Compactos
  1. 304 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Todo empieza con un encuentro casual en Atenas. Rydal Keener, un joven inquieto que recorre Europa en busca de aventuras y emociones, se cruza con Chester MacFarland, un estafador con múltiples identidades y en permanente fuga. El triángulo lo completa Colette, la joven y seductora esposa de Chester. El azaroso encuentro dará lugar a una ambigua relación a tres bandas entre estos norteamericanos desarraigados que vagabundean por Europa buscando algo o huyendo de algo. Y entre ellos se desarrolla un peligroso juego de manipulaciones, deseos y engaños que incluye el asesinato y un apoteósico clímax en las ruinas del palacio de Cnosos. Una perfecta muestra (Premio de la Crime Writers Association británica) de la maestría de Patricia Highsmith para aunar el thriller, la novela psicológica y el drama existencial, y de su habilidad para construir perturbadores personajes moralmente ambiguos a los que ahora dan vida Viggo Mortensen, Kirsten Dunst y Oscar Isaac en la adaptación cinematográfica de esta inquietante novela. «Una de las escritoras más interesantes de este deprimente siglo» (Gore Vidal). «Una poeta de la inquietud más que del terror» (Graham Greene). «Combinando los mejores elementos de la novela de suspense con lo mejor de la literatura existencial una es reflejo de la otra, sus narraciones son fabulosas, en todos los sentidos de la palabra» (Paul Theroux). «Un clásico del thriller psicológico» (USA Today).

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Compactos de Patricia Highsmith, Amalia Martín Gamero, Amalia Martín Gamero en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2014
ISBN
9788433944863
Categoría
Literatura

