Libro extraño
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Libro extraño

  1. 212 páginas
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Información del libro

«Libro extraño» es la historia de una familia de clase media argentina narrada en cinco volúmenes. Carlos Méndez y Dolores del Río son los fundadores de una estirpe que padece un mal hereditario: la locura. Como un informe médico, la novela expone el caso de cada personaje.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726642049
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Libro segundo

- I -
La nueva casa

Seis años después el abuelo del Río cumplió su promesa. Sus pupilas eran dos manchas redondas y cenicientas. Sus cristalinos se habían petrificado y las cataratas habían llenado para él al mundo de claroscuros. Ya no pudo ver los uniformes desgarrados y sangrientos y dejó de ser el guardián celoso de aquella casa, que era la urna que encerraba el muerto corazón de la familia del Río... Entonces murió. Sus dos últimas lágrimas las enjugó Dolores sollozando inclinada sobre su frente, mientras el arco abultado de la ceja izquierda del guerrero moribundo descendía sobre el párpado casi a ocultarlo, como en los días de las batallas legendarias. Su mano de piel arrugada y manchas cobrizas bajó despacio en las últimas respiraciones sobre la mejilla de la chiquita de los cuentos, una adorable mariposa de cinco años, que volaba por toda la casa, dejando caer perfumes y el polvo de oro de sus alas, conversando el día entero los diálogos de las alegrías inquietas. Dolores y Carlos arrodillados a un lado y otro de la cama velaron un gran rato aquella grande y varonil efigie muda, blanquísima en las sombras de la noche.
* * *
Sobre su negro féretro la bandera a través y la espada a lo largo, festones de aromas y coronas de violetas. Algunos soldados, los compañeros de las viejas glorias, iban caminando al paso en el cortejo. No hubo música, ni estruendos de fusilerías ni humaredas de pólvora. No era posible. Había estado de sitio y estaba prohibido morirse. Mucha gente marchaba entonces muy ágil y suelta de movimientos, porque le habían al fin arrebatado ese grave impuesto, que se llama libertad... Derechos no existían, pero deberes tampoco... Se hacía vida de patriarcal paciencia, a pesar de haberse concluido el pan y las riñas de gallos... Los pensadores de ese tiempo traducían así el latinico aquel: panes et circenses... El ejército estaba lejos, peleando en lucha fratricida. ¡Como siempre! ¡Cuántas cosas hacen los soldados intrépidos, que no quieren hacer! En el cementerio nadie habló. Los escondidos de las criptas pudieron esta vez siquiera recibir esa honradez que llegaba, en medio de la augusta religión del silencio, donde cabe todo lo sublime... Mejor eso que los panegíricos y los epitafios, que no son capaces de sintetizar los martirios y los heroísmos de cualquiera de esos guerreros oscuros. El cajón, sostenido con sogas que pasaron por el hueco de las manijas amarillas de bronce fue resbalando despacio al sepulcro donde quedó extendido al lado de sus hijos, muertos por la patria todos ellos. Carlos Méndez entregaba una por una las coronas con religiosa piedad, pensando que aunque después no vaya nadie allí a visitarlos, esos sarcófagos no quedan solos, porque la bandera los cobija y se desmenuza y se incinera y se dispersa con ellos en el viaje eterno... ¡Oh si no fuera por sus caricias silenciosas, quién sabe si aquella sería la mejor manera de morir! ¡Están tan abandonadas a veces esas pobres urnas gloriosas! Poco a poco se fueron yendo todos y Carlos empezó a vagar por todas las calles, como si no pudiera salir de aquel mundo funerario, arrodillado después sobre el sepulcro del padre, escuchando toda la profunda y tétrica poesía. La voz de Genaro que le pedía órdenes con el sombrero en la mano lo despertó y lentamente salió del cementerio y se hundió con la cabeza agachada en el asiento del carruaje. Genaro emprendió la marcha crujiendo y castañeteando las ruedas sobre las combas resbaladizas del empedrado de entonces, hasta que se hizo un roce rápido uniforme y sin estrépitos, al llegar al colchón de polvo de los suburbios.
