Los cuadernos perdidos de Proust
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Los cuadernos perdidos de Proust

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Los cuadernos perdidos de Proust

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De la autora de La torre de MontaignePREPÁRATE PARA REDESCUBRIR A PROUSTUn exquisito noir en torno a una de las mayores figuras de la literatura universal. Una auténtica celebración para todos los amantes de los libros.«Un crimen y unos valiosísimos manuscritos perdidos sostienen una novela tan inteligente, evocadora y reconfortante como una magdalena mojada en una humeante taza de té». Libération«Al igual que en las mejores novelas de las grandes damas del crimen anglosajonas, los deliciosos diálogos cuentan tanto en la trama como el propio asesinato». L'Express«Las novelas de Estelle Monbrun sobresalen por su exploración de los mundos geográficos y literarios que elige para construirlas. No hace falta ser ningún experto obsesionado por todos los misterios que rodean al escritor y su obra para saborearlas, ya que la autora siempre conduce la historia divirtiéndose y divirtiendo, con el pulso firme de una consumada narradora». Le Figaro LittéraireEn la Casa de la Tía Léonie, donde Marcel Proust —autor de la monumental En busca del tiempo perdido, cumbre indiscutible de la novela universal— pasó las vacaciones de su infancia, se celebra un importante simposio internacional que reunirá a los más reputados investigadores de su obra. Pero la víspera, el ama de llaves encuentra de improviso el cuerpo sin vida de la presidenta de la americana Proust Association, la señora Bertrand-Verdon, asesinada en extrañas circunstancias. El comisario Jean-Pierre Foucheroux y la inspectora Leila Djemani llegarán desde París para hacerse cargo de la más literaria de las investigaciones...Rivalidades académicas y unos valiosísimos cuadernos perdidos son los elementos con los que Estelle Monbrun sostiene una primorosa trama policiaca en la que, al igual que en las mejores obras de las grandes damas del crimen anglosajonas, los deliciosos diálogos importan tanto como el propio asesinato. Un noir tan inteligente, evocador y reconfortante como una magdalena mojada en una humeante taza té.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2022
ISBN
9788419207692
Edición
1
Categoría
Literature

XXII

Cuando el comisario Foucheroux y Leila Djemani salieron de la Casa de la Tía Léonie, el ambiente se había relajado considerablemente. El único indicio que quedaba de los «trágicos acontecimientos» de la víspera era un joven gendarme imberbe de guardia en el rellano para disuadir a cualquier visitante demasiado curioso de acceder a la primera planta. De hecho, los participantes, satisfechos en conjunto de su breve estancia en la región proustiana, no se aventuraron. Una señora de cierta edad, inglesa por lo visto, se quejaba de un callo en el pie, y otra, de haber venido de Holanda para no ver el cuarto de Marcel de niño, pero al fin y al cabo el coloquio había tenido lugar y la Casa había podido visitarse a pesar de las circunstancias.
Habiendo terminado su discurso oficial, André Larivière ofreció a todos, a la vez que una propaganda desvergonzada para la compra de souvenirs, mil anécdotas sobre la historia del pueblo, deplorando la lentitud de Patrimonio Nacional para hacer las reparaciones necesarias, evocando los nombres de calles hoy borrados y las cohortes de peregrinos del Camino de Santiago. Le sacaron varias fotos y, tras la marcha del último turista, contó moneda a moneda los ingresos del día, con gran satisfacción.
Sus peores temores, la llegada intempestiva del equipo de Ray Taylor o la irrupción de periodistas locales y parisinos, resultaron ser infundados. Pero no podía prever el futuro y temía que el legítimo deseo de visitar la Casa de la Tía Léonie, meca literaria, fuera temporalmente remplazado por una curiosidad malsana por el lugar donde había sido asesinada la presidenta de la Proust Association. Por otra parte, un aumento del número de visitantes significaría un saneamiento de las finanzas, puestas en peligro por la desastrosa gestión de la señora Bertrand-Verdon, que tenía delirios de grandeza.
Justo cuando iba a pedir educadamente a Gisèle Dambert, Guillaume Verdaillan y Philippe Desforge, que conversaban en un rincón, que le permitieran poner fin a la visita, se fijó en la desconocida alta y morena que decía ser inspectora de policía, reaparecida como por arte de magia, que avanzaba hacia ellos. Después la oyó convocar al profesor francés a la gendarmería y pedir a los otros dos que permaneciesen a disposición de la justicia en la posada del Molino Viejo. Suspiró de satisfacción, pensando que la Casa iba por fin a recobrar la calma, la dignidad, lo sagrado que nunca tendría que haber perdido, cuando escuchó a Gisèle Dambert aceptar que Philippe Desforge la llevara en coche. Aquellos dos nunca le habían inspirado confianza y, a fin de cuentas, no tenía ganas de eternizarse en el mismo lugar que un —o incluso dos— peligroso criminal.




