador de los confines de Egipto» (swsḫ t3šw Kmt)26. Todavía en época medioasiria, Adad-nirari I se atribuye el epíteto de «dilatador de confines y fronteras» (murappiš miṣri u kudurri: RIMA 1, n. 76.1: 15) y Tiglat-pileser I se enorgullece de «haber ensanchado los confines del territorio» (miṣir matate ruppušu: RIMA 2, n. 87.1: 48-49). Por lo tanto, desde entonces la principal misión del rey asirio consiste en ensanchar (ruppušu), extender, el país central, ampliar siempre las fronteras y establecer orden, justicia y paz. Implícitamente se establece la diferencia entre un país central en orden y en paz, gracias a la activa atención del dios nacional, y una periferia que lo alcanzará conforme vaya siendo admitida en el imperio (algo así como en la distinción islámica entre dar es-salam, «mundo de paz», interno, y dar el-ḥarb, «mundo de guerra», externo).
Esta «misión» se comprende perfectamente si se encuadra en el trabajo de la creación o, mejor, de la organización del mundo, según se concebía en la antigua Mesopotamia. Obviamente, la creación de las estructuras físicas del mundo es obra directa de la divinidad. Esta actividad directa culmina con la creación de la realeza, que —como ya dice la Lista real sumeria— «descendió del cielo» para ser atribuida a una sucesión de dinastías ciudadanas. Una vez que la humanidad contaba con la guía del rey, a estos se les encomendaba no solo la «manutención» de la obra divina, sino su conclusión. Completar la creación27 tiene dos aspectos: desarrollar los detalles de la tecnología y del ordenamiento político, y la expansión del cosmos (el país central en el que reina el orden) a expensas del caos (la periferia, todavía en estado de desorden)28. Así, los reyes asirios, siguiendo la senda de los reyes sumerio-acadios que les precedieron, se ufanaban, por un lado, de haber restaurado templos caídos o en peligro de derrumbe, de haber excavado canales e incrementado la producción agrícola, de haber desarrollado técnicas artesanas más sofisticadas, etc.; y, por otra parte, de haber extendido el orden asirio a los países vecinos, en especial a los que habitaban en montañas, particularmente aptos para representar la periferia. Más adelante (cap. 4) veremos como el «mapa mental» mesopotámico era el de una planicie bien regada, urbanizada y densamente habitada, rodeada de enormes montañas, políticamente no desarrolladas.
Además del mandato divino general y permanente, que le fue conferido el día de la entronización (y posiblemente repetido cada año nuevo), el rey necesita la aprobación divina para cada acción que se dispone a emprender, especialmente para las acciones que concretan el mandato divino. Así, al comienzo de cada campaña militar el rey asirio debe consultar presagios específicos, particularmente el examen del hígado de las víctimas de sacrificios (lo veremos mejor en el capítulo 2). Solo si la respuesta es positiva podrá partir la expedición. La operación es necesaria y, por lo tanto, tan habitual y repetitiva que no se puede dejar de mencionar en el informe (analítico o de otro tipo) de la campaña, aunque se reduzca a un mero estereotipo. La frase habitual al comienzo de la narración, ina tukulti dAššur u ilāni rabūti, significa algo así como «confiando en Asur y en los grandes dioses» o, mejor, «habiendo recibido confirmación positiva por parte de Asur y de los grandes dioses», que en concreto significa «habiendo recibido confirmación (mediante prácticas mánticas) por parte de Asur y de los grandes dioses».
Otra fórmula típica de seguridad divina es «ve, no temas, yo estaré a tu lado»29, y en un texto literario como el Poema de Tukulti-Ninurta vemos que esta seguridad se concreta en el despliegue del ejército asirio que se dispone a la batalla: en cabeza se encuentra el dios Asur, seguido de los otros «grandes dioses» (Enlil, Anu, Sin, Adad, Shamash, Ninurta e Ishtar); les sigue el rey y finalmente la tropa de soldados. El rey da inicio al combate lanzando una flecha que mata a un enemigo y, a continuación, las tropas se lanzan al asalto y completan la obra30. La fórmula de la primera cruzada Deus vult (Dieu le veut, Deus lo volt) y la de la orden teutónica (posteriormente del imperio alemán) Gott mit uns, que proviene del grito romano de batalla Deus nobiscum, reproducen perfectamente la idea: venceremos, bien porque ponemos por obra la voluntad de Dios o bien porque Dios mismo combate con y por nosotros. Los enemigos «no tienen dios» o sus dioses son menores que los asirios o, mejor, porque han sido abandonados de sus propios dioses, conocedores del «pecado original» de sus protegidos, culpables de oponerse al único reino verdadero y justo, que es el asirio. El topos del abandono divino es muy antiguo; se encuentra ya totalmente formulado en las «Lamentaciones» por el colapso de la III dinastía de Ur hacia el año 2000. En el Poema de Tukulti-Ninurta, antes mencionado, se aplica a las ciudades babilónicas: su derrota no podría suceder si previamente los dioses babilonios no hubieran decidido abandonar a su rey a su propio destino, culpable de comportamiento injusto. Los habitantes de la montaña solo tienen dioses «menores», pero los babilonios tenían los mismos «grandes dioses» de los asirios y, necesariamente, tenían que haber sido abandonados.
La introducción de los Anales de Tiglat-pileser I ofrece una explícita exposición de cómo se ha ejecutado el mandato divino (su alusión al ritual de entronización es clara) y realizado en los mínimos detalles:
Asur y los grandes dioses que exaltan mi realeza, me concedieron en suerte poder y potencia, me ordenaron ampliar las fronteras de su tierra. Me pusieron en la mano sus poderosas armas, diluvio en la batalla, y yo tiranicé tierras, montañas, ciudades y príncipes hostiles a Asur, y conquisté sus distritos. Luché contra 60 reyes y les vencí. No tengo rivales en la lucha, ni iguales en la batalla. He añadido tierras a Asiria y gentes a su población; he ...