El inocente
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Berlín, 1955, en plena guerra fría. Leonard, un joven técnico en comunicaciones -inglés, virgen y escasamente mundano-, es enviado a trabajar en un proyecto conjunto de los servicios de inteligencia británicos y americanos, la «Operación Oro». Tras una breve exploración de los kafkianos vericuetos de la vida berlinesa, Leonard descubre la naturaleza del proyecto: la instalación de una central teléfonica destinada a internvenir las comunicaciones entre el ejército soviético de ocupación y Moscú, en un túnel que penetra en el Berlín ruso y que están cavando en secreto y a marchas forzadas. Pero Berlín será mucho más que un laberinto de espías para el inocente británico: Leonard conocerá a Maria, una alemana divorciada y algo mayor que él, y los trabajos del túnel se alternarán con los del amor. Maria y Berlín serán la inicación del joven a casi todas las «cosas de la vida». Una extraordinaria incursión literaria en una de las épocas más candentes de nuestra historia, cuyo final se abre ambiguamente al porvenir, tal como ambiguamente se abriera la historia tras la caída del muro de Berlín. «Su maestro en esta novela parece haber sido Hitchcock, con quien comparte la dulzura amenazante, el don de la sorpresa y la tranquilidad macabra que le permite detallar lo horrible como una anodina receta de cocina... Una ironía y una habilidad supremas que sitúan decididamente a McEwan en primerísima fila de los autores anglosajones de su generación» (M. Bradeau, Le Monde).

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Información

Año
2018
ISBN
9788433944764
Categoría
Historia

1

Fue el teniente Lofting quien dominó la reunión.
–Escuche, Marnham. Acaba de llegar, así que no hay razón para que conozca la situación. Aquí el problema no son los alemanes ni los rusos. Ni siquiera los franceses. Son los norteamericanos. No saben nada de nada. Y lo peor es que no quieren aprender, no quieren que se les expliquen las cosas. Es su manera de ser, sencillamente.
Leonard Marnham, un empleado de correos, no había hablado nunca con un norteamericano, pero los había estudiado a fondo en el cine Odeon de su barrio. Sonrió sin separar los labios y asintió con la cabeza. Metió la mano en el bolsillo interior del abrigo para coger su pitillera plateada. Lofting levantó la palma de la mano, estilo saludo indio, para cortar el ofrecimiento. Leonard cruzó las piernas, sacó un cigarrillo y golpeó varias veces la punta contra la pitillera.
Lofting extendió el brazo todo lo que pudo por encima de la mesa de despacho y le ofreció un encendedor. Reanudó su discurso mientras el joven civil bajaba la cabeza hacia la llama.
–Como puede imaginarse, hay cierto número de proyectos comunes, recursos mancomunados, conocimientos técnicos, cosas así. Pero ¿cree que los norteamericanos tienen la menor idea de lo que es el trabajo en equipo? Acordamos una cosa y luego ellos actúan por su cuenta. Actúan a espaldas de nosotros, retienen información, nos hablan con aires de superioridad, como si fuéramos idiotas. –El teniente Lofting enderezó el papel secante, que era el único objeto que había sobre su mesa metálica–. ¿Sabe?, antes o después el gobierno de Su Majestad se verá obligado a ponerse firme. –Leonard iba a hablar, pero Lofting le hizo callar con un gesto de la mano–. Déjeme ponerle un ejemplo. Soy el enlace británico para las pruebas de natación intersectoriales del mes que viene. Bueno, pues nadie puede discutir el hecho de que nosotros tenemos la mejor piscina, aquí, en el estadio. Es el lugar más adecuado para la competición. Los norteamericanos lo aceptaron hace semanas. Pero ¿dónde cree que se va a disputar por fin? Lejísimos, en el sur, en su sector, en una charca grasienta. ¿Y sabe por qué?
Lofting siguió hablando durante diez minutos más.
Cuando parecía que ya habían sido expuestas todas las traiciones relacionadas con las pruebas de natación, Leonard dijo:
–El comandante Sheldrake tenía cierto equipo para mí y unas instrucciones selladas. ¿Sabe algo de eso?
–A eso iba –contestó el teniente ásperamente.
Hizo una pausa y pareció reunir fuerzas. Cuando habló apenas podía reprimir su irritación.
