El desencantado del mundo
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El escéptico
Yo, que fui mundano…
AL TRATAR DEL ALCIBÍADES I de Platón, señalábamos tres diferentes tipos de hombre: el político, el catárquico y el teórico. Del primero hemos dicho que siempre está pendiente de su imagen pública. Del último diremos que siempre está pendiente de la verdad. El intermedio, del que trataremos ahora, es el hombre que se siente cansado de las convenciones de la vida política y, de una manera u otra, ha comenzado a soltar amarras con el teatro de la representación social. Su imagen exterior ha dejado de ser para él lo más relevante, pero aún no ha tomado la suficiente precisa sobre sí mismo para convertirse en teórico. Está desencantado del mundo, pero aún no está encantado con nada fuera del mundo. Apenas comienza a volverse hacia sí mismo.
Fray Antonio de Guevara trata de este hombre intermedio en el Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539), uno de los libros más populares e influyentes de su época. Comienza asegurando que no pretende dar consejos sobre la vida que ha de llevar cada uno, pues «es gran temeridad y aun no sé si liviandad aconsejar a nadie que sea casado, aprenda letras, siga la guerra, se haga clérigo, se meta religioso, aprenda oficio o ande a palacio». Que cada cual siga con honestidad su vocación natural, porque al que se inclina «a ceñir espada muy mal se le asienta la estola. Al que de su natural es encogido, pecado sería llevarle a palacio. A la que desea tener marido muy pesado se le hará el velo negro». Lo que quiere, según dice, es, sobre todo, observar; detenerse y mirar a su alrededor. No le faltaba experiencia para ello, pues dominaba bien el arte de los pasillos.
No se le escapa que muchos cortesanos se quejan de que «la vida desta corte no es vivir, sino un continuo morir», pero ve que son muy pocos los que la abandonan voluntariamente. Y de estos, la mayoría lo hace porque, habiendo fracasado sus aspiraciones, está roída por el gusano del menosprecio.
¿Y él? ¿Qué piensa de sí mismo cuando se observa? Eligió voluntariamente la vida cortesana, pero ha pasado el tiempo y comprueba que no está satisfecho con lo que ve de sí mismo. «Mi vida no ha sido vida sino una muerte prolija; mi vivir no ha sido vivir sino un largo morir; mis días no han sido días sino unos sueños enojosos; mis placeres no fueron placeres sino unos alegrones que me amargaron y no me tocaron; mi juventud no fue juventud sino un sueño que soñé y un no sé qué que me vi; finalmente, digo que mi prosperidad no fue prosperidad, sino un señuelo de pluma y un tesoro de alquimia». ¿Qué ha sacado en limpio de su larga vida cortesana? «Mi cabeza cargada de canas, mis pies poblados de gota, la boca privada de muelas, mis riñones llenos de arenas, mi hacienda empeñada por deudas, y mi corazón cargado de cuidados y aun mi ánima no muy limpia de pecados».
Llegó a la corte inocente, sincero, humilde, modesto y humano y, desde luego, no ha mejorado. «Fui humano y tornéme inconversable; finalmente digo que fui vergonzoso y allí me derramé, y fui muy devoto y allí me entibié». En más de una ocasión se le pasó por la cabeza hacerse ermitaño, pero este pensamiento no procedía de un honesto deseo de ser virtuoso, sino del hartazgo de una vida de intrigas. El último capítulo del libro, el XX, se titula «De cómo el autor se despide del mundo» y lo integra una larga retahíla de desengaños que concluye de esta manera: «¡Mundo, no tengas ya más parte en mí; pues yo no quiero ya nada de ti ni quiero más esperar en ti!». Esta es la actitud del desencantado.
Ha comenzado asegurando que no quería dar consejos y concluye dándonos un ejemplo que quisiéramos creer que es sincero y que a él no se le pueden aplicar las sospechas sobre las frustraciones de quienes se quejan de la corte. ¿Es el menosprecio de la corte de Guevara una justificación de su alejamiento de los círculos más íntimos del emperador? Mantengamos el principio jurídico que nos anima a absolver al acusado en caso de duda, pero reconozcamos que no eran infrecuentes los que despreciaban por verdes las uvas cortesanas que no alcanzaban a comer. Uno de los más notables es el de Lope de Vega (pero podríamos también recoger los «menosprecios» de Góngora o Quevedo y tantos otros). En 1588, al abandonar Madrid, desterrado a Valencia, se sacude así los pies:
Hermosa Babilonia, en que he nacido
para fábula tuya tantos años,
sepultura de propios y de extraños,
centro apacible, dulce y patrio nido;
cárcel de la razón y del sentido,
escuela de lisonjas y de engaños,
campo de Alarbes con diversos paños,
Elisio entre las aguas del olvido;
cueva de la ignorancia y de la ira,
de la murmuración y de la injuria,
donde es la lengua espada de la ira;
a lavarme de ti me parto al Turia,
que reír el loco lo que el sabio admira,
mi ofendida paciencia vuelve en furia.
Pero tras cumplir la condena, regresa, y andará de aquí para allá, entre entusiasmos y decepciones. En agosto de 1604 vuelve a dar otra muestra de menosprecio en una carta: «Si Dios me guarda el seso, no más corte, coches, caballos, alguaciles, músicos, rameras, hombres, hidalguías, poder absoluto y sin putos disoluto, sin otras sabandijas que cría este océano de perdidos, lotos de pretendientes y escuela de desvanecidos». Aun así, en Madrid pasará los últimos 25 años de su vida.
Mucho más sincera parece la retirada de Andrés Fernández de Andrada (1575-1648), otro militar poeta, capitán del ejército español que murió en México en la más absoluta miseria. No hay antología de la poesía española que se precie que se permita el lujo de ignorar su Epístola moral a Fabio, que resiste sin inmutarse y plena de frescura el paso del tiempo. Se suele decir que es una invitación a la resignación de la aurea mediocritas, y, sin duda, algo de eso hay; pero más que un lamento resignado es un canto de victoria sobre sí mismo compue...