* * *
Era a principios de setiembre, en la estación variable y movediza, en que el durazno se cubre de la flor maravillosa y rosada, en que pululan las yemas y empiezan las hojas a desplegarse. Entonces hay días primaverales que llenan el espíritu de la admirable y tibia sensación de la vida que resurge y la golondrina cruza los suburbios con las alas extendidas en su volar violento y se posa tranquila sin moverse ya en el borde del techo. Al que vio en invierno los cercos de sina-sina desnudos y retorcidos y la arboleda, perdida la morbidez opulenta de la forma, transformada en una selva de ramas rígidas, delgadas y puntiagudas en el mudo ensimismamiento de la vida latente y dormida, llena de asombro la contemplación de todos los pequeños estremecimientos que anuncia la llegada de la admirable mensajera con ropaje de flores. Bajo el cielo más puro, en medio de los rayos del sol más espléndido, que antes, hay familias innumerables de pájaros, que revolotean en bandadas y saltan de rama en rama y llegan perfumes de heno exquisitos y hay noches serenas, que hacen descubrir la cabeza y buscar la brisa fresca y admirar y bendecir los astros. Pero el invierno no ha concluido. De repente se levanta en el horizonte el paño oscuro de la tormenta, que asciende con siniestro sigilo; la naturaleza tiembla sacudida por el furor y los estampidos de los ciclones y el frío y el barro vuelven a azotar lejos las cosas tibias de la primavera. Entonces por la mañana suele la campaña todavía cubrirse de la blanca mortaja de la helada hasta que otra vez se levanta la temperatura y en las ráfagas cariñosas estalla la pompa multicolor de las corolas y se extiende más tupido el verde tapiz del bosque. Es en esta estación que empiezan a desarrollarse los sucesos del libro.
* * *
Méndez entró en su casa transformada en un pequeño paraíso. Es linda y aseadita con su patio grande de baldosas rosadas y nítidas. Tiene dos corredores divididos por un ancho pasaje de piedra cuadrada y él la solía contemplar a veces sentado en el rincón fresco del corredor a la izquierda mientras el sol la baña en frente. Desde allí veía a través de los árboles del jardín rasgos de cielo azul a lo lejos y los cirrus cándidos como un montón de tules que vagan y se mecen y ondean en la luz. Abajo, cerca de la pared que la enredadera tapiza con sus barbas el arco de hierro, de donde cuelga la roldana del aljibe y engasta un medio círculo de sol y diez perales, que son todo su bosque delicioso y verde, blanco de flores y lleno de cuchicheos y de murmullos. Más lejos una abra elegante, formada de un costado y otro costado por los troncos de la parra enhiesta, áspera, verdinegra, agrietada a lo largo y descascarada a trechos. Están tristes los sarmientos secos y nudosos, que se entrelazan arriba formando la bóveda amplia, porque no han recibido todavía el beso ardiente y esperan los rayos de oro para la uva, los rayos que ya palpitan en medio de la algazara canora de los nidos. A diez metros y debajo del corredor de la derecha ocho unas de cedro, pirámides truncadas con la base en alto abiertas para recibir la tierra negra. De allí surgen esbeltos y largos los tallos verdes de las calas, con su monopétalo en forma de cartucho nacarado y en el medio el estambre grueso, erguido, amarillo, cubierto de polen fecundo. Después diseminadas en el césped, que se extiende debajo del bosque, las flores, las maravillas diminutas del color y de la gracia, las hadas encantadoras con los matices del iris en la frente. Tienen su lenguaje. Hablan el idioma de las caricias perfumadas, que se arrojan las unas para las otras, cuando el día nace y llena el mundo de hilaridades y cuando cae y envuelve a las formas todas en su enorme manto escarlata de moribundo. Debajo del corredor las habitaciones, por cuyas puertas abiertas de par en par, penetra a raudales la primavera en el aire tibio por las alfombras y en la penumbra de las cortinas que la defienden del sol.
* * *
Méndez entró al dormitorio, llevando de la mano a la chiquita y vio a Dolores al lado de la cuna meciendo y cantándole a ese último hijo suyo, que estaba enfermo. Tenía su cuerpecito extendido y escuálido, las mejillas blandas y caídas, envuelto en mucha ropa de lana. Respiraba con ansiedad y tosía de repente mirando alrededor con ojos grandes y abovedados, que salían de las órbitas, como a querer iluminar aquella intensa demacración pálida, mientras el aire gorgoteaba entrando a través de los bronquios enfermos.