–Verá, la única razón de que me enviaran aquí era la de esperarle a usted. Cuando llegó el nuevo destino del comandante Sheldrake, estaba previsto que yo recibiera todo de sus manos y se lo pasara a usted. Pero sucedió que, sin que yo tuviera nada que ver en ello, hubo un desfase de cuarenta y ocho horas entre la partida del comandante y mi llegada.
Se detuvo de nuevo. Daba la impresión de que había preparado aquella explicación con cuidado.
–Parece que los yanquis armaron un jaleo tremendo, a pesar de que el envío estaba en una habitación cerrada con llave y protegida y su sobre lacrado estaba en la caja fuerte del despacho del comandante en jefe. Insistieron en que alguien tenía que ser directamente responsable del material en todo momento. El general de brigada hizo llamadas telefónicas al despacho del comandante en jefe por orden del Estado Mayor. Nadie pudo hacer nada. Vinieron en un camión y se lo llevaron todo, el sobre, el equipo, todo. Luego llegué yo. Mis nuevas instrucciones eran esperarle, cosa que llevo haciendo cinco días, asegurarme de que es quien dice ser, explicarle la situación y darle esta dirección de contacto.
Lofting sacó de su bolsillo un sobre de papel manila y se lo tendió por encima de la mesa. Al mismo tiempo Leonard le alargó sus credenciales. Lofting titubeó. Le quedaba una mala noticia que darle.
–Hay algo más. Ahora que su material, sea lo que sea, ha sido transferido a los yanquis, usted tiene que serlo también. Ha sido cedido. Por el momento, los norteamericanos se harán responsables de usted. Son ellos quienes le darán instrucciones.
–Está bien –dijo Leonard.
–Yo diría que ha tenido muy mala suerte.
Cumplido su deber, Lofting se levantó y le estrechó la mano.
El chófer militar que había conducido a Leonard desde el aeropuerto de Tempelhof aquella misma tarde le esperaba en el aparcamiento del Estadio Olímpico. La vivienda de Leonard estaba a pocos minutos en coche. El cabo abrió el maletero del diminuto automóvil caqui, pero al parecer no consideraba que fuese obligación suya sacar las maletas.
El número 26 de Platanenallee era un edificio moderno con ascensor. El apartamento estaba en el tercer piso y tenía dos dormitorios, un cuarto de estar grande, una cocina-comedor y un cuarto de baño. Leonard vivía aún con sus padres en Tottenham y viajaba diariamente a su trabajo en Dollis Hill. Fue despacio de una habitación a otra encendiendo las luces. Encontró varias cosas a las que no estaba acostumbrado. Una radio grande con teclas de color crema y un teléfono colocado en un nido de mesitas de café. Junto al teléfono había un plano de Berlín. El mobiliario era típico del ejército: un tresillo con un estampado floral borroso, un puf con borlas de cuero, una lámpara de pie que no estaba totalmente perpendicular y, contra la pared del fondo del cuarto de estar, un escritorio de gruesas patas curvas. Le encantó poder elegir su dormitorio y deshizo el equipaje con cuidado. Un piso solo para él. No había imaginado que le resultara tan agradable. Colgó sus tres trajes grises, el nuevo, el menos usado y el de diario, en un armario empotrado cuya puerta se deslizaba nada más tocarla. Sobre el escritorio puso la pitillera plateada, con los cantos de teca y sus iniciales grabadas, regalo de despedida de sus padres. A su lado colocó su pesado encendedor de mesa, que tenía forma de urna neoclásica. ¿Tendría alguna vez invitados?
Cuando todo estuvo arreglado a su satisfacción se decidió a sentarse en la butaca bajo la lámpara de pie y abrió el sobre. Se llevó una decepción. Era un pedazo de papel arrancado de un bloc de notas. No había ninguna dirección, únicamente un nombre, Bob Glass, y un número de teléfono de Berlín. Hubiera deseado extender el plano sobre la mesa del comedor, señalar la dirección con un alfiler y planear su ruta. Pero tendría que seguir las indicaciones de un extraño, un extraño norteamericano, y encima usar el teléfono, un instrumento con el que no estaba familiarizado, a pesar de su profesión. Sus padres no lo tenían, ni tampoco sus amigos, y en el trabajo raras veces necesitaba hacer llamadas. Dejó el cuadrado de papel en equilibrio sobre su rodilla y marcó laboriosamente. Había estudiado el tono que iba a utilizar. Relajado, resuelto. Soy Leonard Marnham, supongo que estaba esperando mi llamada.
