Dos vidas
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Dos vidas

  1. 140 páginas
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Dos vidas

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En este memorable y bellísimo libro, ganador del prestigioso premio Strega del año 2021, Emanuele Trevi nos presenta el perfil de dos amigos, escritores como él: Rocco Carbone y Pia Pera, tan diferentes el uno del otro como diferentes fueron sus muertes. A Rocco lo acosaba sin tregua el desencanto; su existencia y su escritura eran una tortuosa y estricta forma de sufrimiento y sus d.as acabaron de forma abrupta debido a un extraño accidente. Pia Pera era impulsiva, sensible, idealista, y una enfermedad degenerativa fue quitándole autonomía progresivamente antes de matarla. Ambos tenían sus demonios interiores, sus opacidades, esas zonas de sombra a las que ni el ojo amigo puede o sabe alcanzar. Llegado el momento de recordarlos, ¿qué distancia debe tomar el escritor, el amigo, para hacerles justicia? Dos vidases una obra literaria de primer orden que se erige como la más emotiva celebración de la amistad, de los estrechos e irrepetibles vínculos que nos unen a otros seres en el tiempo. En el lance de enfrentar la palabra con la fugacidad y el olvido, Trevi consigue hacer literatura de la vida y vida de la literatura y nos recuerda que no hay mejor tumba que el corazón de un amigo. «Emanuele Trevi despierta en el lector la emoción de una revelación estética cargada de asombro y maravilla». Livia Manera, Corriere della Sera

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2022
ISBN
9788418342981
Categoría
Literature

