Mike
El último apartamento de mi familia fue también el más grande. Cuando llegamos a Estados Unidos, nos mudamos de Alief al South Side y de ahí al West Loop. Nos instalábamos allí donde Eiju pudiera mantener un empleo, y ese nuevo emplazamiento cerca de Bellaire estaba muy muy muy muy muy por encima de nuestras posibilidades. No pasábamos hambre ni nada parecido, pero mis viejos siempre estaban peladísimos de pasta. Ninguna de sus familias en Japón nos ayudaba. Consideraban que nos habíamos largado. Que teníamos que arreglárnoslas por nuestra puta cuenta.
En el nuevo complejo había que aparcar bajo unas farolas que estaban hechas mierda. Había que apretar un botón para abrir la verja pero esta no se movía, así que los filipinos que fumaban junto a la cancha de baloncesto la abrían a empujón limpio a cambio de la calderilla que uno llevara en el coche. Ma advirtió a Eiju de que algo tenía que cambiar: o él o nuestro entorno. Me estoy dando cuenta de todo esto ahora, mucho tiempo después. De niño no percibes esa mierda; te falta el contexto para darle forma.
Todavía no había empezado a expandirme tragándome todo lo que me pusieran por delante, pero, cuando dejó de servirme la ropa, Ma simplemente me embutió en la de Eiju. Era lo que había traído de Osaka y consistía en sudaderas de baloncesto, camisetas de tirantes y pantalones cortos agujereados. Eiju en ningún momento pensó que pudiera volver a necesitarlos, pero Ma no le dejaba tirar nada y ahí estaban, pasados once años, después de haber cruzado medio mundo, y de vez en cuando me daba por mirarme en el espejo e imaginaba que ese debía de haber sido el aspecto de mi padre cuando era niño.
Aquel verano, en Bellaire, Ma y yo vagábamos por el nuevo espacio. Eiju no quería que ella saliese al mundo. Esta parida tenía menos que ver con la tradición que con su vanidad, que era de lo más particular, pero, en cualquier caso, Ma satisfacía sus deseos. Por lo menos al principio. No tanto por un tema de lealtad hacia su hombre, creo, sino por otros motivos totalmente distintos.
La casa era grande pero las cañerías apestaban. La moqueta apestaba. El grifo del agua apestaba. Pasado un tiempo, el efectivo se volvió todavía más escaso. Los gritos de Eiju se tornaron físicos, empellones, empujones y apretones, y Ma empezó a planear su huida, pero nos pasamos aquella temporada dando vueltas por el salón.
Yo recogía las cajas de cartón que quedaban de la última mudanza y volvía a dejarlas en el suelo. Ma miraba telenovelas: Days of Our Lives, The Young and the Restless. Ma juraba que esa mierda era perjudicial para mí, pero aun así yo me sentaba a su lado en el sofá. Ella pronunciaba frases en japonés –el japonés de Tokio con el que había crecido– y me pedía que se las repitiera. Cuando Eiju nos oía por casualidad, increpaba a Ma, empleando el dialecto de Kansai, preguntándole por qué cojones yo no estaba hablando inglés.
Había días en los que Ma y yo juntábamos los pies descalzos bajo la mesa. Era una costumbre que teníamos. Por entonces solo tenía doce años. Tocaba su talón con el mío y sus dedos con los míos. Nos quedábamos así hasta que alguno de los dos se apartaba, aunque siempre era yo el que terminaba rindiéndose. Ma podía permanecer imperturbable en cualquier situación. Pienso que aquello era un aviso de lo que estaba por venir.
Pero, como siempre: a toro pasado, todo está clarísimo.
Eiju perdió su curro aquel otoño. Había estado trabajando en un restaurante chino en Dashwood, en algún garito en un centro comercial. Culpaba a los mexicanos de su mala suerte, porque ellos cocinaban más horas por menos dinero, y Eiju se unió a la pequeña constelación que Ma y yo habíamos construido. Sin embargo, nuestra órbita no podía soportarlo. Lo desequilibró todo.
Siempre que nos sentábamos a la mesa, él preguntaba por qué perdíamos el tiempo.
Siempre que encendíamos la televisión, inmediatamente la apagaba.
Entonces se bebía lo poquito que hubiéramos ahorrado. Tenía a Ma contando monedas a final de mes. Una noche, me arrodillé junto a ella clasificando montones de monedas de diez centavos, tirados en la moqueta, y cuando encontré una de veinticinco escondida en el sofá, mi madre se derrumbó y rompió a llorar. No dejaba de temblar. Eiju ni se enteró. Seguía roncando la borrachera del día anterior.
Ma finalmente solucionó nuestra situación poniéndose a vender joyas a bajo precio en el centro comercial The Galleria. No era fácil encontrar a alguien que hablara un japonés fluido en Houston. El gerente era un tipo negro algo más mayor al que habían trasladado desde Hawái. Contrató a Ma en el acto, y Eiju terminó encontrando otro trabajo de camarero para blancos en la zona de West U. Los ingresos de ambos eran suficientes para mantenernos con la cabeza fuera del agua. Pero ignorábamos todo lo que estaba a punto de ocurrir.
Sentía que cada mirada, cada empujón y cada grito entre mis padres eran irreparables. Intolerables. La mierda más loca que había ocurrido nunca. Y una noche, después de una pelea que terminó con Eiju saliendo en estampida de casa, pregunté a Ma que por qué no regresábamos a Setagaya, como si todo fuera a estar mejor por el simple hecho de volver a casa.
Se me quedó mirando un buen rato. Llevaba el maquillaje corrido. Las mejillas manchadas.
Entonces dijo: Esa no es tu casa.
Ahora estamos aquí. Esta es tu casa.
Ni siquiera entonces parecía muy segura de ello. Quizá aún no se había convencido del todo a sí misma. Y, por supuesto, diez años más tarde, al poco de que Eiju se pirara definitivamente, mi madre recogió todas sus cosas, se subió en un avión con destino a Tokio y se fue para siempre.
Pero antes de eso, nuestro apartamento con verjas.
Cucarachas en la moqueta.
Nuestros pies por debajo de la mesa, dándonos calor.
Ma colocaba sus labios en mi lóbulo de la oreja y me susurraba mil cosas en japonés, enunciándolas en un tono la mar de ridículo hasta que yo me caía de la silla de tanto reírme, y entendiendo solo la mitad de lo que decía. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que lo que realmente me estaba diciendo, siempre lo mismo, de forma frenética e inagotable, era: ¡Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero!
*
Después de llevar una semana en Osaka, me había sacado de la manga una especie de rutina: salía del apartamento sobre las ocho de la tarde para poner a punto el bar de Eiju. Estaba a pocos minutos de su ruinoso edificio sin ascensor situado en Tennoji, junto a una panadería, una librería destartalada, otro edificio sin ascensor, dos aparcamientos y como dieciséis hoteles del amor. Las calles siempre estaban tranquilas salvo por la presencia de otros compañeros del tercer turno que ultimaban recados de última hora antes de entrar a trabajar. No quedaba muy le...