1

Eran las tres y media de la madrugada de un día de principios de enero cuando un alarmante rechinar despertó a Chester MacFarland en su litera del San Gimignano. Al oírlo se incorporó y, a través de la portilla, vio, a poquísima distancia, un muro de color rojo anaranjado brillantemente iluminado y que pasaba muy despacio. Lo primero que se le ocurrió fue que el barco estaba rozando el flanco de otro, por lo que se precipitó de la cama, todavía medio dormido, y se inclinó sobre la litera de su mujer para observar más de cerca lo que estaba sucediendo. En la pared, que entonces se dio cuenta de que era de roca, había inscripciones y números, NIKO, 1957, leyó; W. MUSSOLINI y, después un PETE, ‘60, que parecía haber sido escrito por un americano.
En ese momento sonó el despertador y, al ir a cogerlo, derribó una botella de whisky que había a su lado, en el suelo. No obstante, apretó el botón a fin de parar el timbre y cogió el batín.
–Querido, ¿qué es lo que pasa? –preguntó Colette adormilada.
–Me parece que estamos en el canal de Corinto –respondió Chester–. O, si no, es que estamos cerquísima de otro barco. Pero es la hora de pasar el Canal. Son las tres y media. ¿Te vienes a cubierta?
–¡Huy, no! –murmuró Colette arropándose más con las sábanas–. Tú me lo cuentas luego.
Chester sonrió y le plantó un beso en la cálida mejilla. –Me voy a cubierta. Vuelvo en seguida.
Tan pronto como hubo traspasado la puerta y puesto el pie en cubierta, se encontró con el oficial que le había dicho que cruzarían el Canal a las tres y media de la madrugada.
–¡Sississi! ¡Il canale, signor! –dijo a Chester.
–¡Gracias! –Chester sintió el estremecimiento y la viva emoción que se experimentan al emprender una aventura y se mantuvo erguido frente al viento frío, agarrado a la barandilla con ambas manos. No había nadie más que él en cubierta.
Las paredes laterales del Canal parecían de una altura como de cuatro pisos por lo menos, y, al asomarse a la barandilla, no se percibía más que una profunda oscuridad a cada extremo. Resultaba imposible calcular su longitud, pero, al recordar que en el mapa de Grecia tan solo medía media pulgada, calculó que debía de ser de unas cuatro millas. Esa importantísima vía fluvial era obra del hombre y la idea le produjo cierta satisfacción. Chester advirtió las huellas de las perforadoras y de las piquetas que todavía eran visibles en la anaranjada roca, ¿o se trataba de arcilla dura? Levantó entonces la vista hacia el lugar dónde la pared lateral quedaba bruscamente truncada por una total oscuridad. Más arriba fulguraban las estrellas diseminadas por el firmamento griego. Dentro de unas horas vería Atenas. Tuvo el impulso de quedarse levantado el resto de la noche, de ir a coger el abrigo y permanecer en cubierta mientras el barco surcaba el mar Egeo hacia El Pireo. Pero si lo hacía al día siguiente estaría cansado, así que al cabo de unos minutos volvió al camarote y se acostó.
Unas cinco horas después, cuando el San Gimignano había atracado en El Pireo, Chester se abría camino hacia la barandilla del barco entre el bullicioso tumulto que formaban los pasajeros y los mozos que habían subido a bordo para recoger los equipajes. Había desayunado tranquilamente en su camarote porque prefería esperar a que la mayoría de los viajeros hubiesen desembarcado; no obstante, a juzgar por la cantidad de gente que había en cubierta y en los pasillos, el desembarco no debía, ni siquiera, de haber empezado. La ciudad y el muelle de El Pireo eran como un revoltijo polvoriento. Chester se sintió desilusionado al no poder vislumbrar Atenas a lo lejos, entre la bruma. Encendió entonces un cigarrillo y se puso a observar con calma a las personas que deambulaban o permanecían quietas en la amplia explanada del muelle. Había mozos vestidos de azul; había unos cuantos hombres mal trajeados que se paseaban inquietos mirando al barco y que Chester pensó que parecían traficantes de divisas o taxistas más que policías. Siguió escudriñando a los presentes, mirando de derecha a izquierda, y luego volvió a echar una ojeada de conjunto. No, no podía imaginarse que ninguna de las personas que veía pudiese estar esperándole. Ya habían bajado la pasarela y de haber venido alguien a buscarle, ¿acaso no subiría ahora a bordo en vez de aguardarle en el muelle? Eso era lo lógico. Tragó saliva y dio una ligera chupada a su cigarrillo. Luego se volvió y vio a Colette.
–¡Grecia! –exclamó ella sonriente.
–Sí, Grecia. –Él le cogió la mano y ella abrió los dedos y los entrelazó con los de su marido–. Debería buscar un mozo. ¿Están cerradas todas las maletas?
Ella asintió con la cabeza. –He visto a Alfonso. Él las sacará.
–¿Le diste propina?
–Sí, dos mil liras. ¿Crees que es bastante? –dijo fijando sus ojos de color azul oscuro en Chester, y parpadeando dos veces con sus largas pestañas de color castaño rojizo, mientras trataba de sofocar una carcajada que acabó desbordándose. Era una risa de felicidad y de amor–. Estás en la luna y no me escuchas. ¿Es bastante dos mil?
–Claro que es bastante. –Chester le dio un beso en los labios precipitadamente.
Alfonso apareció con la mitad del equipaje, lo dejó en la cubierta y se marchó a buscar el resto. Chester le ayudó a bajarlo por la pasarela. Tres o cuatro mozos empezaron a discutir sobre quién lo iba a llevar.
–¡Esperen! ¡Esperen un momento, por favor! ¡Necesito dinero! Tengo que cambiar –exclamó Chester enarbolando su talonario de cheques de viaje mientras salía corriendo hacia una oficina de cambio instalada en una caseta cerca de la puerta del muelle. Cambió un cheque de veinte dólares.
