Periodismo y literatura
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Periodismo y literatura

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Periodismo y literatura

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Índice
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Información del libro

La primera parte de esta antología recoge fragmentos representativos de los tres primeros volúmenes de las memorias del autor, Los pasos contados, en los que Corpus novela los primeros años de su vida y la de su familia hasta 1906.De los comentarios sobre sus muchos viajes por Europa y América se han seleccionado los que dedicó a dos vuelos, en 1919 y en 1930, y sus visitas a la isla de Pascua y al Cuzco.Se incluye además un apartado sobre personajes del siglo xx y algunos de sus muchos artículos sobre la Segunda República española y sobre su exilio en Francia a partir de 1939.Por último, se ha rescatado un relato, de corte vanguardista, Pasión y muerte. En él, el escritor convierte un material que podría haber originado un melodrama lacrimógeno en un edificante relato social o un análisis exhaustivo de mundos interiores, en un juego intelectual en el que lo sentimental y lo trascendente están excluidos.

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Información

Año
2022
ISBN
9788492543892
Edición
1
Categoría
Literature

LITERATURA, ARTE,
CIENCIA Y POLÍTICA

VISITA A RODIN, EL ESCULTOR

DE PARÍS A MEUDON

Las primeras horas de la mañana. En los albores invernizos —grises, pizarreños—, a lo largo del Sena, las tiendas y las ventanas van encendiendo la pitaña de las luces artificiales. El río tiene un color verde. Una taberna entreabre sus puertas y sale al muelle un tabernero membrudo, rehecho, diríase tallado en madera bronca, la cabeza redonda con los pelos tiesos, la cara barrada con las cejas y el bigotazo que da una vuelta por los carrillos y se prolonga en las dos puntas, por el aire, a la manera de los cuernos.
El tabernero se acerca al malecón y lanza una voz. Levanta la cabeza el marinero de una gabarra anclada, y el otro le pregunta, malhumorado: «¿Dónde han caído?».
El marinero se encoge de hombros y riega atentamente los tiestos de su casa flotante. Siempre malhumorado, el tabernero, pacifista de la guerra contra el alcohol, se retira a su taberna.
La interrogación ha quedado suspendida en la niebla: «¿Dónde han caído?». Estas mismas palabras van a estar hoy pendientes de los labios en todas las conversaciones de París.
París se despierta de una pesadilla zepelinesca. El conde de Zeppelin, caballero teutón, ha enviado sus monstruos, en complicidad con la niebla, a rendir por la noche un homenaje de fuego a la capital de Francia.
Vosotros, los españoles, tan dados a considerar el mundo como perdido, admirad las maravillas del mundo moderno extendidas a todos los elementos —la tierra, el mar, el aire— y, sobre todo, al elemento espiritual.
He aquí una ciudad, París, que durmió a pesar del arrullo amenazador de las bombas y que se despierta impertérrita y disciplinada bajo el peligro desconocido. ¿Cuándo ha mostrado más entereza la humanidad ante un dolor? Puede afirmarse que los pavores han huido de la humanidad civilizada y que la humanidad civilizada de nada huye. El miedo decrece, en razón directa con el misterio; y el misterio ya es una máscara de la disciplina. El Gobierno francés, con una sabia política, ha impuesto el silencio sobre el nombre de los lugares heridos. Admirable lección de los estoicos: «¡Pega, pero escucha!». Pega, pero no escucharás mis lamentos; mis lamentos no te han de guiar. Así queda la barbarie en su propia naturaleza, es decir, a ciegas.
