Ludwig Binswanger
y el análisis existencial
[Introducción]
I. Psicoanálisis y antropología de la vida: 1. Lo vital y la vivencia; 2. Retorno a la vivencia: Freud y Husserl. II. La psicología fenomenológica como ciencia eidética: 1. El retorno a la vivencia en la fenomenología eidética; 2. De la eidética de la vivencia a la génesis de las constituciones. III. Descripción fenomenológica y experiencia patológica: 1. La Lebenswelt [el mundo de la vida]; 2. Negación y contradicción: la psicopatología pone en crisis el modelo fenomenológico. IV. El análisis de las formas de la existencia como superación radical del análisis fenomenológico.
[1] En su panfleto contra el psicoanálisis, [Charles] Blondel hace a la teoría freudiana un reproche bastante curioso, aunque lleno de sentido cuando se comprende el homenaje involuntario que le rinde a la obra de Freud. Le reprocha haber tomado el síndrome clásico de la histeria como punto de partida e instancia privilegiada de verificación. Ese síndrome que en su historia posterior la psiquiatría misma debía encargarse de desacreditar. El psicoanálisis habría dado una significación absoluta a las nociones de trauma, represión, inconsciente, simbolismo y conversión, donde creyó leer la clave de la conducta histérica y poder captar la unidad de su sentido. Pero el progreso del análisis psiquiátrico, desarmando el complejo histérico y repartiéndolo en síntomas esquizofrénicos, obsesivos o hipocondríacos, habría vuelto vano el esfuerzo del psicoanálisis y comprometido para siempre sus generalizaciones.
De este modo, parecería como si el concepto de histeria no hubiera estallado por presión del análisis freudiano; como si el [2] sentido del psicoanálisis no hubiera sido el de disipar el mito de una enfermedad que había sido definida como déficit orgánico, sin alteración de la función ni origen en una lesión; como si el psicoanálisis no hubiera dado el paso decisivo de recusar para siempre el tema de una enfermedad-milagro o una enfermedad-simulación, que aparece en las fronteras “del alma y del cuerpo” sin pertenecer del todo ni a la secuencia orgánica ni al sistema psíquico.
Al mostrar que el olvido histérico tenía un contenido, que la parálisis pitiática era otro modo de comportamiento y que la sugestionabilidad no era un adormecimiento de la voluntad sino en la medida en que marcaba, al mismo tiempo, un despertar del eros, Freud –y en parte Janet–, en efecto, plantearon un problema cuya solución ya no podía alcanzarse a partir de la oposición entre el alma y el cuerpo.
La definición del sentido del síntoma histérico hizo necesaria una nueva escansión de la unidad humana, desplazando el límite conceptual que la tradición metafísica había trazado entre el alma-sustancia y el cuerpo-sustancia y, al mismo tiempo, borrando el carácter de oposición absoluta que por definición marcaba ese límite. Y si bien el intento de renovación conceptual del psicoanálisis no llegó tan lejos, el sentido de los análisis freudianos tendía a establecer una nueva articulación que permitiese distinguir y unir a la vez los [3] trastornos funcionales (parálisis, inconciencia, olvido) y la trama de acontecimientos psicológicos que los hicieron posibles (acontecimiento traumático, rechazo del pasado, negación de lo real, deseo de huida hacia la enfermedad). En otras palabras, si la histeria es un síntoma límite, no lo es porque separe el alma y el cuerpo, sino porque pone de relieve la articulación entre el conjunto de las funciones vitales y la totalidad de la historia vivida. Es decir, entre el conjunto de la funciones vitales (las Lebensfunktionen), que abarca tanto las llamadas funciones corporales (por ejemplo, la motricidad o las regulaciones vegetativas) como las presuntas funciones psíquicas (por ejemplo, la memoria, la asociación y la conciencia) y la historia vivida (Lebensgeschichte), que reúne el conjunto de experiencias cuyos contenidos forman, en su cohesión, la unidad del devenir personal. Así, la vieja oposición entre el alma y el cuerpo es convenientemente sustituida por la distinción entre lo funcional y lo histórico. Aunque nos gustaría decir “entre lo biológico y lo biográfico”, si fuera posible devolver a estos términos su riqueza originaria, aquella que la ambigüedad de sentido entre lo vital y lo vivido daba a la palabra bios [vida].
