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Stephen Lewis, un joven y renombrado autor de libros infantiles, vive en Londres con su mujer Julie y su hija Kate, de tres años, y participa con un escepticismo a la vez resignado y divertido en las reuniones de una comisión gubernamental sobre la educación de los niños. Los Lewis parecen componer la típica familia feliz, pero un día Stephen va al supermercado con la niña, la cual desaparece de improviso: éste es el dramático punto de partida de esta extraordinaria novela. Stephen, un nombre de resonancias joycianas, se convierte en el protagonista de una pequeña Odisea contemporánea, basada ésta en una ausencia y una tentativa de retorno. El vacío doloroso que deja la desaparición de Kate no abre solamente la crisis entre Stephen y Julie, que reaccionan de modo distinto a este trauma, sino que pone también en marcha una reflexión que, partiendo del significado de ser padres y de ser hijos, obliga al adulto a repensar sus certezas nunca verificadas, sus hábitos mentales, sus comportamientos. En estas páginas, ambientadas en un futuro próximo, con la guerra nuclear al fondo, se lleva también a cabo una acerada sátira política de la sociedad inglesa, encorsetada por un thatcherismo asfixiante. La mirada de McEwan, experta en atrapar cualquier mínimo detalle significativo y el peso que tienen los objetos de la vida cotidiana, inspira una estructura nerviosa y exacta, que cumple las ambiciones logrando una de las más indiscutibles obras maestras de la narrativa británica de las últimas décadas.

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Información

Año
1999
ISBN
9788433944788
Categoría
Literatura

1

... y para esos padres, confundidos durante demasiados años por el pálido relativismo de unos autotitulados expertos en cuestiones de infancia...
Manual autorizado de educación, HMSO
La subvención de los transportes públicos es algo que desde hace tiempo se relaciona, tanto por parte del gobierno como de los ciudadanos, con la negación de la libertad individual. Los diferentes sistemas de transporte quedaban colapsados dos veces al día durante las horas punta y resultaba más rápido, según descubrió Stephen, ir caminando desde su casa hasta Whitehall que tomar un taxi. Estaban a finales de mayo, apenas habían dado las nueve y media, y la temperatura sobrepasaba ya los 25°. De camino hacia Vauxhall Bridge, dejó atrás la doble y triple fila de coches atrapados y trepidantes, cada cual con su conductor solitario. El tono de esa búsqueda de libertad era más resignado que apasionado. Dedos ceñidos de alianza tamborileaban con paciencia contra el borde de los cálidos techos de metal, codos cubiertos de blancas camisas sobresalían de las ventanillas bajadas. Stephen avanzó rápidamente entre la multitud y atravesó oleadas de cháchara radiofónica procedentes de los automóviles: anuncios, consejos sobre desayunos con alto contenido energético, noticias, avances y boletines de tráfico. Los conductores que no leían escuchaban estólidamente. El rápido caminar de la multitud por la acera debía de conferirles una sensación de relativo movimiento, de estar siendo empujados lentamente hacia atrás.
Mientras zigzagueaba para abrirse paso, Stephen permanecía como siempre, aunque apenas fuera consciente de ello, atento a los niños, a una niña de cinco años. Era algo más que un hábito, porque un hábito puede romperse. Era más bien una profunda predisposición, un rasgo que la experiencia había trazado en su carácter. No era fundamentalmente una búsqueda, aunque hubo un tiempo en que constituyó una caza prolongada y obsesiva. Dos años más tarde solo quedarían vestigios; ahora era un anhelo, un hambre a secas. Había un reloj biológico, desapasionado en su avance imparable, que hacía crecer a su hija, ampliar y complicar su sencillo vocabulario y que la hacía más fuerte y segura de movimientos. El reloj, vigoroso como un corazón, avanzaba parejo a un condicional incesante: ella estaría dibujando, estaría empezando a leer, estaría perdiendo un diente de leche. Seguiría siendo familiar, pasase lo que pasase. Parecía como si la proliferación de ejemplos pudiera hacer desaparecer ese condicional, la tenue y semiopaca pantalla cuyo fino entramado de tiempo y azar la había separado de él; ha vuelto a casa de la escuela y está cansada, tiene el diente bajo la almohada, está buscando a su papá.