Inmediatamente una voz contestó con brusquedad:
–¡Glass!
La pose de Leonard sé derrumbó, y cayó en la vacilación inglesa que tanto deseaba evitar al conversar con un norteamericano.
–Ah, sí, verá, siento muchísimo...
–¿Es usted Marnham?
–Efectivamente, sí. Leonard Marnham al habla. Creo que estaba usted...
–Anote esta dirección. Nollendorfstrasse número diez, cerca de Nollendorfplatz. Preséntese mañana por la mañana, a las ocho.
La comunicación se cortó mientras Leonard repetía la dirección en su tono más amable. Se sintió ridículo. A pesar de estar solo, se ruborizó. Se vio en el espejo de pared y se acercó a él sin poderlo remediar. Sus gafas, manchadas de un tono amarillento por la grasa corporal evaporada –esta, al menos, era su teoría–, descansaban absurdamente sobre su nariz. Cuando se las quitaba su cara parecía insuficiente. A los lados de su nariz había huellas rojas dejadas por la presión, huellas que llegaban casi hasta el hueso. Debería prescindir de sus gafas. Las cosas que realmente deseaba ver las tenía cerca. El diagrama de un circuito, el filamento de una válvula, otra cara. La cara de una chica. Su tranquilidad doméstica había desaparecido. Recorrió de nuevo sus recién adquiridas posesiones, perseguido por incontrolables anhelos. Al fin se disciplinó sentándose a la mesa del comedor para escribir una carta a sus padres. Esta clase de redacciones le costaban un gran esfuerzo. Contenía el aliento al principio de cada frase y lo soltaba con un suspiro al final. Queridos mamá y papá: El viaje hasta aquí fue aburrido, pero ¡al menos nada salió mal! Llegué hoy a las cuatro. Tengo un bonito piso con dos dormitorios y teléfono. Todavía no be conocido a la gente con la que voy a trabajar, pero creo que en Berlín me sentiré bien. Llueve y hace muchísimo viento. Parece bastante destrozado, incluso en la oscuridad. Todavía no he tenido oportunidad de poner a prueba mi alemán...
Pronto, el hambre y la curiosidad le impulsaron a salir. Había memorizado una ruta mirando el plano y echó a andar en dirección este hacia Reichskanzlerplatz. Leonard tenía catorce años el Día de la Victoria en Europa, los suficientes para tener la cabeza llena de los nombres y detalles técnicos de los aviones de combate, buques de guerra, tanques y armas. Había seguido el desembarco en Normandía y los avances hacia el este por Europa y, antes, hacia el norte cruzando Italia. Hasta entonces no había empezado a olvidar los nombres de las batallas más importantes. Para un joven inglés era imposible visitar Alemania por primera vez y no considerarla sobre todo una nación derrotada, así como no sentir orgullo por la victoria. Leonard había pasado la guerra con su abuela en un pueblo galés sobre el cual no había volado nunca un avión enemigo. Nunca había tocado un fusil y solo había oído disparos en las casetas de tiro; a pesar de ello, y del hecho de que habían sido los rusos quienes liberaron la ciudad, aquella noche caminó por aquel agradable barrio residencial de Berlín –el viento había cesado y la temperatura era más templada– con cierto pavoneo de propietario, como si sus pies marcaran los ritmos de un discurso del señor Churchill.
Por lo que podía ver, el trabajo de restauración había sido intenso. Las aceras estaban recién pavimentadas y se habían plantado jóvenes y esbeltos plátanos. Habían limpiado de escombros muchos solares. El suelo estaba allanado y aquí y allá se alzaban pulcras pilas de ladrillos viejos limpios de mortero. Los edificios nuevos como el suyo tenían un aire de solidez decimonónica. Al final de la calle oyó las voces de unos niños ingleses. Un oficial de la RAF y su familia llegaban a casa, reconfortante evidencia de una ciudad conquistada.