Verdaderamente, hay que preguntarse si los extremos agresores de la fuerza bruta no han errado desde un principio. Toda la artimaña de la guerra está basada sobre la amenaza de la muerte. Pero, por un esfuerzo espiritual, la humanidad desplaza en conjunto el valor de la vida, y la muerte no es su más terrible amenaza, la máquina de guerra pierde en eficacia. Tal desprecio a la muerte ha sido ya conocido en Francia, cuando el Terror.
Los zepelines, con toda su modernidad, arrastran por el aire un añejo prejuicio… y la gente de París se preguntará durante el día, refiriéndose a las bombas y con una tranquila curiosidad: «¿Dónde han caído?».
Yo sé dónde han caído. El ejercicio de foliculario le obliga a uno a meter el pie en todos los terrenos. He visto, entre las tinieblas de la noche, una casa rajada como un queso; he reconocido, a la luz de las linternas, los despojos humanos de un niño, ante los que Raimundo Poincaré, despojándose de su gesto oficial de presidente de la República Francesa, ha sin embargo representado quizá más que nunca al pueblo de Francia, pues ha puesto en libertad, como llamas, esas palabras de hombre que tienen todos los pueblos viriles para maridar la venganza con el castigo.
Y ya espantada por las abluciones matinales la última sensibilidad del afrentoso nocturno, cogido por el laborioso ambiente parisién, no hay quien no se dedique impávido a su tarea.
La mía hoy consiste, primeramente, en visitar en su retiro de Meudon al gran Rodin. El natural horror al vacío del lugar común no ha de ser tanto que me impida abrir los ojos y ver la rudeza del salto que va de los ejemplos de fuerza material, lanzados por los zepelines sobre París, a la fuerza espiritual del arte, representada por Augusto Rodin. De París a Meudon, resulta para mí, hoy, un espectáculo de filosofía.
Rodin, a pesar de sus estatuas mutiladas, es lo contrario de un destructor, es un arquitecto de la forma humana. Dentro de mi incompetencia estética, siempre que me he aplicado a pensar en ese contraste chocante entre la grandeza del arte antiguo y la miseria del arte presente (me refiero a las artes plásticas) he hallado la razón en la ausencia de arquitectura en nuestra era. Las artes plásticas están, de uno u otro modo, apoyadas en la arquitectura, y sin ella se vienen a tierra. Realmente los hombres no habitamos las ciudades modernas, sino que estamos almacenados. No vivimos en palacios ni en chozas, sino en almacenes. Este es un asunto de economía que se desafía con la estética y que aun antes ha de desafiarse con la higiene. En cierto sentido, las incursiones de los zepelines representan una crítica de la ciudad.
La evolución de la tierra, que va de los campos a las ciudades, ha producido, con la civilización, todas las bellezas y luego las ha matado. Y mientras la ciudad tiende ya como defensa a hacerse jardín —los jardineros son verdaderamente los arquitectos de la naturaleza; ejemplo clásico y francés: Le Nôtre—, los grandes artistas para quienes la espina dorsal de la emoción es un pie de arquitectura huyen de la ciudad al campo…
Augusto Rodin deja su estudio de París por vivir a las puertas de la ciudad, en un altozano que domina el Sena y que está en un florido valle: Meudon-Val-Fleury.
«Para venir hasta aquí —me escribe con una cariñosa escrupulosidad de grande hombre— tendrá usted que tomar en la estación de los Inválidos un tren de la línea de Versalles que se detenga en Meudon-Val-Fleury, y yo mandaré a mi auto para que le espere a usted en la estación, a las diez».
Tiene fama Rodin de áspero —la aspereza de las altas cumbres—; pero una vez más hay que reír de los decires del mundo. Ved de qué manera a un desconocido indica el camino de su casa. No de otro modo un pastor pone en la buena senda a los caminantes perdidos.

