Isabel de Habsburgo
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Isabel de Habsburgo

  1. 352 páginas
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Isabel de Habsburgo

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Información del libro

La autora nos presenta la vida de Isabel, tercera hija de Juana la Loca y de Felipe de Habsburgo, que a los catorce años llegó a ser reina de Dinamarca, Noruega y Suecia. La obra escrita en primera persona nos relata la historia de una niña que aceptó su amargo destino por el bien del Imperio. Desde su salida de Flandes hasta su trágica y temprana muerte, la obra repasa otros los hechos más relevantes de su vida: su matrimonio, la infidelidad e injusticias de su esposo Christian II, la posterior huida de Dinamarca tras la destitución forzosa y la denegación de ayuda por parte de su hermano Carlos V por sus simpatías hacia Lutero.

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Información

Editorial
Nowtilus
Año
2010
ISBN
9788497639460
Edición
1
Categoría
Literatura

IV

EL INICIO DE MI REINADO

Hacia el otoño del año del Señor de 1515.
Creo que mi presencia en Dinamarca ocasionó, en mi segunda mañana de desposada, no solo alegrías, sino algunas preocupaciones. Antes de iniciar nuestro viaje sucedió algo extraño, indefinido, impreciso... Algo desconocido que trajo inquietud a mi alma.
A hora temprana mi esposo se hallaba en el salón del trono dando las últimas instrucciones a sus colaboradores antes de nuestra partida. Era un enorme salón de techos artesonados que se comunicaba con una espaciosa galería con vista hacia los jardines. Jardines que rodeaban el palacio como si fueran una gigantesca alfombra verde, salpicada de frondosas zonas de vegetación y flores multicolores. Más allá de la vista se extendían los prados donde el rey solía cabalgar o cazar aves silvestres y la reina Cristina quería mostrármelos. Ella llevaba un vestido color añil a juego con el color de sus ojos, yo iba de azul oscuro con el vestido con que había partido desde Flandes y llevaba sobre mi cuello un collar de zafiros y diamantes. Aquel color era mi favorito. Sentía que era un color que se identificaba conmigo y que hacía resplandecer aún más la blancura de mi piel y acentuaba los dorados reflejos de mis cabellos. A pesar de que yo era la reina de Dinamarca por mis esponsales, caminaba dos pasos más atrás de la reina —una mujer encantadora— a la que por sus años sentía como una verdadera madre, mientras que yo era apenas una jovencita de catorce años.
—¡Majestad!
El joven, vestido con el uniforme de la Guardia Sajona, me hablaba en danés.
—¿Quién es? —pregunté a la reina, desconcertada, olvidando que nadie comprendía mi idioma.
—Un escolta del rey, majestad —respondió el consejero que oficiaba de traductor y que acababa de llegar deprisa, mientras se inclinaba hacia nosotras en una profunda reverencia—. El rey os llama a su lado.
La reina Cristina agradeció con un gesto de su cabeza y yo con una sonrisa. Ella caminó adelante, indicándome el camino. Yo la seguí en silencio, algo intimidada. Cuando entramos al salón por la puerta de doble hoja de madera oscura con flores talladas, mi esposo se hallaba de pie dialogando con su mariscal, un señor corpulento y rubio llamado Magno Gioe, que al vernos entrar se inclinó hacia nosotras con dos profundas reverencias, casi hasta tocar el suelo. Después, ceremoniosamente, besó nuestras manos. Detrás de él, desde la penumbra de la sala, apareció sin que la hubiéramos visto, una elegante dama que también se inclinó ante nosotras. Al hacerlo la miré a los ojos y descubrí que era la misma que dos días antes había acompañado a la misteriosa joven hasta el atrio de la iglesia, a saludar al rey, la tarde de nuestros esponsales. Cristian pronunció su nombre —Sigbrit con gran familiaridad, y, por lo que pude observar, comprendí que ella era su principal asesora y en quien mi esposo depositaba toda su confianza. Por el tono de su voz, presentí que le daba recomendaciones cual si lo hiciera a una reina. Y no porque yo comprendiera lo que hablaban, sino por los gestos, el cúmulo de papeles y documentos y las firmas que delante de nosotros terminaron de rubricar entre los dos…