Era una de esas personas que están destinadas a parecerse, con el paso del tiempo, cada vez más a su nombre. Fenómeno inexplicable, pero no tan raro. Porque Rocco Carbone hace pensar en un estudio geológico. Y muchos aspectos de su carácter nada fácil sugerían una obstinación, una rigidez de reino mineral. Eso sí, recordemos, con los viejos alquimistas, que no existe en la naturaleza nada más psíquico que las piedras y los metales. Y esta impresión la reforzaban sin duda la fisionomía angulosa, los rasgos marcados. Tupida y compacta, la masa inamovible del cabello parecía modelada y pintada sobre la cabeza como la de las marionetas. En los veinticinco años que lo traté, de los cuarenta y seis que vivió, creo que fue esencialmente el mismo, como si la experiencia –esa despiadada y poco cuidadosa madrastra– no hubiera dejado huella visible en él. Fuerte de brazos, gran caminante, fue de niño cinturón negro de judo. Y le encantaba hacer extemporáneas y peligrosas demostraciones de este arte nobilísimo. Por ejemplo, era imposible moverlo cuando plantaba los pies en el suelo como había aprendido a hacer en aquellos lejanos ejercicios sobre el tatami. Y aunque en los últimos años engordó un poco a causa del litio que tomaba, nunca perdió su aspecto macizo, de luchador. Era muy sobrio en el vestir. Incluso los inocentes rombos de un jersey le molestaban, según me confesó una vez. Así como existe el horror vacui, hay individuos que sienten verdadera fobia al adorno. En la última casa en la que vivió en Roma, en el barrio de Monteverde Vecchio, en un edificio moderno de la calle Lorenzo Valla, no había ya ni un cuadro, ni una sola imagen en las paredes blancas. Los muebles se reducían a lo esencial. Le gustaban las maderas oscuras, las tapicerías de piel, todo lo que daba una idea del espacio y de la presencia humana sencilla y sin elocuencia. Recuerdo una mañana de verano que estábamos en París y quedamos en el Museo de Orsay. Era 1995 y el estado francés acababa de adquirir El origen del mundo de Courbet. El último propietario particular de este cuadro de vida azarosa fue Jacques Lacan, que, según cuenta la leyenda, se divertía sometiendo a sus invitados (¿o a sus pacientes?) a una especie de ritual de desvelamiento. Quitaba la tapa que protegía el cuadro de inoportunas miradas escandalizadas o lascivas y allí estaba la fuente de todas las cosas, la puerta de la vida: entre dos muslos bien torneados y separados, la hendidura húmeda y muy abierta, rodeada de un vello castaño, todo pintado con tanta maestría, con tanta veneración, que uno casi cree sentir su olor dulzón, embriagador, de fruta levemente podrida. Cuando se hizo entrega oficial del cuadro al Museo de Orsay, el pobre ministro de Cultura francés, católico y exalcalde de Lourdes, obligado a participar en la ceremonia, hizo contorsiones dignas de un equilibrista para evitar que las televisiones lo inmortalizaran junto a aquel coño tan capaz, pese al freno del arte, de sugerir pensamientos pecaminosos. Entre las obras de dimensiones inmensas que ocupan las paredes de la sala de los Courbet en la planta baja del museo, El origen del mundo, con sus cincuenta por cincuenta centímetros, casi parece minúsculo: es un efecto parecido al del Cristo muerto de Mantegna de la Pinacoteca de Brera, por mencionar otra obra maestra de la pintura en la que lo sagrado desborda las dimensiones reducidas que lo contienen. Rocco quedó extasiado. Con nosotros estaba también Pia Pera, nuestra adorada Pia, que, cuando nos juntábamos los tres, gastaba buena parte de su energía en evitar que Rocco y yo nos pusiéramos a discutir por los motivos tontísimos de siempre. Pero de aquella mañana guardo un recuerdo luminoso, la vida parecía reservarnos aún algún prometedor secreto y era como si el maestro acabara de terminar su obra delante de nosotros, con una última y ligera pincelada. Como digo, Rocco era el más encantado. Pasados los años, me hablaba de aquel momento como de una revelación estética suprema, así como de un día importante de nuestra amistad. En cambio, la fuerza erótica de la imagen, sus presupuestos filosóficos y naturalistas, no le importaban lo más mínimo. Lo que le fascinaba era el poco espesor del signo: la transparencia del nexo entre el objeto y los medios de su representación. En otras palabras, lo que podemos llamar la suprema libertad de Courbet: que no consiste en pintar un coño abierto tal cual, en toda su carnal evidencia, sino en hacerlo sin pizca de retórica. Se dirá que esa transparencia, esa libertad son también artificios y por tanto utopías: Rocco, que era lo contrario de un tonto, lo sabía, pero necesitaba ir a la esencia, a la claridad, a la concentración, a la coincidencia más estrecha entre el nombre y la cosa. Del sentido exacto de las palabras, desprovistas de toda posible ambigüedad, y de los vínculos morales de esa exactitud, sentía una necesidad que yo llamaría desesperada («¿qué quieres decir?», «¿por qué dices eso?», «¿de qué te ríes?»). Quien lo conocía, sabía que se trataba de algo más profundo, necesario y vinculante que cierto gusto artístico o literario. Las Furias que lo torturaban desde que vino al mundo, entre treguas y nuevos ataques, vivían del manierismo, de la complicación, de la confusión de signo y significado. Él se obstinaba en simplificar, en pulir. Si la anatomía humana se lo hubiera permitido, con gusto se habría limpiado los huesos y los nervios con un cepillo de hierro.

Nació en febrero de 1962, en un momento de precario equilibrio astrológico entre los signos de Acuario y de Piscis, en Reggio Calabria, pero pasó buena parte de su infancia en un pueblecito del Aspromonte, Cosoleto: lugar de gente dura, orgullosa, taciturna, inclinada a ver la vida y la muerte con rigurosa amargura. Su madre era la maestra de la escuela y en clase lo trataba exactamente igual que a los demás niños, cuando no con mayor severidad, lo que le causaba comprensibles sufrimientos. Su padre había sido mucho tiempo alcalde de aquel pueblecito situado al pie de la montaña y rodeado de bosques y riachuelos impetuosos que llevan milenios excavando barrancos en la roca. De su padre contaba Rocco un remoto y desconcertante episodio. Era el verano de 1970 y estaba el hombre viendo en la tele, con sus dos hijos varones (Rocco y Sandro, el menor: eran tres con la hermana), la famosa (y sobrevalorada) semifinal entre Italia y Alemania del Campeonato del Mundo que se celebraba en México. Era el partido que acabó ganando Italia por cuatro goles a tres, cinco de esos goles metidos en la prórroga, con el decisivo de Gianni Rivera. Pasados los noventa minutos reglamentarios, y cuando todo lo bueno estaba por llegar, su padre, según contaba Rocco, no pudo soportar los nervios: apagó la tele y mandó a todo el mundo a la cama cuando iban uno a uno. Estas anécdotas que contaba Rocco eran todas así, fragmentos de un teatro del absurdo que sacaba de la memoria y repetía mil veces, como si repetirlos los purificase, les diera una vibración profética o una extraña belleza. Al final, aquellas historias contadas tantas veces se fijaban para siempre en la mente de quien las escuchaba.