LA CASA DE RODIN

El poderoso automóvil me lleva en volandas al retiro del escultor. Sube por una carretera que se desliza curiosa, aquí y allá, dando vueltas. A los pocos minutos, por el camino de una finca humilde, diríase de obrero enriquecido, avanza el auto, poderoso señor mecánico y movilizable, nieto de una gran dama recatada y portátil: la litera. Detiénese delante de una casita sencilla, campestre, que no entiende de linajes. Los antiguos gustaban de dar un aspecto tocado de humanidad a sus artefactos, a sus armas, a sus útiles. Según idéntica manía, si el automóvil lo asimilo a un linajudo caballero, la casita es como una viejecita sirvienta de la familia, una antigua nodriza que se ha quedado consumida y seca.
Espero en la entrada, al pie de una escalerilla sin importancia, hasta que desciende por ella, lento, juntando los dos pies en cada escalón, el anciano Augusto Rodin, erguida la cabeza con una grande y aterciopelada gorra negra, y colgada debajo de las ventanas de la nariz —tal un magnífico repostero— la luenga barba color de plata vieja.
Pasamos a una habitación que pueblan vitrinas repletas y cuadros, y donde una buena mujer unta el piso de cera. Entre las vitrinas, y separados por una mesilla redonda, hace Rodin que nos sentemos él y yo. Apoya el codo en la mesa, la cabeza en la mano y con los dedos va modelando las arrugas de su frente. Habla confuso y bajo. Me inclino hacia él para recoger su palabra. Dice:
—¿Usted es español? Yo estuve, hace años, en España, con ese pintor que entonces era el mejor de los españoles… y no le querían, en España no le querían… Zuloaga. Hicimos un viaje muy famoso. Hubo allí un banquete…, ¡ya le he dicho a usted que no le querían a Zuloaga, y valía más que todos los otros! Yo también me peleaba mucho con él por ese pintor que a él le gusta tanto…, el Greco…
—¡No le gusta a usted el Greco!
Pas du tout ! Pas du tout ! —contesta Rodin. Mira con picardía y añade-: Dibuja mal…, me gustan los pintores españoles y el Tiziano. El Tiziano y Velázquez son los más grandes maestros de pintura. En los pintores españoles hay mucho que ver. Eso sí que es doble y triple poesía… ¡Bah! Ya en el mundo el arte no existe. Sólo existe el negocio.
Y con la misma gracia que puede tener una mujer coqueta para decir que no es bonita, Rodin exclama:
—¡El negocio no es cuestión de la inteligencia! El arte es el pensamiento. Eso es el arte… Ahora dicen que es una cosa inútil, no ven más que el negocio… ¡Ah! ¡La buena época de Miguel Ángel! Ahora los artistas no van más que al negocio. A mí no me quieren.
—Exagera usted, maestro. Usted ha sido la única personalidad en Europa que se ha visto colocada por encima de la guerra. Recientes están los homenajes que acaban de rendirle en Alemania. ¡La gloria es para Francia y para usted!
—Los alemanes han destruido de un modo bárbaro la catedral de Reims. Hay que salvar a las catedrales de los alemanes y de nosotros mismos, que las destruimos con nuestras bárbaras restauraciones. Y no tan sólo las catedrales. En Roma están los alemanes sin haber llegado. En mi último viaje a Roma he visto que el Ayuntamiento, o quien sea, está echando a perder lo mejor de la ciudad. Lo mismo sucede aquí, en París: hemos perdido los barrios mejores. No hay arte; a nadie le interesa; no hay más que el negocio; es una decadencia… Me parece que la gente de las trincheras, los que vuelvan, modificarán la vida. Se han hecho hombres; antes no lo eran. Si en la vida, en lo profundo, no hay una modificación, está perdida Europa.
Cubre la figura anciana de Rodin tal pesimismo, mientras habla con los ojos cerrados, que me hace sentir una informulada angustia. Y cuando se abren los ojos de Rodin, cada vez tienen una expresión distinta. Yo refugio mi emoción angustiada en la barba bosqueña del maestro; porque la barba es una máscara —el barba es el cómico primitivo—, y nunca olvidaré la tragedia de mi amistad con un barbudo en quien puse una vez mi confianza y a quien no pude confiar ya nada cuando cierto día le vi afeitado. Efectivamente, resultó una mala persona, aunque conmigo nunca había tenido ocasión de mostrarse tal. No quiere esto decir que la barba de Rodin tenga pelos de farsantería; al contrario, su barba sólo viene a confirmar su vigor, el vigor genial que recorre toda su obra escultórica.
—Dígame usted nombres de españoles —arguye el escultor—, puede que yo les conozca. No me acuerdo así, al pronto, de nadie, porque vivo aislado sin llevar ninguna amistad seguida. Y no es de ahora, que soy viejo; siempre me ha pasado igual. He trabajado mucho. Esto impide ver el trabajo de los otros. He trabajado con fe por sostener el recuerdo del arte de las grandes épocas… Sí, algunos artistas contemporáneos hemos hecho el esfuerzo de ese intento; pero ya no hay arte, es inútil… En general, los españoles ponen interés, es decir, se encuentra interés en lo que hacen. Son algo negros en todas las artes, me parece.
Habla Rodin con un descuido simpático, de hombre genial y de hombre anciano. No sé qué pasa en la conversación que de repente yo empiezo a sentirme lleno de confianza, naturalmente sin disminuir mi fervor; me parece que estoy entre mis amigos los artistas de Madrid (¡aquellas famosas reuniones del café de Levante donde todas las controversias se polarizaban en Valle-Inclán y en Ricardo Baroja!). Rodin habla del futurismo y del cubismo. Dice:
—Eso es la decadencia. Serán una cosa de aquí, otra de allá. La gente no sabe. Pero no hay que llegar a eso. El impresionismo obedeció algo a causas semejantes. Tomó mucho del gran arte oriental —las barbas de Rodin hacen una reverencia al nombrar este arte—. Y tuvo una buena influencia, ¡ya lo creo!
Al hablar de las influencias del arte oriental, yo cito el nombre de nuestro pintor Anglada, y Rodin, que le conoce, hace gestos y frases de admiración. De pronto se pone en pie y me lleva delante de un retrato de hombre que tiene un fondo extraño, y me pregunta:
—¿Qué le parece?
Yo hablo cargado de incompetencia y de sinceridad, y esto le gusta a Rodin. —Ese cuadro —me dice— es de Van Gogh. Se tuvo por una cosa rara cuando se presentó en la exposición; hoy vale una fortuna.
Luego me enseña otro cuadro de Van Gogh: un paisaje, y un gran cuadro de Zuloaga, colocado enfrente. Y así voy viendo todas las obras de arte pendientes en las paredes o puestas en las vitrinas. La sala tiene un mirador donde está la cabeza, empezada por Rodin, del Papa.
—La empecé cuando estuve en Roma —dice Rodin—. Pero no quiso posar bien. Ya no gusta el arte.