El Peugeot de Philippe Desforge era menos lujoso que el Renault del profesor Verdaillan, que acababa de marcharse de muy mal humor, pero Gisèle se sentía infinitamente más segura en él. Recorrieron en silencio los pocos kilómetros que separaban la Casa de la posada. Philippe Desforge se concentraba visiblemente en la conducción de su vehículo. Llevaba unos guantes deportivos que desentonaban con el resto de su persona. Adeline solía hablar de él con condescendencia, con desprecio a veces, y a Gisèle siempre le había parecido de una cortesía patética y en exceso complaciente. Había asistido a fragmentos de escenas que prefería olvidar. Como buena proustiana, comprendía por qué se había dejado humillar tan a menudo: en el amor, quien ama es quien pierde y aquel individuo al borde de la vejez había amado a Adeline hasta el extremo de sacrificarle el respeto por sí mismo. «Todos somos Swann», pensó. A causa de un sentimiento de compasión por aquel hombre que lo había perdido todo, aceptó charlar un momento con él en vez de subir directamente a su habitación.
La posada del Molino Viejo se enorgullecía de un salón de té que ofrecía un surtido de bollería casera —palmeras untuosas, pepitos de café, buñuelos de crema, milhojas, tartaletas de fruta— para acompañar las hojas desecadas, venidas de China, Rusia, las Indias, que un poco de agua hirviendo bastaba para transformar en bebida estimulante.
—Adeline sabía preparar el té de forma admirable —suspiró Philippe Desforge haciendo un gesto de negación con su mano aún enguantada a la joven, que le proponía una bandeja de pastas.
—En efecto, era uno de sus talentos —pudo responder Gisèle con sinceridad.
—¿Qué va a hacer usted ahora, señorita Dambert? —la interrogó con un interés que la sorprendió un poco, puesto que nunca le había manifestado el más mínimo hasta entonces.
—No sé exactamente, pero me gustaría defender mi tesis cuanto antes.
—¿Con Verdaillan? Tiene la reputación de..., cómo decirlo..., aprovecharse del trabajo de sus estudiantes.
—No se aprovechará del mío —replicó Gisèle Dambert en un tono más amargo de lo que habría deseado, disponiéndose a tomar un sorbo de Darjeeling.
—Señorita Dambert, debo decirle que estoy al tanto... de la existencia de los cuadernos —le confió él inclinándose hacia ella y dejando su taza en el platillo con una mano cubierta de feas placas rojas.
Por efecto de la sorpresa, Gisèle hizo un brusco movimiento de turbación y derramó el contenido de su taza sobre su falda.
—Discúlpeme —murmuró levantándose y dirigiéndose a los servicios, menos para minimizar los daños materiales que para reevaluar la situación.
Cuando volvió a salir, la mancha casi había desaparecido y ella había tomado una decisión: les diría la sórdida verdad sobre la estafa de la que había sido víctima y el pacto que había hecho con su director de tesis.




El profesor Verdaillan estaba blanco de rabia cuando al fin lo introdujeron en la sala donde los demás testigos lo habían precedido. No se hacía esperar impunemente a un miembro eminente de la Universidad de París-XXV y había compuesto mentalmente distintos borradores de la carta de recriminación que pensaba enviar al ministro de Justicia a la mayor brevedad posible. A aquel comisariucho y a su ridícula asistente se les iba a caer el pelo. Sin embargo, sabía en su fuero interno que aquel acceso de cólera dirigido al exterior tenía como fin primero ocultar otra emoción menos confesable: el miedo. Guillaume Verdaillan tenía miedo de averiguar que, a pesar de su acuerdo y de sus amenazas, Gisèle Dambert había hablado.
—Siéntese, señor profesor —le rogó amablemente el comisario Foucheroux.
—Es un poco tarde para las fórmulas de cortesía —replicó él con mal humor—. ¿Sabe cuánto tiempo he tenido que esperar a que se dignase aparecer usted?
—Lo que nos ha llevado tomar declaración a los demás testigos. Nuestras más sinceras disculpas... Permítame que repasemos un detalle en concreto. Usted declaró haber sido el primero en dejar a la señora Bertrand-Verdon después de la cena de anteanoche. ¿Mantiene su afirmación?
—El primero, el segundo, ¿qué más da? —replicó Guillaume Verdaillan con impertinencia.
—¿Qué más da? —repitió el comisario sin alzar la voz—. Digamos... la diferencia entre una posibilidad de acusación por asesinato y el simple interrogatorio de un testigo dispuesto a colaborar con las autoridades. Usted elige.
El golpe hizo efecto. Guillaume Verdaillan buscó mecánicamente sus cigarrillos, pero, ante la mirada de advertencia de la inspectora Djemani, renunció y dijo:
—Fui el tercero en dejar a la señora Bertrand-Verdon. El señor de Chareilles se marchó primero, y después Patrick Rains­ford.
—¿Está usted seguro?
—Totalmente.
—¿Y no vio a la señorita Dambert?
¡Ajá! Ahí estaba la trampa. Se hizo el inocente.
—¿A la señorita Dambert? Claro que no. No estaba en la cena. ¿Por qué iba a haberla visto? Nos citamos delante de usted al día siguiente...
—Nos ha hablado... —comenzó el comisario circunspecto.
—De su tesis —completó impulsivamente Leila Djemani.
El resultado que esas simples palabras produjeron en el gran profesor de la Universidad de París-XXV fue espectacular. Sus hombros se hundieron, un temblor incontrolable agitó sus manos y la mirada del vencido remplazó a la máscara de arrogancia que hasta entonces había logrado mantener.
—Lo saben —tartamudeó, víctima de su propia angustia.
—Lo sabemos —afirmó Jean-Pie...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Cita
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. V
  10. VI
  11. VII
  12. VIII
  13. IX
  14. X
  15. XI
  16. XII
  17. XIII
  18. XIV
  19. XV
  20. XVI
  21. XVII
  22. XVIII
  23. XIX
  24. XX
  25. XXI
  26. XXII
  27. XXIII
  28. XXIV