–Por favor, un momento –dijo Colette dando unas palmaditas en una maleta como para protegerla. Los mozos que se peleaban se cruzaron de brazos, retrocedieron y esperaron contemplándola con admiración.
Colette –ese era el nombre que había adoptado, en lugar de Elizabeth, cuando tenía catorce años– tenía veinticinco años, medía cinco pies tres pulgadas, y tenía el cabello de color castaño rojizo, los labios carnosos, la nariz completamente recta con algunas pecas, y unos ojos impresionantemente bellos, de un tono azul oscuro, casi del color del espliego. Eran unos ojos que miraban franca y sinceramente a las personas y las cosas, como los de un niño curioso e inteligente pero al que todavía le queda mucho por aprender. Cuando Colette miraba a los hombres, estos se quedaban generalmente traspasados y fascinados por esa mirada que tenía algo de quimérica, y casi todos, cualesquiera que fuese su edad, pensaban: «Parece que se está enamorando de mí, ¿será posible?». A la mayoría de las mujeres, su expresión, y toda ella en general, les parecía ingenua, demasiado ingenua, para ser peligrosa. Eso constituía una ventaja, pues, de lo contrario, habrían sentido celos o desconfiado de ella a causa de su belleza. Llevaba casada con Chester algo más de un año. Le había conocido al contestar a un anuncio que él había puesto en el Times pidiendo una secretaria de jornada parcial. No había tardado ni dos días en darse cuenta de que el negocio de Chester no era trigo limpio. ¿Cómo era posible que un corredor de bolsa trabajase en su apartamento en vez de tener una oficina?, y, en todo caso, ¿dónde estaban sus depósitos bursátiles? Pero Chester era muy atractivo y, evidentemente, tenía mucho dinero; no cabía duda de que este entraba en abundancia y regularmente, lo cual implicaba que no estaba metido en ningún lío. Había estado casado durante ocho años con una mujer que había muerto de cáncer dos antes de que Colette le conociese. Tenía cuarenta y dos años, era todavía guapo, aunque en las sienes empezaban a hacer su aparición algunas canas, y mostraba una ligera propensión a echar tripa, pero como ella tenía tendencia a engordar por todas partes, el hacer régimen le resultaba normal y no le era difícil organizar menús apetecibles y bajos en calorías.
–Vamos –dijo Chester blandiendo un fajo de billetes de banco griego–. Elige un taxi, amor mío.
Había media docena de taxis parados y Colette eligió uno cuyo conductor tenía una sonrisa muy simpática.
Tres mozos les ayudaron a cargar en el taxi sus siete maletas, dos de las cuales fueron colocadas en la baca, y partieron hacia Atenas. Chester iba inclinado hacia delante para poder contemplar el Partenón erguido sobre su colina, o cualquier otro monumento que apareciese perfilado contra el bello cielo azul pálido. Y, de repente, se encontró con que lo que estaba mirando era un Walkie Kar imaginario, del tamaño de toda la ciudad de Atenas, rojo y cromado, con su horrendo manillar revestido de goma y su antiestético asiento de forma cóncava. Chester se estremeció. ¡Qué imbecilidad! ¡Qué forma tan innecesaria y estúpida de arriesgarse! Colette se lo había advertido y se había puesto furiosa cuando había averiguado lo que había hecho; su indignación en este caso estaba perfectamente justificada. Lo del Walkie Kar había sucedido así: en una imprenta donde le estaban haciendo unas tarjetas de visita había visto un montón de prospectos anunciándolo. En dichos prospectos aparecía una fotografía, una descripción y el precio, 12.95 dólares, y en la parte inferior una nota de pedido que podía cortarse a lo largo de una línea perforada. El impresor se había reído cuando él había cogido uno de los prospectos para mirarlo. La empresa que anunciaba el vehículo había cerrado, según le dijo el impresor, y a él ni le habían pagado su trabajo. No, no le importaba nada que Chester se llevase unos cuantos porque iba a tirarlos. Chester le dijo que quería enviárselos a algunos amigos en plan de broma, unos amigos que bebían mucho y, al principio, eso era lo único que se proponía. Después hubo algo –¿fue una tentación, una fanfarronada, su sentido del humor?– que le impulsó a vender de casa en casa, aquel maldito trasto. Llamando a las puertas y soltando el rollo habitual, había conseguido unas ventas que ascendían a más de ochocientos dólares, principalmente entre los habitantes del Bronx. Pero luego se había encontrado a uno de los compradores en el edificio dónde tenía su apartamento, en Manhattan, y justo en el momento en que abría su buzón de correo. Aquel hombre le dijo que no había recibido su Walkie Kar, aunque lo había encargado y pagado hacía dos meses, y que tampoco lo había recibido un vecino suyo. Chester sabía por experiencia que, cuando una cosa así sucede a dos personas que se conocen, estas se reúnen para tomar medidas y, como el hombre había anotado su nombre, que figuraba en el buzón, decidió que lo mejor sería marcharse del país por una temporada en vez de mudarse a otro apartamento y volver a cambiar de nombre. Colette quería, desde hacía tiempo, hacer un viaje por Europa y lo había proyectado para la primavera, pero el incidente del Walkie Kar les había obligado a adelantarlo cuatro meses. Se marcharon de Nueva York en diciembre. Sí, Colette le había reprochado muy duramente la aventura del Walkie Kar, y también se había enfadado porque pensaba que el tiempo no sería tan agradable en invierno como en primavera y, naturalmente, tenía razón. Chester le había regalado un nuevo juego de maletas y una chaqueta de visón a fin de contentarla, y estaba dispuesto a hacer todo lo posible