Esto era suficiente para hacer estallar la vieja noción de histeria como entidad nosográfica, tal como la entendía Blondel. Y también bastaba para dar un nuevo sentido a todos los síntomas de conversión, a todos los signos histéricos, a todos los aspectos psicosomáticos en los cuales lo histórico y lo funcional no dejan de replicar su propio eco.
Sin embargo, hizo falta mucho tiempo para despejar, con pureza, todo lo que implicaba esta sustitución.
[4-5] Las nuevas significaciones permanecieron durante mucho tiempo [6] dentro de una antropología naturalista que las neutralizaba. Cada esfuerzo por articular los trastornos funcionales y las significaciones históricas tropezaba con el postulado de que la verdad del hombre se agota en su ser natural y que, por consiguiente, ese ser natural define para el hombre la norma de su vida y la regla de su historia. Entre estos postulados y las nuevas significaciones que el análisis sacó a la luz, el evolucionismo sostuvo durante mucho tiempo una fórmula de compromiso. Al presentarse como una forma elaborada del materialismo, convalidó la exigencia de una unidad psicosomática: borró la línea que separaba la actividad mental y la actividad sensomotora; reforzó, en el hombre, la unidad funcional, de la que el aspecto somático y el psíquico constituyen solo momentos abstractos; y, por último, rechazó toda oposición de sustancia, principio u origen entre las formas automáticas de la actividad y las conductas voluntarias. Si algo las separa, es la distancia entre los niveles evolutivos, el carácter menos diferenciado, más primitivo de la reacción automática y el más diferenciado, más complejo y también más frágil que la actividad voluntaria debe a su origen más reciente en la evolución de las estructuras. Así, la oposición del alma y el cuerpo se desdibuja y al final se borra; pero en su lugar se esboza la unidad ficticia y parcial de lo vital: lo vital, con el conjunto de estructuras funcionales que envuelve, se convierte en el denominador común de toda realidad humana; lo vivido nunca se presenta sino como su forma más elaborada y tardía. Y la conciencia ya no es más que la estructura sutil [7] de los últimos procesos de adaptación.
Y así, la historia se integra a la evolución, para constituirse como su última fase. El movimiento de la génesis se confunde con los procesos del desarrollo, y el sentido, que no debe entenderse como significación vivida, solo se despliega como orientación vital. En esta antropología, difuminada a través de los temas de la evolución, lo “vital” se define, entonces, como la forma abstracta de la unidad. Pero al mismo tiempo, y a la inversa, sirve como un criterio que separa lo sano de lo patológico, el hombre normal del hombre enfermo. Lo normal se define por el nivel de adaptación y lo patológico por un retroceso, es decir, una regresión de los procesos evolutivos, en la que se vuelve a etapas previas del desarrollo. El hombre enfermo es el hombre que no vive en el nivel que le sería propio: su experiencia vivida se inscribe en fases ya superadas de su evolución vital. Su historia, en vez de completar con una línea continua la línea de puntos trazada por la filogénesis, deshace la trama de la evolución y se despliega en significaciones que la oponen a la orientación de la vida. Hay enfermedad cuando la historia se convierte en la arqueología de la evolución.
No es posible, entonces, mantener una antropología de la vida como fundamento implícito de la unidad psicocorporal y como presupuesto de una psicología del hombre total. Lo “vital” nunca es más que un índice que reduce lo vivido, y discrimina lo mórbido. Si reconcilia al hombre consigo mismo, lo hace reduciéndolo a algo menos que sí mismo y oponiéndolo de manera irreductible a las formas patológicas de su comportamiento: en este doble sentido, la teoría de la vida aliena la reflexión acerca del hombre. Sin duda, esta antropología de lo “vital” está [8] presente incluso en los análisis que permiten recusarla. En Freud, se delata por sí sola en la teoría de la libido, en la concepción de la neurosis como fijación y regresión, en las supuestas analogías entre el niño, el primitivo y el neurótico. En Janet, aparece en el cuadro jerárquico de las tendencias, en el análisis de los grados de activación, en la noción de energía psíquica. También es el fundamento más claro del jacksonismo, incluso y sobre todo en sus formas más recientemente renovadas. En todas partes desempeña el doble papel de unificar al hombre por debajo y por fuera de sí mismo, es decir, de restaurar la unidad del hombre como ser natural, desdoblando su valor como individuo histórico. La unificación en una antropología de la vida va de la mano con un fraccionamiento en el humanismo. Después de todo, a la filosofía de Nietzsche tampoco le quedó otra salida…
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Sin embargo, otras eran las implicancias de los análisis mediante los cuales se trataba (a finales del siglo XIX) de volver a captar la unidad humana a partir de los síntomas de la histeria. Lo que todavía hoy puede descifrarse en esos intentos de psicogénesis no es la primacía de lo vital, sino el carácter irreductible de lo vivido; no es la incompatibilidad de sentido entre lo normal y lo patológico, sino, por el contrario, la comunidad de su significación.