-¿Cómo ha pasado la tarde? Preguntó acercándose al niño.
-Muy mal, Carlos, repuso Dolores. Ha tenido mucha fatiga.
-Es desesperante esto, murmuró con voz sorda el médico. Yo ya he hecho todo. He leído y buscado todo. Los remedios deben ser una grosera mentira y solamente un espíritu imbécil puede creer en ellos. Y entre los libros y con toda mi vida pasada estudiando yo no lo voy a salvar, no, no.
-Carlos, por favor, interrumpió Dolores, el nene te está mirando, como si supiera lo que dices.
-Tienes razón. Pero estas no son cosas que uno acepta resignado... Y después algunas veces pienso que me puedo haber equivocado y que tal vez hay algo que hacer todavía. A ver.
Ella lo cargó y el médico, separando un poco de ropa, inclinó la cabeza sobre el dorso anhelante del niño y lo auscultó un largo rato.
-¿Y? Dijo ansiosa la madre. ¿Cómo está?
-No está bien, Dolores.
-¿Lo perderemos entonces? Preguntó con miedo.
¡Oh Dolores! Exclamó Carlos, no pienses en eso todavía; puede ser que salve... pero tú eres santa y fuerte, añadió temblando y yo no me voy a mover de tu lado... aquí me voy a estar... quiero mirarlo contigo mucho tiempo y conservar toda mi vida su recuerdo.
-Lo voy a acostar entonces Carlos y ya no lo vamos a mover más, ¡pobrecito! Para que se vaya tranquilo.
Y escucha lo que te voy a decir, seguía el médico. Cuando esto sucede en otras partes, nosotros somos el yunque donde cae el martillo y nos lastiman la reputación y somos objeto de la diatriba, porque es necesario que alguien tenga la culpa de estas desapariciones, y no se aperciben que en nuestras mismas casas, con nuestras criaturas nos retorcemos más de una vez las manos en la impotencia. ¡Qué injusticias son estas!
-Hay mucho que perdonar Carlos, a los que mucho sufren.
Si fueran los padres todavía, seguía Méndez con entonación casi violenta... pero no porque estos se acuerdan que uno ha estado con ellos en todos los momentos, acompañándolos y que toda aquella congoja de la casa ha conseguido entristecer nuestra vida... pero son algunos de estos otros, de esos indiferentes, que mandan preguntar por la salud de nuestro hijo, como si se les importara algo, deseando que haya un dolor en esta casa, que no ha tenido ninguno todavía...
En ese momento el niño tosió. Una tos áspera y larga que precipitó al tórax en una convulsión agitada de movimientos respiratorios. Los dos acudieron a la cuna y en el silencio, que siguió después, se sintieron en el corredor los pasos de un hombre, que iba y venía sin cesar, acercándose a la puerta, como si algo esperase, mientras las sombras de la noche iban llegando calladas. Al fin pareció decidirse: dio dos golpes a la puerta del cuarto de vestir, llamando a Méndez.
¿Quién es? Dijo éste saliendo.
Genaro, señor. Yo soy. Hace un rato que estoy por acá, por si me precisan y me voy a estar toda la noche.
Gracias, Genaro.
Y también señor, seguía Genaro, retrocediendo como si quisiera atraerlo al médico, también quiero decirle una cosa.
¿Qué son estos misterios, Genaro? Habla de una vez.
Aquí no señor. Ella no quiere que yo le hable aquí.
¿Quién, ella? Preguntó Méndez con impaciencia. ¿Quién?
Oiga, D. Carlos, decía en voz baja Genaro. Hay que la señora mayor está esperando desde hoy en el zaguán y un rato después se sintieron besos y un estallido de sollozos en aquella sombra. La madre y el hijo estuvieron un gran rato abrazados en silencio...
* * *
Bueno; mi pobre hijo, cálmese, le decía Catalina en voz baja, porque para eso nacimos, para entregar a la tierra, de cuando en cuando algún pedazo de nuestra alma...
Mi madre santa, exclamó Méndez, con los ojos llenos de lágrimas, antes que él, todos mis sueños y mis sacrificios... que se borre todo y muera todo... que yo sea estéril, como un desierto, inerte como una cosa vulgar y que yo vague dentro de las sombras de la demencia... ¡y muerto, muerto!...