—¡Elisabeth de Habsburgo, reina de Dinamarca, estáis deslumbrante! —exclamó mi esposo en danés y el traductor me lo informó de inmediato apenas concluir aquellos trámites.
Absorta en mis cavilaciones, no encontraba palabras y ruborizada susurré.
—Gracias, merci —No sabía cómo agradecer para que me comprendiera.
Mi esposo rió de buenas ganas.
—He comprendido vuestras «gracias», en flamenco y en francés. No obstante quiero deciros que vos deslumbraríais también por vuestras propias gracias.
No dije nada, solo lo miré y le sonreí. Tal vez si tía Margarita o Leonor hubieran estado a mi lado me hubieran insinuado responder con otra gentileza. Pero en esos momentos no atinaba a pronunciar nada que resultara ingenioso. Ante la sorpresa, no lograba encontrar en flamenco ningún vocablo gracioso y con donaire que resultara adecuado a las circunstancias. Parecía que todas las palabras se habían mudado de mi boca y no podía hallarlas para volver a dialogar con mi esposo. El rey tampoco agregó nada. Me quedé mirándolo, mientras él esbozaba una leve sonrisa e inclinaba su cabeza sobre unos blancos documentos lacrados que la dama le extendía, sin poder quitar sus ojos de los míos.
—Más tarde deseo veros a solas —me dijo, antes de retomar la conversación con sus asesores.
Me ruboricé de nuevo —creo que con mayor intensidad— al escucharlo. Sobre todo porque la reina madre me observaba detenidamente desde un mullido sillón, mientras el traductor desgranaba aquellas frases en flamenco. Sin atreverme a levantar la vista, pensé que todo el salón estaba escuchando aquel diálogo y solo atiné a sonreír. Pero apenas había alcanzado a sentarme junto a la reina Cristina en el gran sillón, se abrió la puerta. En el umbral, una figura alta y delgada se divisó al trasluz… Era el arzobispo de Tronheim, Erik Valkendorf, quien acababa de abrirla. El dignatario eclesiástico entró dentro del salón y con una profunda reverencia nos saludó en danés. Entonces intuí que su presencia en el palacio se debía a algún asunto importante sobre Flandes, del que yo no debía enterarme… Su rostro mostraba un rictus de preocupación y por sus actitudes y gestos comprendí que había pedido hablar a solas con mi esposo, el rey. Tal vez traía algún mandato expreso de mi abuelo, el emperador, porque las únicas dos palabras que comprendí cuando habló, fueron «Maximiliano» y «Flandes». Tal vez se tratara de mi dote —dinero que la Casa de Habsburgo aportaba por mis esponsales— y el señor arzobispo llegaba a informar sobre el modo en que el imperio formalizaría sus pagos y la forma en que cumpliría los plazos respetando las fechas establecidas. El dinero acordado debía ser tributado a las arcas danesas en tiempo y en forma como había prometido el emperador… Pero el arzobispo no había terminado de enunciar en danés aquella misteriosa e incomprensible sentencia, cuando el rey se puso de pie de un salto. Algo no había salido bien… Cristian parecía demudado… Cruzó el umbral de la puerta que tenía a su espalda y entró a su despacho privado —allí donde se reunía para cuestiones privadísimas de las que nadie debía enterarse—... El arzobispo lo siguió con profundo recogimiento y una cierta severidad en su rostro. La puerta se cerró tras ellos y se escuchó el chasquido de la doble vuelta de llave con que se clausuraba el real despacho. Con ese gesto, el monarca señalaba que nadie debía importunarlo, al menos que fuese una cuestión de guerra declarada... En el salón del trono se hizo un profundo silencio… Yo observé a la reina, pero ella miraba el infinito... Sigbrit seguía sin perder tiempo, revisando despachos y el mariscal del reino leía detenidamente unos informes con expresión de gran gravedad. Entonces dejé mi mirada suspendida en la puerta que se había cerrado. Y todo lo demás desapareció ante mi vista…