Salió a la Reichskanzlerplatz, que era inmensa y estaba vacía. A la luz ocre de unas farolas de hormigón recién colocadas vio un grandioso edificio público que había sido demolido y del que solo quedaba una pared con ventanas en el piso bajo. En el centro, una corta escalinata conducía a una magnífica entrada con elaborada obra de sillería y frontones. La puerta, que debía de haber sido enorme, había sido arrancada de cuajo por las explosiones y permitía ver los faros de los coches que pasaban de cuando en cuando por la calle de atrás. Resultaba difícil no experimentar un placer infantil al pensar en los miles de explosiones que habían levantado los tejados de los edificios y hecho saltar por los aires su contenido, hasta dejar únicamente fachadas con ventanas vacías. Doce años antes tal vez habría extendido los brazos e imitado el ruido de los motores para convertirse en un bombardero durante un minuto o dos de celebración. Tomó por una calle lateral y encontró un café.
El local estaba lleno del sonido de voces de viejos. No había allí ninguna persona menor de sesenta años, pero nadie se fijó en él cuando se sentó. Las pantallas de pergamino amarillento y una densa niebla de humo de cigarros garantizaban su intimidad. Observó cómo el camarero preparaba la cerveza que le había pedido con una frase cuidadosamente ensayada. Llenó el vaso, retiró con una espátula la espuma que subía, luego lo llenó más y lo dejó reposar. Luego repitió el proceso. Pasaron casi diez minutos antes de que considerase que la bebida estaba en condiciones de ser servida. En una breve carta en letra gótica leyó «Bratwurst mit Kartoffelsalat». Pidió las salchichas con ensalada de patatas tropezando con las palabras. El camarero asintió y se alejó enseguida, como si no pudiera soportar oír su lengua maltratada en otro intento.
Leonard no estaba listo aún para regresar al silencio de su apartamento. Después de la cena pidió una segunda cerveza y luego una tercera. Mientras bebía tomó conciencia de la conversación que mantenían tres hombres en una mesa detrás de él. No tuvo más remedio que prestar atención al barullo de voces que chocaban entre sí, no contradiciéndose, sino, al parecer, en un esfuerzo por afirmar lo mismo con más vigor. Al principio oía únicamente las ininterrumpidas y retorcidas complejidades de vocales y sílabas, los imperiosos ritmos quebrados, la demorada fruición de las frases alemanas. Mientras se bebía la tercera cerveza su alemán comenzó a mejorar y pudo discernir palabras sueltas cuyo significado se hacía evidente tras un momento de reflexión. Con la cuarta empezó a oír frases al azar que se prestaban a una interpretación instantánea. Previendo el retraso de la preparación, pidió otro medio litro. Durante esta quinta cerveza su comprensión del alemán se aceleró. No cabía duda respecto a la palabra Tod, muerte, y poco después Zug, tren, y el verbo bringen, llevar. Oyó, dicha con cansancio en un intervalo de calma, manchmal, a veces. A veces esas cosas eran necesarias.
La conversación se animó de nuevo. Estaba claro que lo que la impulsaba era la jactancia competitiva. Vacilar suponía ser barrido. Las interrupciones eran abruptas, cada voz trataba de ser más violentamente insistente que las otras, alardeando con ejemplos más impresionantes que los de su predecesor. Con las conciencias liberadas por una cerveza el doble de fuerte que la inglesa y servida en jarras de medio litro, aquellos hombres se divertían cuando deberían haberse estremecido por el horror. Pregonaban sus actos sangrientos para que todo el bar los oyera. Mit meinen blossen Händen! ¡Con mis propias manos! Cada uno entraba a golpes con su anécdota, hasta que sus compañeros le cortaban. Había apartes agresivos, gruñidos de venenoso asentimiento. Los otros clientes del café, volcados en sus propias conversaciones, no parecían haber oído nada. Solo el camarero miraba de vez en cuando en dirección a aquellos tres, sin duda para vigilar el estado de sus vasos. Eines Tages werden mir alle dafür dankbar sein. Algún día todos me lo agradecerán. Cuando Leonard se levantó y el camarero se acercó a él para sumar las marcas de lápiz hechas en su posavasos, no pudo evitar volverse para mirar a los tres hombres. Eran más viejos y caducos de lo que había imag...

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  1. Portada
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
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  8. 7
  9. 8
  10. 9
  11. 10
  12. 11
  13. 12
  14. 13
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  16. 15
  17. 16
  18. 17
  19. 18
  20. 19
  21. 20
  22. 21
  23. 22
  24. 23
  25. Nota del autor
  26. Notas
  27. Créditos