para que el viaje le resultase lo más agradable posible. Era la primera vez que Colette venía a Europa. Por ahora, ante la sorpresa de Chester, lo que más le había gustado era Londres, incluso más que París. La verdad era que en París había llovido más que en Londres; Chester se había resfriado y recordaba que cada vez que se le mojaban los pies o sentía que la lluvia le resbalaba por el cuello, se había acordado del maldito Walkie Kar y había pensado que, por la mísera cantidad de dinero que había sacado con él, no valía la pena haberse arriesgado –y el riesgo seguía vigente– a que a Howard Cheever (que era el nombre que usaba actualmente y el que figuraba en el buzón de su casa de Nueva York) le hiciesen una inspección a fondo que podía dar al traste con media docena de empresas, con cuya venta de acciones se ganaba la vida. En Europa estaba ahora más seguro que en los Estados Unidos y el nombre de Chester MacFarland, el suyo verdadero, no lo había utilizado desde hacía quince años. Pero esto no variaba el hecho de que fuera culpable, entre otras cosas, de fraude a través del correo, uno de los pocos delitos por los que el gobierno americano podía pedir la extradición de una persona. Existía la remota posibilidad, pensó, de que enviasen a alguien detrás de él si llegaban a relacionar a Cheever y a MacFarland.
El taxista le preguntó algo, por encima del hombro, en griego.
–Lo siento. No capiche –contestó Chester–. A la plaza principal, ¿entiende?. Al centro de la ciudad.
–¿Al Grande Bretagne? –preguntó el conductor.
–Bueno... No estoy muy seguro –dijo Chester. El Grande Bretagne era indudablemente el hotel mejor y más grande de Atenas, pero, por esa misma razón, sintió cierto recelo de hospedarse en él–. Vamos a echar un vistazo –añadió aunque no creía que el taxista le entendiera–. Ese es –le dijo a Colette–. Ese edificio blanco de ahí.
El blanco edificio del Grande Bretagne tenía un aspecto serio y aséptico que contrastaba con las edificaciones y los almacenes, menos altos y más sucios, que se erigían en torno al rectángulo que formaba la Plaza de la Constitución. A la derecha había un edificio del gobierno en cuyo jardín se elevaba un mástil en el que ondeaba una bandera griega. Una pareja de soldados con falda y medias blancas montaban guardia junto a la puerta.
–¿Qué te parece ese hotel? –preguntó Chester señalando–. El King’s Palace. Tiene bastante buen aspecto, ¿no crees?
–Sí, está muy bien –dijo Colette amablemente.
El Hotel King’s Palace estaba al otro lado de una calle, junto al Grande Bretagne. Un botones con chaquetilla roja y pantalones negros salió a la calzada para ayudar con el equipaje. El vestíbulo le pareció a Chester de primera; quizá no de lujo, pero sí de primera clase. La alfombra era gruesa y, a juzgar por el calor que hacía, la calefacción funcionaba de verdad.
–¿Tiene reserva, señor? –preguntó el empleado que estaba detrás del mostrador.
–No, no, no tenemos, pero queremos una habitación con baño y con buenas vistas –dijo Chester sonriendo.
–Sí, señor. –El empleado tocó un timbre y al acercarse un chico de uniforme le dio una llave–. Enséñales la seiscientos veintiuno, por favor. ¿Pueden darme sus pasaportes, señor? Pueden recogerlos cuando bajen.
Chester cogió el que Colette sacó de su cartera roja, él sacó el suyo del bolsillo interior de la chaqueta, y se los entregó al conserje a través del mostrador. Siempre sentía un estremecimiento, como un latido en la cabeza, y un ligero aturdimiento –lo mismo que le ocurría si un médico le decía que se desnudase– cuando entregaba el pasaporte en la recepción de un hotel, o cuando se lo cogía de la mano un inspector de policía. Chester Crighton MacFarland, cinco pies con once pulgadas de altura, nacido en 1922 en Sacramento, California, ninguna seña especial de identificación, esposa Elizabeth Talbott MacFarland. Estaba todo muy claro, pero lo peor era que su fotografía, muy poco típica de un pasaporte, se le parecía mucho; en ella se apreciaba la incipiente pérdida de su cabello color castaño, su mandíbula agresiva, su nariz bastante grande, su boca obstinada, los labios delgados bajo el bigote. Era un excelente retrato suyo en el que aparecía todo a excepción del color azul de sus ojos, de mirada penetrante, y la rubicundez de sus mejillas. Chester siempre temía que al empleado o al policía ya le hubiesen enseñado esa misma foto suya indicándoles que le vigilasen. Pero en el hotel King’s Palace, y en ese momento, no iba a descubrir si era así, porque el empleado apartó los pasaportes hacia un lado sin abrirlos.
Pocos minutos después estaban cómodamente instalados en una habitación amplia y caliente de un sexto piso, desde la que se veían los blancos balcones, adornados con geranios, del Grande Bretagne, y una concurrida avenida que Chester identificó en su plano como la calle Venizelos. No eran más que las diez. Tenían todo el día por delante.

2

En ese mismo momento, en un hotel notablemente más barato y modesto, que estaba a la vuelta de la esquina, en la calle Kriezotou, llamada a veces de Jan Smuts, un joven americano, cuyo nombre era Rydal Keener, pulsaba el botón de llamada del ascensor en el cuarto piso. Era un hombre esbelto, de pelo oscuro y de movimientos lentos y tranquilos. Tenía cierto aire melancólico, pero su melancolía no era interna sino que se manifestaba hacia el exterior, como s...

Índice

  1. Portada
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. 5
  7. 6
  8. 7
  9. 8
  10. 9
  11. 10
  12. 11
  13. 12
  14. 13
  15. 14
  16. 15
  17. 16
  18. 17
  19. 18
  20. 19
  21. 20
  22. 21
  23. Créditos