EL ESTUDIO

—¿Está usted contento de la visita? —exclama, de súbito, el maestro—. ¿Quiere usted que vayamos a mi estudio? Hará algo de frío; voy a coger las llaves y mi gabán.
Salimos otra vez al pie de la escalerilla. Rodin abre una puerta y entra en una habitación muy sencilla. Sale con las llaves, pero el gabán no aparece. Da voces. Baja por la escalerilla una dama enlutada y con el pelo ahuecado y albo, muy limpio. Por fin, el gabán viene a mis manos y yo lo echo sobre los recios hombros del escultor.
Atravesamos el jardín. El estudio del maestro es un vasto templete encristalado. Tiene un bello pórtico con admirables estatuas. Dentro del estudio, Rodin me lleva delante de unas vitrinas y sus manos ancianas, de uñas cuadradas, sacan delicadamente, con mimo, grupos escultóricos que va poniendo, en todo su contorno, delante de mi vista. La mayoría son bacanales. Lo que me ha hecho más impresión es el torso de un hombre en la violencia de un espasmo. Hay una vitrina sólo llena de manos; manos en muchas posturas, hermoso juego de movimientos. No tengo la ridícula pretensión de describir las obras de Rodin. En el estudio, henchido de silencio, todo un mundo escultórico hace como un gigantesco esfuerzo dinámico…
De nuevo en el pórtico, Rodin me señala el Sena que corre en la hondura. El paisaje se divisa desde un alto. La niebla rueda de un lado a otro ligera y sensualmente. Un pavo real sube la escalinata hasta los pies del escultor, que se mantiene firme entre las estatuas, arropado en su gabán como en un manto, la cabeza protegida por la decorativa gorra, la barba completando la decoración, y escrutando los ojos las formas cambiantes a través de la niebla … Piensa en España, porque de pronto exclama:
—¡Qué hermoso es el caballo de bronce que galopa por los aires en Madrid, en la plaza delante del Palacio Real!