Cuando conocí a Rocco, en el invierno de 1983, él acababa de llegar a Roma. Se había matriculado en la Facultad de Letras y tenía concedida una especie de beca para asistir a un curso de teatro que impartía Eduardo De Filippo. Entre el gran actor, ya a las puertas de la muerte, y el dramaturgo novato había surgido una antipatía inmediata, irremediable. Contra toda lógica, y como si se hubieran trocado los papeles y las respectivas opiniones, Rocco encontraba «presuntuoso» al venerable Eduardo. Entonces vivía en un colegio de curas, el de los cordiales y tolerantes padres silvestrinos, que alojaban a muchos estudiantes de fuera (dejando básicamente que hicieran lo que les diera la gana) en un vetusto, ruinoso y laberíntico edificio de la calle Santo Stefano del Cacco, a medio camino entre la plaza de la Pigna y la de Minerva. Este edificio era –y todavía es– uno de esos lugares de Roma en los que el tiempo se extiende como si fuera moho, algo casi palpable y con un olor particular. Por citar a Patrick Leigh Fermor, escritor muy apreciado por Rocco, era de «una vertiginosa y emocionante antigüedad», producía «una magnífica sensación de telarañas». A la izquierda del colegio está la iglesia de Santo Stefano Protomartire, una de las más antiguas de Roma, construida sobre los restos de un templo de Isis. Esta fue siempre zona de cultos y efigies egipcias: también el extrañísimo «Cacco» que da nombre a la calle viene de macaco o macacco, nombre popular de la estatua del dios Thot, inventor de la escritura y patrón de los escribas, que unas veces se representa con cabeza de mono y otras veces con cabeza de ibis. Aunque uno no conozca mucho el barrio, al principio de la callejuela verá un punto de referencia inconfundible: un gran pie de mármol calzado con sandalia, resto de la estatua colosal de algún emperador y que parece salido directamente de un cuadro de De Chirico. A la habitación de Rocco se accedía por una especie de escalera de caracol oscura. No había vigilancia de ningún tipo. Se decía que, con los padres silvestrinos y sus jóvenes huéspedes, en aquel edificio cargado de años vivían innumerables fantasmas, no malos, si acaso culpables de las habituales travesuras de los fantasmas romanos. La habitación de Rocco, ordenadísima y ya embrionariamente parecida a todas las casas en las que viviría en lo sucesivo, gozaba de una vista espectacular sobre el mar de tejados de esa céntrica parte de Roma. La cúpula del Panteón y el campanario de Sant’Ivo alla Sapienza se miraban como dos astronaves de planetas enemigos que se aprestasen a lanzar el ataque definitivo. En esta zona, dominada por la inmensa mole del Colegio Romano, reina, incluso en las tardes de verano, cuando las multitudes de ociosos invaden las calles, un silencio antiguo, y las sombras, como si estuvieran cargadas de una humedad de ríos y lagos subterráneos, parecen más densas que en otras partes. El inspector Ingravallo, Ciccio Ingravallo, el protagonista de El zafarrancho aquel de via Merulana, trabajaba justamente ahí, en una comisaría que aún existe, dominada por el chaflán trasero del palacio Altieri como por un alto y abrupto acantilado. Las fantasías novelescas y los aspectos de la realidad pueden, en ciertos lugares de las viejas ciudades, resultar indistinguibles y generarse recíprocamente. Cada vez que releo la obra maestra de Gadda, me imagino a Rocco en el papel de Ciccio Ingravallo. No es una asociación arbitraria. Él mismo se identificaba con el modelo literario en aquellos primeros años de impacto y asimilación de Roma. Desde la primera página, se reconoció en aquel comisario de policía «mísero y pertinaz» (como dice Gadda) que llegaba a la ciudad de un sur opaco, nada solar y menos aún dionisíaco: un mundo de grisura social y cultural del que uno solo sacaba en limpio un porte digno y una ciencia pesimista y desengañada del corazón humano. Por la circunstancia cómplice de vivir precisamente allí, en la calle Santo Stefano del Cacco, la novela de Gadda se convirtió para Rocco en algo más que una obra de arte admirada y estudiada: en una especie de sostén, de manual de resistencia contra la insidiosa presión que Roma, con su ostentosa y falsa frivolidad, ejerce sobre el ánimo de los forasteros. La citaba constantemente y siempre descubría nuevos detalles del genio mimético de Gadda. Por ejemplo, la deformación (típica del dialecto romano) del nombre de Ingravallo por parte de un personaje menor –«Ingarballo»– le encantaba. De mediana estatura, de pelo espeso y revuelto, vestido «como el magro sueldo estatal le permitía vestir», Ciccio Ingravallo era la humilde, convincente encarnación de una filosofía bastante creíble, fundada, como se sabe, en una radical reforma del concepto mismo de «causa». Porque todo lo que ocurre tiene, sí, una causa principal o «aparente», junto a la cual, si queremos que las profundas y pegajosas tinieblas del mundo despidan un destello fugaz, hay que aprender a considerar todas las demás, que convergen en lo que ocurre, como los dieciséis vientos de la rosa de los vientos convergen en un ciclón. Es quizá un método que permite hacer deducciones exactas y que resulta de gran provecho para un policía, protagonista de una novela detectivesca. Pero me basta con sustituir el concepto de «crimen» por el de «infelicidad» para que la figura de mi amigo, con el cuello de la gabardina levantado contra el viento de la noche y un cigarrillo consumiéndose rápidamente entre los labios, se superponga perfectamente y se confunda con la del personaje de Gadda.