Cualquier niña de cinco años –aunque también le servían los niños– confería sustancia a su continuada existencia. En las tiendas, en los parques infantiles o en casa de amigos, no podía evitar el buscar a Kate en otros niños, ni ignorar en ellos los lentos cambios o las crecientes habilidades, ni podía dejar de sentir la inexplorada potencia de las semanas y los meses, el tiempo que debía haber sido de su hija. El crecimiento de Kate se había convertido en la esencia misma del tiempo. Su fantasmagórico desarrollo, producto de un dolor obsesivo, no solo era inevitable –nada podía parar el vigoroso reloj–, sino necesario. Sin la fantasía de su continua existencia se encontraba perdido, el tiempo se detendría. Era el padre de una niña invisible.
Pero aquí, en el Millbank, solo había exniños camino del trabajo. Más arriba, justo antes de Parliament Square, había un grupo de mendigos autorizados. No se les permitía ponerse cerca del Parlamento o de Whitehall, ni en torno a la plaza. Pero algunos se aprovechaban de la confluencia de las riadas de viajeros. Divisó sus estridentes brazaletes desde varias decenas de metros. Este era su clima preferido y se les veía pavonearse de su libertad. Los asalariados se veían obligados a cederles el paso. Una docena de mendigos trabajaban a ambos lados de la calle, avanzando rápidamente hacia él contra corriente. Stephen miraba ahora a una chiquilla. No era una niña de cinco años, sino una preadolescente flaca. Ella le había localizado desde lejos. Caminaba lentamente, como una sonámbula, con el cuenco reglamentario extendido. Los oficinistas se apartaban y confluían a espaldas de ella. Sus ojos permanecían fijos en Stephen mientras se acercaba. Él sintió la clásica ambivalencia. Dar dinero contribuía al éxito del programa gubernamental. No darlo suponía tener que afrontar determinados escrúpulos personales. No tenía escapatoria. El arte del mal gobierno consiste en romper la línea que separa el interés público del sentimiento íntimo, el sentido del deber. Últimamente dejaba el asunto al azar. Si llevaba suelto en el bolsillo, lo daba. Si no, nada. Nunca daba billetes.
La chiquilla era morena de piel debido a la vida en la calle. Llevaba un sucio jersey de algodón amarillo y el cabello severamente rapado. Quizá acababa de ser despiojada. Cuando se acortó la distancia pudo ver que era graciosa, pícara y pecosa, de barbilla puntiaguda. No estaría ni a diez metros cuando echó a correr y recogió del suelo una bola de chicle todavía reluciente. Se la metió en la boca y empezó a mascar. Echó hacia atrás la cabecita desafiante cuando volvió a mirar en su dirección.
Entonces se le puso delante, con el cuenco oficial tendido. Le había elegido desde hacía rato, lo cual es un truco habitual en ellos. Horrorizado, Stephen buscó en el bolsillo trasero un billete de cinco libras. Ella le miró con expresión neutra mientras lo depositaba sobre las monedas.
No bien hubo retirado la mano, ella tomó el billete, lo arrugó con fuerza en la palma de la mano y dijo:
–Anda y que te jodan, míster.
Empezó a rodearlo, pero Stephen puso la mano sobre su hombro estrecho y duro y la detuvo.
–¿Qué has dicho?
La chica se dio la vuelta para desasirse. Achicó los ojos y la voz se le puso aguda.
–He dicho que le cojan, míster.
Pero cuando estaba fuera de su alcance, añadió:
–Ricacho de mierda.
Stephen le mostró las manos vacías en suave reproche. Sonrió sin separar los labios para resaltar su inmunidad frente al insulto. Pero la chiquilla había reanudado su rápido y soñoliento caminar calle abajo. Él la estuvo contemplando un rato antes de perderla de vista entre la multitud. Pero ella no volvió la cabeza.
La Comisión Oficial de Enseñanza, que pasaba por ser la niña de los ojos del primer ministro, había engendrado catorce subcomités cuya tarea era hacer recomendaciones al organismo principal. Su función real, se decía cínicamente, era satisfacer los contrapuestos intereses de una miríada de grupos de presión –los lobbies del azúcar y de comidas rápidas, los fabricantes de bisutería y de juguetes, las centrales lecheras y los pirotécnicos, sociedades de beneficencia, organizaciones feministas, la gente del Pelican Crossing–, que influían desde todos los ángulos. Pocos eran, entre las clases dirigentes, los que declinaban su participación.