Bajo aquellas circunstancias, la escasa influencia de la reina madre se tornó más que evidente. Cristina de Sajonia permaneció callada y, creo, tan sorprendida como yo. La audiencia que se estaba llevando a cabo en el salón contiguo, debía revestir un gran riesgo. Era una cuestión de Estado… La delataban los gestos preocupados del arzobispo al entrar y la doble vuelta de llave del rey al cerrar. El silencio era absoluto. Solo el trino de las aves en los jardines llegaba como un sutil eco lejano… Al cabo de unos minutos —que me parecieron eternos— la puerta volvió a abrirse y salió el arzobispo. El rey permaneció en su despacho, sentado a una mesa. Por el delgado espacio de la puerta apenas entreabierta, pude ver que tenía su cabeza escondida entre sus manos, en señal de extrema preocupación…
—Adiós, majestad —me despidió en flamenco el arzobispo—. Y no olvidéis que si os mantenéis humilde, como lo habéis hecho hasta ahora, vuestro esposo comprenderá sus errores y al ver el ejemplo de vuestras virtudes —como en un espejo— tratará de imitaros. Espero que la gracia de Dios os haya puesto en su camino, para que lo conduzcáis por la buena senda hacia la casa del Señor.
Agradecí profundamente sus emotivas palabras. ¿Acaso sería yo la destinada a salvar el alma de mi esposo de aquellos pecados que yo ignoraba?
Después se despidió de la reina madre, del mariscal y de Sigbrit y cuando hubo concluido se marchó en silencio, del mismo modo en que había llegado. Yo, confundida, trataba de descifrar aquella frase que el clérigo había dejado rodar dentro de mi alma. El rey salió de su despacho con el rostro desencajado y dirigiéndose a Sigbrit, le habló en danés casi en secreto. Abstraída por las extrañas circunstancias, trataba de adivinar el motivo de aquel enigmático encuentro entre el alto dignatario de la Iglesia y el rey de Dinamarca, sin advertir que el rostro de mi esposo se iba tornando cada vez más apesadumbrado y que los gestos y los ojos de Sigbrit habían comenzado a evidenciar destellos de odio que se escurrían tras los pasos del arzobispo de Tronheim, cual dos puñales lanzados al aire, para clavárselos por la espalda. ¿Qué habría manifestado el canónigo, para que causara tanta conmoción en sus ánimos? ¿Y qué correspondencia tendrían sus sentencias para que la asesora del rey, con gran esfuerzo, apenas pudiera disimular su ira?
—Elisabeth —me llamó mi esposo y me extendió sin pronunciar una palabra un sobre blanco lacrado, con los sellos reales de Flandes, dirigido a mí.
Era una carta de tía Margarita fechada el día 27 de julio, día de mi cumpleaños. La carta había sido escrita para desearme —estuviera donde estuviera—, en su nombre y en el de mis hermanos, muchas felicidades por mi nuevo onomástico y también por mi nueva vida… En ese preciso instante caí en la cuenta de que había cumplido mis catorce años en alta mar sin que nadie —ni siquiera yo misma— lo advirtiera. Tampoco mi dueña, Catalina de Hermellén, lo había recordado. Tal vez el cúmulo de recomendaciones que llevaba para mi guarda en aquel país lejano se lo habían impedido. Los encargos sobre mi cuidado que le había encomendado tía Margarita eran una pesada alforja de responsabilidades y ella la sobrellevaba sin distracciones y con gran alegría por tratarse de mí. Catalina me adoraba y sin atesorar tiempo para recreos, se volcaba a mi cuidado con absoluta entrega. Y yo, presa de la conmoción que la nueva vida de esposa y reina me había provocado, también lo había olvidado... Mis recién estrenados catorce años se mecían acunados por el miedo y la inseguridad, dos sentimientos adversos para mis buenos pensamientos... Leí la carta deprisa… El rey me estaba esperando… Había llegado el momento de partir…