La infelicidad. Y su gaddiano enmarañamiento de concausas. Hablar de la vida de Rocco significa necesariamente hablar de su infelicidad y admitir que se contaba entre las filas predestinadas de los nacidos bajo el signo de Saturno. Aunque ¿cómo definir aquello de lo que Rocco sufría? Para que el nombre coincida exactamente con la cosa, habría que acuñar un nuevo término, como «roquitis» o «roquiasis», pero ¿de qué nos serviría? Cuanto más nos acercamos a un individuo, más se parece a un cuadro impresionista o a una pared que el tiempo y la intemperie han deteriorado: una serie de manchas absurdas, de trazos, de marcas indescifrables. Pero si nos alejamos, ese mismo individuo empieza a parecerse demasiado a los demás. Lo que importa en este tipo de retratos escritos es mirar desde la distancia justa, la distancia desde la que se ve lo que es único. Hasta donde él sabía, ni siquiera su infancia estuvo del todo a salvo de ese compañero secreto, de esa sombra anuladora, de esa horrible e inútil sanguijuela que es la infelicidad. Pero las primeras manifestaciones serias de esta no se produjeron hasta más tarde, cuando iba al instituto. Los Carbone vivían en la calle Tripepi, una calle céntrica de Reggio Calabria que no carecía de dignidad sureña, con sus balcones de hierro forjado y sus adelfas. El grandísimo, casi asombroso talento para la amistad que Rocco tenía se formó pronto y le granjeó las primeras relaciones importantes. Era muy buen estudiante, le gustaba leer, tocaba bastante bien la guitarra clásica, con aquellos dedazos que parecían hechos expresamente para tocar acordes, e iba mucho al único cineclub de la ciudad. Pero esta constelación de hechos positivos, o por lo menos normales, se disponía en torno a una especie de agujero negro que absorbía toda su energía vital y la convertía en un pesado, inerte y desesperado malestar existencial que le hacía ver el futuro como si fuera la irremediable repetición de un presente insoportable. Como las langostas de la maldición bíblica, le asaltaban enjambres de preocupaciones de las que no veía la manera de librarse. Muy pronto empezó a costarle muchísimo dormir y a los veinte años tenía ya el horario de esos viejos que se levantan a las cinco de la mañana. Por mucho qu...

Índice

  1. Portada
  2. Epígrafe
  3. Dos vidas
  4. Bibliografía