La opinión general coincidía en que el país estaba lleno de gente poco fiable. Había ideas muy claras acerca de cómo debía ser la ciudadanía y de lo que debería hacerse para procurar un futuro a los niños. Todo el mundo pertenecía a algún subcomité. Incluso Stephen Lewis, escritor de libros infantiles, estaba en uno gracias a la influencia de su amigo Charles Darke, que dimitió justo antes de que los comités iniciasen sus trabajos. Stephen pertenecía al Subcomité de Lectura y Escritura, presidido por el sibilino lord Parmenter. Cada semana, a lo largo de los abrasadores meses del que acabaría por ser el último verano decente del siglo XX, Stephen asistió a reuniones en la oscura sala de Whitehall donde, según le dijeron, se planificaron los ataques nocturnos contra Alemania en 1944. En otros momentos de su vida hubiese tenido mucho que decir acerca de la lectura y la escritura, pero en esas sesiones tendía a descansar los antebrazos en la gran mesa pulida, inclinar la cabeza en actitud de respetuosa atención y no abrir la boca. Aquellos días pasaba mucho tiempo solo. Una habitación atestada de gente no atenuaba su introspección, tal y como habría esperado, sino que más bien la intensificaba y le confería una estructura.
Pensaba sobre todo en su mujer y su hija, y en lo que iba a hacer consigo mismo. O meditaba sobre la súbita desaparición de Darke del panorama político. Enfrente de él había un gran ventanal por donde ni siquiera en pleno verano entraba la luz del sol. Más allá, un rectángulo de césped cortado a ras enmarcaba un patio lo bastante grande como para acoger media docena de limusinas ministeriales. Chóferes fuera de servicio comían, fumaban o miraban al comité sin interés. Stephen repasaba recuerdos y reminiscencias acerca de lo que era y de lo que debería haber sido. ¿O eran estos quienes le repasaban a él? En ocasiones pronunciaba compulsivos discursos imaginarios, amargas o tristes acusaciones en las que cada versión había sido cuidadosamente revisada. Al mismo tiempo, prestaba una cierta atención a los procedimientos. El comité se dividía entre los teóricos, que ya habían hecho todas las reflexiones tiempo atrás –o bien habían sido hechas para ellos–, y los pragmáticos, que esperaban descubrir cuál era su posición durante el proceso de expresarla. La cortesía se ponía a prueba pero nunca llegaba a romperse.
Lord Parmenter presidía con digna y hábil banalidad, dando entrada a los oradores elegidos con un parpadeante giro de sus ojos encapotados y fijos, alzando un brazo para apaciguar pasiones y emitiendo sus escasas y perezosas opiniones con su lengua seca y manchada. Solo el traje oscuro y cruzado denunciaba su ascendencia humanoide. Tenía un estilo aristocrático para los tópicos. Una larga y tortuosa discusión acerca de la teoría del desarrollo infantil fue puesta en su justo término mediante una intervención de peso:
–Los niños siempre serán niños.
Que los niños eran reacios al agua y al jabón, rápidos para aprender y que crecían demasiado aprisa se expuso asimismo como un difícil axioma. La banalidad de Parmenter era desdeñosa, no temía proclamar que el hombre es demasiado importante y prístino, y no le preocupaba que la frase sonase estúpida. No tenía que impresionar a nadie. No se molestaba ni en mostrarse al menos interesante. A Stephen no le cabía la menor duda de que era un hombre muy inteligente.
Los miembros del comité no consideraban necesario conocerse bien entre ellos. Cuando terminaban las largas sesiones y mientras guardaban papeles y libros en las carteras, se iniciaban corteses conversaciones que proseguían a lo largo de los pasillos pintados en dos tonos y se disolvían entre ecos mientras los miembros del comité bajaban por las escaleras de caracol y se dispersaban por los diferentes niveles del aparcamiento subterráneo del ministerio.
Durante los sofocantes meses de verano y los que siguieron, Stephen realizó su visita semanal a Whitehall. Era su único compromiso en una vida por lo demás libre de obligaciones. Gran parte de esa libertad la pasaba en paños menores, tumbado en el sofá frente al televisor sorbiendo melancólicamente scotch solo, leyendo revistas de atrás hacia adelante o mirando los Juegos Olímpicos. Por las noches bebía más. Cenaba solo en un restaurante cercano. No hacía nada por relacionarse con amigos. Nunca devolvía las llamadas grabadas en el contestador. No le importaban gran cosa la mugre del piso ni las patrullas placenteras de gruesas y carnosas moscas. Cuando estaba fuera temía volver a la mortífera alineación de los objetos familiares, la forma que adoptaban los sillones vacíos, los platos sucios, los periódicos viejos a sus pies. Era una obstinada conspiración de los objetos –la tapa del retrete, las sábanas o la suciedad del suelo–, para quedarse exactamente como los había dejado. En casa tampoco se desviaba de las reflexiones sobre su hija, su esposa o qué hacer. Pero le faltaba concentración para pensar. Fantaseaba a fragmentos, sin control, casi inconscientemente.