Tomando distancia del horizonte evolucionista donde lo encierra la reflexión [9] teórica, el análisis freudiano se propone como un análisis de lo vivido en un estilo irreductible al de las ciencias de la naturaleza. La génesis psicológica tal como la vemos desarrollada en los Cinq psychanalyses, por ejemplo, no instaura entre los procesos una causalidad de tipo natural: describe un movimiento de las significaciones, un desplazamiento de su contenido, una crónica de su aparición que solo pueden tener un sentido en el nivel de la vivencia, pero permanecen sin significación en el nivel de lo vital. Lo que es trastorno de la conducta, déficit orgánico –acceso de tos y afonía en Dora, la histérica–, corresponde a un núcleo de significaciones que Freud describe en el estilo de la experiencia vivida. El “simbolismo” se capta como una identidad temática a través de los contenidos figurados que lo expresan. La “sobredeterminación” designa una infinidad de implicaciones recíprocas que nada tienen que ver con la totalidad espacial de un organismo integrado, sino que indican la constancia de un horizonte que no puede desplegarse en su totalidad. Y el “contenido inconsciente” de las conductas se desarrolla en el transcurso del análisis por obra de un proceso continuo que conduce de lo explícito a lo implícito, del efecto buscado a la significación secreta; proceso cuyas idas y vueltas terminan por mezclarse, a los ojos del propio Freud, cuando la transferencia y la contratransferencia hacen surgir significaciones comunes al médico y al enfermo.
El momento decisivo de la obra freudiana indudablemente se presenta cuando Freud renuncia a buscar la unidad humana en una psicología de la evolución para descubrirla en una psicología de la génesis,[10] y abandona el tema de lo vital para hacer caer todo el peso de su análisis en el dominio de lo vivido. Y cuando, atendiendo al método, se oscurece por un instante el paisaje evolucionista, que limita el horizonte del pensamiento freudiano, para iluminar lo que no pertenece a la familiaridad de este paisaje y a aquello que tiene, en relación con él, un aire de exotismo; vemos entonces esbozarse una psicología en un estilo descriptivo cuya coherencia viene asegurada por la noción de génesis de las significaciones, radicalmente opuesta a la de evolución de las estructuras.
Ahora bien, esta lección implícita en el psicoanálisis coincide con la que, en la misma época, se explicitaba en los textos de Husserl. El tema de una psicología eidética como ciencia de la conciencia, el de una descripción de las significaciones opuesta a la explicación causal de las condiciones, el del fundamento del conocimiento natural respecto de la explicitación del sujeto absoluto; ninguno de estos temas tiene puntos en común con el positivismo de Freud. Y sin embargo, en los Cinq psychanalyses y en Ideas II, vemos que Husserl y Freud dirigen sus esfuerzos hacia la misma meta: apartar de una causalidad “vital inmediata” la esfera de la vivencia, aunque sin rechazar el tema de una articulación orgánica; instaurar para ella un estilo de análisis descriptivo que no tome nada de las explicaciones naturalistas; y reconocer en este dominio de la vivencia una dimensión histórica e intersubjetiva que no pueda reducirse a ningún proceso evolutivo. La reflexión del médico positivista, formado en la lectura de Darwin, venía a coincidir con la de un lógico nutrido de idealismo neokantiano. A pesar de haberse ignorado mutuamente,[1...