EL MUSEO

Rodin desciende por la escalinata del pórtico de su estudio y me guía a otro edificio aislado, que es su museo.
Sabiamente coleccionadas en ese museo hay estatuas de todas las épocas y de todas partes —algunas de España—. Puede uno entretener allí el espíritu durante varias horas. En el mío, el recuerdo que queda más acusado es el de dos piernas, de un varón sin brazos ni cabeza, apoyadas formidablemente contra la tierra.
Rodin me pregunta por los jóvenes escultores españoles. Le digo lo que sé, y en la conversación me refiero a cuando Julio Antonio vino a París y se gastó todo su dinero en comprar las publicaciones de Rodin y sobre Rodin.
El maestro sonríe.
—¿Vive en París Julio Antonio? —pregunta, y a mi gesto negativo añade—: Quizá he visto algo de él. De España me mandan a veces fotografías. Sí, recibo de España revistas de arte.No hace mucho, un artículo firmado, me parece, con un nombre holandés o algo así, y que estaba muy bien, sobre ese gran escultor servio Mestrowitch, ¿Conoce usted algo de Mestrowitch? Eso ya es arte y no lo que se acostumbra…
Recientemente he visto una publicación italiana dedicada al gran artista servio. Es todo lo que conozco de él. Su proyecto de monumento para conmemorar la gloria servia en la última guerra balcánica le presenta como uno de esos grandes artistas de reciedumbre arquitectónica. Mestrowitch ha estudiado en Viena y ahora está en Londres. La fuerza de su arte va muy bien con su nacionalidad, pues los servios —tal impresión me da la sociedad refugiada en París—, los servios son los extremeños de los Balcanes. La gran riqueza de Servia es el ganado de cerda y el primer rey Karageorgewitch, como el extremeño Pizarro, conquistador del Perú, era porquero (más exactamente: capador de cerdos).
Rodin ríe de estas derivaciones sociales a que me ha llevado el arte, por él tan admirado, de Mestrowitch.

BAJO LAS ALAS

Salimos del museo. El maestro apoya cariñosamente su mano en mi hombro y damos la vuelta a la casa. En una piscina bebe agua un cisne.
Rodin, cada dos pasos, se detiene para decir algo y hace que yo me detenga. Con solicitud de anciano me pregunta sobre mis quehaceres, sobre mi vida. Una vez abre desmesuradamente los ojos, como si le viniese una gran idea a la cabeza, e inquiere:
—¿Es usted crítico de arte?
—¡Jamás! —contesto lleno de fuego—. Creo en la estética, en la eterna ciencia que viene después de las obras de arte a hacérnoslas posibles. Pero en esos jueces, notarios o alguaciles del arte, que se llaman críticos, no creo, y los detesto.
Rodin me escucha. Seguimos el paseo. Vuelve a detenerse e interroga:
—Diga usted, ¿había críticos de arte en la gran época, en la época de Miguel Ángel?
Estamos otra vez a la puerta de la casa y al estribo del automóvil. Las últimas palabras del maestro, como las primeras, son de desaliento y de pesimismo. No existe el arte, a nadie le interesa, nadie entiende…
—Pero si en España —dice Rodin y abre los ojos—, si en España hay alguien que en verdad se preocupa por el arte diga usted que yo soy de los suyos, con todo el fervor que he puesto en mi obra…
Dentro de la caja del automóvil siento la arrancada suave. Luego, el vehículo, raudo, me aleja de la casa de Rodin y pierdo de vista la casa un momento; enseguida, otro momento, la entreveo al dar una vuelta la carretera. El escultor se ha encerrado en su recinto. Es mediodía y en enero primaveral. Sobre el florido valle de Meudon la atmósfera vibra como una campana. A través de la ligera y alegre bruma, al son glorioso de los motores, tienden su vuelo dos aeroplanos…

VISITA A BERGSON, EL FILÓSOFO

EL RETIRO DE AUTEUIL

Convengamos en que eso del silencio de los campos es un falso tópico al uso de los literatos que no discurren haciendo marcha a través del mundo, sino haciendo un hoy en el asiento del sillón, junto a la mesa de escribir.
Evidentemente hay campos que dan la impresión de silencio (el monacal valle del Lozoya, a dos pasos de Madrid). Pero, en general, el campo es sonoroso; puede decirse que tiene el ruido en sí y no hay que producirlo como en las ciudades. Porque el campo es la obra viva de la naturaleza, y la ciudad es la obra muerta del hombre. Me refiero estrictamente a la ciudad, es decir, a lo que no es habitante, a la materia, arrancada por el hombre a la naturaleza y hecha para la humanal usanza, y que sólo se liberta a esta servidumbre cuando el hombre espontánea, generosamente, la resucita con el pálido reflejo de la creación, o sea, del arte.
Convengamos también en que si para algunas personas puede parecer un poco fuerte decir que el hombre es su propio mejor creador, no puede negarse que, a lo menos, es su mejor y propio proveedor.
El hombre necesita, por ejemplo, silencio, y no le basta con el que le ofrece la naturaleza. Entonces, se ve obligado a fabricarse a sí mismo un verdadero silencio. ¡Y ya nos podemos echar a buscar, por esos campos de Dios, un silencio capaz de competir como tal con el almacenado en el silencioso y escogido barrio que hay en cada gran ciudad!
Este barrio en París se llama Auteuil. No existe lugar parisién más apropiado para servir de retiro a un filósofo, aunque se trate, o por lo mismo que se trata, de un filósofo tan de batalla y, por lo tanto, tan de moda, como el ilustre Enrique Bergson.
Todavía dentro del retiro de Auteuil, la casa del filósofo, al borde de una calle muda, aparece hermética y como recogida.