Los miembros del comité se tomaban muy a pecho la puntualidad. Lord Parmenter era siempre el último en llegar. Al tiempo de tomar asiento llamaba al orden a la sala con una suerte de suave carraspeo que hábilmente se transformaba en sus primeras palabras. El funcionario adscrito al comité, Peter Canham, se sentaba a su derecha, con la silla separada de la mesa para simbolizar su distanciamiento. Todo lo que se requería de Stephen era que se mostrase plausiblemente alerta durante dos horas y media, situación que le resultaba familiar desde sus días de escolar, gracias a los cientos o miles de horas de clase dedicadas al vagabundeo mental. La propia habitación resultaba familiar. Se encontraba como en casa, con los interruptores de baquelita marrón y los polvorientos hilos eléctricos tendidos sin ninguna elegancia por la pared. Cuando iba a la escuela, la clase de historia se parecía mucho a esta: la misma comodidad generosa y ajada, la misma mesa alargada y baqueteada que alguien se ocupaba todavía de pulir, los vestigios de majestuosidad y de soñolienta burocracia soporíferamente mezclados. Cuando Parmenter perfilaba con viperina afabilidad el orden del día, Stephen oía a su profesor cantar con su armonioso deje gaélico las glorias de la corte de Carlomagno o los ciclos de depravación y reforma en el papado medieval. A través de la ventana no veía un aparcamiento privado con limusinas achicharradas, sino, como si estuviera en un segundo piso, una rosaleda y campos de juego, una balaustrada de color gris sucio y, más allá, terrenos duros y yermos que dejaban paso a robles y hayas, detrás de los cuales se veía una buena porción de la ribera y el río, con más de un kilómetro de orilla a orilla. Era un tiempo perdido y un paisaje perdido: había vuelto una vez para descubrir los árboles cuidadosamente talados, las tierras labradas y el estuario sajado por un puente de autopista. Y puestos en el tema de la pérdida, no le resultaba difícil trasladarse a un frío y soleado día frente a un supermercado del South London. Llevaba a su hija de la mano. Esta lucía una bufanda de lana roja tejida por su madre y apretaba contra el pecho un deshilachado burrito. Se dirigían hacia la entrada. Era sábado y había multitud de gente. Él le sostenía la mano con fuerza.
Parmenter había terminado, y uno de los académicos explicaba ahora con vacilación los méritos de un nuevo alfabeto fonético. Los niños podrían aprender a leer y escribir mucho antes y de forma más amena y la transición hacia el alfabeto tradicional prometía ser sencilla. Stephen sostenía un lápiz en la mano y parecía dispuesto a tomar notas. Sacudía levemente la cabeza, aunque resultaba difícil saber si era debido a su aquiescencia o a la incredulidad.
Kate estaba en una edad en que su incipiente vocabulario y las ideas que este desarrollaba le producían pesadillas. No las podía describir claramente a sus padres, pero estaba claro que contenían elementos habituales de sus cuentos infantiles: un pez parlanchín, una gran roca con una ciudad dentro, un monstruo solitario que anhelaba ser amado. Aquella noche había tenido muchas pesadillas. Julie se tuvo que levantar varias veces de la cama para ir a verla y acabó permaneciendo en vela hasta el amanecer. Ahora dormía. Stephen preparó el desayuno y visitó a Kate. Estaba pletórica de energía pese a las perturbaciones y dispuesta a ir de compras y a montarse en el carrito del supermercado. La rareza del sol luciendo en un día de helada la excitaba. Por una vez ayudó a que la vistieran. Se quedó quieta entre sus rodillas mientras le ponía la ropa interior de abrigo. Tenía un cuerpo compacto y perfecto. La levantó y le hundió el rostro en la barriga fingiendo que la mordía. Su cuerpecito olía a sábanas calientes y leche. Ella forcejeó y se retorció, y cuando la dejó en el suelo le pidió que lo hiciera de nuevo.
Le abrochó la camiseta de lana, le puso un jersey grueso y le sujetó los tirantes. Ella inició una canción vaga y abstracta a medio camino entre la improvisación, canciones infantiles y fragmentos de villancicos. Hizo que se sentara en su silla para ponerle los calcetines y abrocharle las botas. Mientras estaba arrodillado frente a ella, Kate le tiraba del pelo. Al igual que muchas niñas, se mostraba singularmente protectora para con su padre. Antes de salir de casa solía asegurarse de que él se abrochaba el abrigo hasta el cuello.