Me abracé a la reina madre. Ella me sonrió al abrazarme y, entre cumplidos, me susurró al oído una frase que por largo rato había estado practicando en idioma francés.
—No dejéis de amarlo, a pesar de todo… —la miré a los ojos, desconcertada, sin terminar de comprender lo que quería decirme.
—Os aseguro que lo haré con toda el alma —le respondí en francés, sin saber si podría comprenderme.
Al mirarla vi que enjugaba sus lágrimas con un pañuelo. Tal vez nuestra partida le causaba aquella melancolía… La reina era enormemente sabia y algo había querido expresarme con aquella frase… Pero yo no alcanzaba a descifrarla…
Desde cierta distancia, altivo por naturaleza, con su cuerpo erguido contra el azul intenso de los cielos de Dinamarca y con sus ensortijados cabellos revueltos como las aguas del Báltico, Cristian de Dinamarca, al filo de su arrogancia, intervino.
—Adiós madre, debemos partir para que no se nos haga tarde.
La reina abrazó y besó a su hijo y pronunció en danés una sentencia, mientras sus ojos se posaban en los míos.
Yo con diplomacia, pero con cierta curiosidad, me acerqué a mi traductor y le pregunté en voz baja.
—¿Qué le ha dicho la reina a su hijo?
—Que no olvide sus buenos consejos…
De inmediato pensé en aquellos piadosos consejos que el rey Juan I había dado su hijo desde su lecho de muerte. Tal vez a ellos se estaba refiriendo la reina Cristina…
Después de despedirnos de todos, el rey y yo ascendimos al carruaje que nos llevaría hasta los muelles de Hvidore, donde nos esperaba para abordar la nao real toda la Corte que se movilizaba en los largos viajes. El gracioso y vaporoso vuelo de mi vestido hacía juego con el delicado ramillete de lirios azules con que al salir del palacio la reina Cristina me había obsequiado. Y al mirar a mi esposo antes de subir al carruaje, me dio una inmensa alegría advertir que llevaba sobre su pecho la cadena de oro con la medalla —simbolizada por un elefante— de la Hermandad de la Santísima Trinidad de la Pasión de Jesucristo y de la Virgen María, consagrada a la defensa de la religión cristiana. Pensé que si mi piadoso hermano Carlos lo hubiese visto, se habría sentido orgulloso.
Sobre las márgenes del camino que debíamos recorrer, una multitud jubilosa nos aguardaba para vernos pasar y saludarnos, mientras arrojaba a nuestro paso centenares de florecillas silvestres. Los guijarros de las calles de Copenhague parecían alfombrados, en tanto miles de pétalos se lanzaban al vuelo desde las ventanas y balcones engalanados con los estandartes y banderines.
Uno de los guardias que nos escoltaba hacía sonar una trom...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Cita
  5. Dedicatorias
  6. Agradecimientos
  7. Índice
  8. Personajes
  9. Prólogo
  10. Capítulo I: Cuando el alma no quiere marcharse
  11. Capítulo II: En un mar de dudas
  12. Capítulo III: En tierras danesas
  13. Capítulo IV: El inicio de mi reinado
  14. Capítulo V: Los mensajeros
  15. Capítulo VI: Un paréntesis de paz
  16. Capítulo VII: La desolación de un rey
  17. Capítulo VIII: Los reyes de Dinamarca
  18. Capítulo IX: La dureza del destino
  19. Capítulo X: Estocolmo bañada en sangre
  20. Capítulo XI: La unión de Kalmar
  21. Capítulo XII: Regreso a Malinas
  22. Capítulo XIII: En el destierro
  23. Capítulo XIV: Entre Alemania y Flandes
  24. Nota de la autora
  25. Epílogo
  26. Nota histórica
  27. Cronología
  28. Árboles genealógicos
  29. Contracubierta