CABEZA Y MANOS

La cabeza de Enrique Bergson es de una finura sorprendente. Atendiendo a este carácter, y no a los rasgos fisonómicos, me recuerda la que en grabados y en bustos hemos visto en Montaigne. Sostiene esta cabeza ancha, de pelo escaso y cano, de tan afilado contorno que resulta desgarradora en el aire, el cuello oculto en el alto y rígido de una camisa muy almidonada.
La cabeza de Bergson es abundantemente craneana, y en la barba y en la nariz hace aristas finas y semíticas; en conjunto, puede abstraerse de ella la forma triangular.
Viste el filósofo un casaquín negro y lleva pendiente del chaleco una cadena de oro, de esas antiguas, de muleta.
Su cuerpo no alcanza una alta talla y no tiene interés sino como sostén de la testa. Pero lo que hace juego, en la figura bergsoniana, con la cabeza son las manos. A la finura capital responden unas manos toscas; al rostro pálido, unas palmas abotargadas.
Y las manos del filósofo, cuando habla, se posan como abejorros repletos a la sombra de la exquisita flor que es la cabeza. Diríase que Bergson está satisfecho de sus manos. Yo no he querido preguntarle si a ejemplo de otros filósofos dedica algunos ratos de la jornada a un trabajo manual.
Pero los que conozcan, aunque sea muy someramente, la bergsoniana filosofía pensarán que su base estriba en considerar esta ciencia como la más real de todas; un hombre del pueblo español diría: como la que más se puede tocar con las manos.
Los que no conozcan la filosofía de Bergson están expuestos a engañarse con estas indicaciones; porque, naturalmente, lo menos que se debe pedir al que quiere enterarse de una filosofía es que haga lo que hace cuando se quiere enterar de una máquina: estudiarla. Aunque en esto de las máquinas hay un engaño (el engaño del utilitarismo): se pueden aprovechar sin conocerlas. ¡Cuánta gente todavía de la que viaja, y en primera, no sabe por qué marcha el tren! No vayamos, sin embargo, a renegar del hallazgo de la especialización forzada, a aceptar resultados de otras especializaciones cuya función desconoce.
Más indicio filosófico de Bergson es su actitud ante la guerra.

EL SIGLO XX

Cuando estalló el conflicto europeo, el señor Bergson era el presidente anual de la Academia Francesa de Ciencias Morales y Políticas. El 12 de diciembre de 1914, a los pocos meses de comenzada la matanza, hubo de tomar la palabra, en sesión solemne de la Academia, y a lo largo de su discurso pronunció las siguientes: «Se ha dicho que la última palabra de la filosofía era comprender y no indignarse. No sé; pero, si tuviese que escoger, preferiría delante del crimen indignarme y no comprender».
Un mes después, al dejar el sillón presidencial de la Academia al señor Ribot, dijo: «Al día siguiente de la guerra… se preguntará qué valen los progresos de las artes mecánicas y las aplicaciones de la ciencia positiva, el comercio, la industria, la organización metódica y minuciosa de la vida material, allí donde no están dominados por una idea moral. Aparecerá a los ojos de todos que el desarrollo material de la civilización, cuando pretende bastarse a sí mismo, y a mayor razón cuando se pone al servicio de sentimientos bajos y de ambiciones malsanas, puede conducir a la más abominable de las barbar...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Corpus Barga: periodismo y literatura, por Arturo Ramoneda
  6. Bibliografía
  7. Procedencia de los escritos de esta edición
  8. Notas sobre esta edición
  9. PÁGINAS AUTOBIOGRÁFICAS
  10. VIAJES
  11. LITERATURA, ARTE, CIENCIA Y POLÍTICA
  12. LA SEGUNDA REPÚBLICA ESPAÑOLA
  13. EL EXILIO
  14. NARRATIVA
  15. Notas