Le llevó un té a Julie. Estaba medio dormida, con las rodillas casi pegadas al pecho. Dijo algo que se perdió en la almohada. Él metió la mano bajo las sábanas y le acarició las nalgas. Ella se dio la vuelta y atrajo a Stephen hacia su pecho. Cuando se besaron, él percibió en su boca el espeso y metálico sabor a sueño. Más allá de la penumbra del dormitorio, Kate continuaba canturreando su cancioncilla. Por un momento Stephen estuvo tentado de renunciar a las compras e instalar a Kate con unos cuantos libros frente al televisor. Podía meterse bajo las pesadas mantas con su esposa. Habían hecho el amor justo después del amanecer, pero de forma adormilada y provisional. Ella le acariciaba ahora, gozando de su dilema. La volvió a besar. Llevaban casados seis años, un tiempo de lentos y cuidadosos ajustes a los contrapuestos principios del placer físico, el débito conyugal y la necesidad de soledad. Negligir uno suponía la negación o el caos en los otros. Incluso mientras apretaba suavemente un pezón de Julie entre el índice y el pulgar, iba haciendo cálculos. Después de una noche tan agitada y de la expedición al mercado, Kate necesitaría echarse una siesta a mediodía. Entonces tendrían la seguridad de poder contar con un período sin interrupciones. Más tarde, durante los meses y años de tristeza, Stephen se esforzaría por volver a aquel momento y abrirse paso por entre los pliegues de los acontecimientos para meterse entre las sábanas y revocar su decisión. Pero el tiempo –no necesariamente tal y como es, porque quién sabe eso, sino como el pensamiento lo construye– prohíbe monomaníacamente las segundas oportunidades. No hay un tiempo absoluto, como le había dicho su amiga Thelma en muchas ocasiones, ni entidad independiente. Solo nuestro débil y peculiar entendimiento. Rechazó el placer y eligió el deber. Apartó la mano de Julie y se puso en pie. En el vestíbulo se encontró con Kate, que hablaba a gritos y sostenía el raído burrito de peluche. Él se inclinó para pasarle dos veces la roja bufanda en torno al cuello. Ella se puso de puntillas para comprobar si llevaba abrochados los botones. Ya iban cogidos de la mano incluso antes de atravesar el umbral de la puerta.
Salieron fuera con la resolución de quien afronta una tormenta. La calle principal era una arteria hacia el sur, con el tráfico impulsado por una ferocidad adrenalínica. Era un día crudo y soleado, perfecto para suministrar a una memoria obsesiva una luz de brillante explicitación y un ojo cínico para el detalle. Caída al sol, junto a las escaleras, había una lata de Coca-Cola chafada pero con el precinto intacto. Kate se mostró partidaria de arrancar el precinto, pero Stephen se lo prohibió. Y más allá, junto a un árbol y como iluminado desde dentro, un perro cagaba sacudiendo las caderas, con una expresión elevada y soñadora. El árbol era un cansado roble cuya corteza parecía recién esculpida, con los surcos ingeniosos y chispeantes y las hendiduras sombreadas de negro.
Había un paseo de dos minutos hasta el supermercado, atravesando la calzada de cuatro carriles por el paso cebra. Cerca de donde ellos esperaban para cruzar, había una tienda de motos que era un punto de encuentro internacional para motoristas. Unos tipos con estómagos prominentes se recostaban o se sentaban a horcajadas sobre sus máquinas aparcadas. Cuando Kate se sacó de la boca el nudillo que se había estado chupando y señaló hacia ellos, el sol iluminó un dedo humeante. Sin embargo, no encontró palabras para describir lo que veía. Al final cruzaron frente a una fila de coches impacientes, que saltaron hacia adelante en cuanto ellos llegaron a la isla central. Kate buscó a la señora de los caramelos, que siempre la reconocía. Stephen le explicó que era sábado. Habría multitudes y la cogió fuertemente de la mano en cuanto se acercaron a la entrada. En medio de voces, gritos y el repiqueteo electromecánico de las cajas registradoras, encontraron un carrito. Kate sonreía ampliamente para sí misma mientras se ponía cómoda en el asiento.
La gente que iba al supermercado se dividía en dos grupos, tan diferenciados como tribus o naciones. El primero vivía en las reformadas casas victorianas de la localidad, de las que eran propietarios. El segundo vivía en bloques de pisos y viviendas oficiales. Los del primer grupo tendían a comprar fruta fresca y verdura, pan integral, café, pescado fresco, vinos y licores; en tanto que los del segundo grupo compraban verdura enlatada o congelada, judías estofadas, sopas de sobre, azúcar blanco, bizcochos, cerveza, vino y cigarrillos. En el segundo grupo había pensionistas comprando carne para sus gatos y galletas para sí mismos, tambié...

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