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Tomás sigue aferrado al volante con la vista fija en la monótona carretera de Los Monegros. Miro ahora este paisaje despiadado en su pobreza, y es como si lo viera por primera vez. Lo que antes era un páramo ahora reverdece como si volviera a la vida. Los aspersores escupen ráfagas de agua en redondo. Qué habrán sembrado. De dónde sale el agua. No recuerdo ni ríos ni manantiales por estos parajes. Pero la vida surge de algún lado. Como un milagro.
Qué paradoja. Este desierto se alza contra la fatalidad de su destino al mismo tiempo que nosotros nos encaminamos hacia la que había sido nuestra aldea, territorio de infancia, de nuestros antepasados y de nuestra historia, para encontrarla vacía.
Me doy cuenta de que este es el primer viaje que hacemos mi hermano y yo solos, y me entristece pensar que la nuestra no será una estancia placentera como lo fueron aquellas en vida de los abuelos. La niñez quedo muy atrás. Somos adultos y si mamá nos encargó la tarea, por más penosa que nos resulte, se supone que debemos de ser capaces de llevarla a cabo sin problemas.
–¿Por dónde empezaremos? –le pregunto a Tomás.
–Por el principio. –Desvía su mirada de la carretera y me observa con aire socarrón–. Vaciar la casa tampoco tiene tanto misterio. Recogemos lo que queramos conservar y nos despedimos de ella.
–Pues eso. Justo eso es lo que nos va a resultar más difícil. ¿Tú habías oído hablar de vender la casa? No consigo entender que, al primer posible comprador, mamá ni se lo piense. Ella que tanto cariño le tiene.
–Igual crees que lo hace con alegría.
–Con alegría seguro que no. –No digo nada más porque intuyo un leve reproche en las palabras de Tomás, como si yo no alcanzase a percibir que le debe de costar mucho más a ella que a nosotros.
Vuelve a mirar fijamente la carretera mientras yo sigo pensando en la abuela, en sus dichos, en su quehacer, en que fue ella quien me ayudó a venir al mundo y en lo mucho que significa esa casa para mí.
Me quema el aire caliente que entra por la ventana del Golf de Tomás. Este sol no perdona, diría ella. Fue en verano cuando mis padres vinieron a buscarla para llevársela a vivir con ellos. La veo en ese viaje. Seguramente triste e inquieta y, sin embargo, sin rechistar. Mientras pueda, yo sigo aquí, insistía tozuda ante las constantes invitaciones de mamá para que se uniese al resto de la familia. Después de la muerte del abuelo, de eso hacía ya muchos años, y tras la ida de su hija mayor a Barcelona, se había negado rotundamente a abandonar su casa.
¿Quién se va a ocupar del huerto?, decía, menuda y cada vez más encorvada.
Aprovecho para sacar el cuaderno que me acompaña siempre y busco algo que he escrito hace poco.
«La abuela María no había podido morir en su hogar, ni había podido ser enterrada junto a su marido en el camposanto como ella quería. Se había ido en silencio, sin hacer ruido, sin lamentos. En un paisaje extraño, en el que ni las estrellas brillaban la noche de su muerte.»
No. No es eso lo que quiero escribir. Bueno, sí, porque quiero escribirlo todo. Todo lo que la memoria ha ido filtrando, tal vez embelleciendo, tal vez olvidando. Lo dicho, lo no dicho; lo que se me escondía y lo que no podía esconderse. Me haré preguntas que nadie ya podrá responderme. Estarán presentes las dudas que me habitaban, que me habitan. Cierro la libreta y la guardo de nuevo en el bolso.
El traqueteo del coche me hace temblar. Pienso que sus manos curtidas y callosas debían de temblar igual al dejar las patatas, los pocos garbanzos y las judías verdes, vainas las llamaba ella, con las que me alimento la mar de bien, nos mentía.
Entrados ya en la provincia de Soria, Tomás sugiere hacer una parada para comer algo. Es un ritual, no digo nada. Miro a este hombre en que se ha convertido mi hermano y no puedo dejar de recordar los viajes en familia en el Dos Caballos. Papá paraba siempre aquí. El Mesón del Aceite, a pie de carretera, buen pan de hogaza y torreznos que, aunque buenos, ni entonces ni ahora podrían competir con los de la abuela. El mesonero es un poco rancio, la verdad, y no hay modo de hacerle sonreír, pero en este momento casi se agradece su aire adusto. Tampoco nosotros estamos para muchas chácharas. Damos cuenta de nuestros torreznos y de las cervezas sin decir palabra. Ambos envueltos en el mismo manto de tristeza.
Regresamos al coche. Llevamos un buen tramo en silencio cuando le digo:
–¿Te acuerdas de cuando llegó la abuela a Barcelona? Aún hoy sigo preguntándome si fue una buena idea sacarla de su casa.
Tomás aparta su mirada de la carretera solitaria para mirarme, le oigo aspirar hondo, luego dice:
–Claro que me acuerdo. Me daba mucha pena verla tan perdida.
–Sí –me apresuro a responder para no dejar que la nostalgia me gane–. Andaba como desorientada. Toda la vida en el campo y de repente la meten en un lugar donde no ve ni el sol ni el cielo.
Volvemos a callarnos por un instante en el que observo la llanura escaparse hacia el horizonte.
–Recuerdo el primer día que oyó sonar el teléfono. Dio un bote en la silla buscando de dónde venía el ruido. Y cuando oyó a mamá hablar con el oído pegado a aquel aparato negro, la pobre, no entendía nada. La miraba como si se hubiese vuelto loca. –Tomás sonríe al evocarlo.
–¿Y el día de las ovejas en la tele? A mí me vais a contar que en esa caja caben tantas ovejas. Sabré yo lo que ocupan, dijo con el aplomo de quien está segura de lo que dice.
–Pero nunca se quejó. Ni le echó en cara a mamá que la hubiese sacado de su casa.
–Una sola vez la oí murmurar en voz baja, como si hablase con ella misma, Por qué no me habrán dejado morir allí, en mi casa. ¿Qué podía decir yo a eso? Callé y salí corriendo de la habitación antes de que me viese llorar.
Desde que murió, la vida es otra vida.
Pienso en el farol de la ventana, guía del caminante, y estoy por decirle a mi hermano ¿Te acuerdas del farol?, pero el silencio se impone.
Vuelvo a mis notas en este cuaderno de tapas rojas. ¿Por qué se me ocurriría ese color entre los muchos que me ofrecía la estantería? N...