¡Oh Carlos! Contestó la vieja transfigurada, tú has sido lógico. Esta casa es tuya y en cada palmo de pared está tu nombre escrito. Tú eres la enredadera enorme que la cubre, le da sombra y la protege... Acuérdate, que, si mueres, el tiempo destruirá la tabla de los pisos y todo irá cayendo en ruinas y Dolores te seguirá en el viaje eterno, y tu pobre chiquita va a quedar sola, en medio del frío y de la maldad del mundo, abandonada en todas las tristezas... la delicada sensitiva, defendida por el cariño de tu corazón...
Pero este que se va, interrumpió el médico, ¿quién lo reemplaza?
Dios es bueno, murmuró la madre, y hace que las alegrías vuelvan al hogar mustio y que palpiten de nuevo las criaturas en las cunas.
¡Dios! ¡Dios! Y siempre y a cada rato Él, que se olvida, que son los hijos mi religión suprema y que es por ellos, que yo puedo algún día entregarle mi inteligencia y mis sentimientos. Él es la infinita bondad, madre, y debe desaparecer no sé dónde, cuando suceden estas cosas.
¿Eres tú, quién habla? ¡Mi pobre hijo! Y sin embargo has visto muchos dolores y me has narrado ejemplos de inmortal fortaleza. ¿No te acuerdas de esos padres, que se debaten como titanes en la desgracia, y siguen la vida hercúleos, haciendo estremecer de vigor y aliento la casa? Oh ¿tú crees, que eres el único que tiene el sublime derecho de sufrir? En cada rincón hay uno, alrededor tuyo más esforzado y más varonil que este filósofo desventurado.
No, mi madre; yo no soy un cobarde, dijo Méndez, secándose las lágrimas...
Ya lo sé; pero tus pasiones son frenesíes, tu valor es el ímpetu temerario y enloquecido y tus dolores tienen estallidos sollozantes, que hacen temer por ti y por todos y es por eso, que yo le he dicho a Genaro, que te llame aparte...
Es cierto interrumpió Méndez; tienes razón, pero ahora yo sé lo que tengo que hacer...
Allí está Dolores, yo la he de confortar... Mis ojos están secos y mi corazón tranquilo... tú tienes razón, te repito... pero a ti sola, entiendes, yo he entregado mis debilidades con el llanto que he derramado sobre tu hombro. Ahora ya no tengo flaquezas, y me siento lleno otra vez de la fiera alma de mi padre.
Catalina lo besó en la frente y entró del brazo con él a ver a Dolores, que calentaba contra su pecho el cuerpo del hijo.
* * *
El niño murió después, una madrugada. Lo pusieron en un cajoncito de ébano que tenía por dentro un mullido colchado de seda azul y en la cabecera una pequeña almohada.
El chico estaba acostado de espaldas, con las manos entrelazadas, blanco y tranquilo. Su vestidito de muselina era cándido, como las canas de los ancianos, que mueren y había sobre su cuerpo muchas violetas, las primeras sonrisas celestiales de la primavera. En la penumbra de la sala, caminaban algunas figuras, y se oían cuchicheos y más adentro, en el dormitorio sollozaba Dolores, con la cabeza inclinada sobre la cuna. Así llega el día, filtrando a través de la ventana, el día de primavera delicioso y tibio inclinándose y titubeando en las sombras. Un poco más tarde pusieron sobre el cajón una tapa de plomo, que tenía un vidrio cuadrado en la cabecera y los que estaban allí se acercaron por última vez para ver al muerto y mientras el hojalatero se disponía a tornillar la tapa de ébano, los padres llegaron lentamente de la mano como cuando eran novios y miraron... ¡pobrecito!
¡Alma de mi alma!... porque entonces la sala estaba llena de luz y había en el suelo esparcidos aquí y allá muñecos y caballitos de goma. Después se paró un coche, con ese repiqueteo brusco y ruidoso, el landó grande en que iban todos a Palermo y Carlos, tomando el cajoncito debajo del brazo, lo colocó en el asiento de adelante solo y en silencio. Lo pusieron en un sepulcro de mármol, trajeron muchas coronas, llenos de solicitud algunos amigos, porque ya moría el día lentamente en la Recoleta, entre los sepulcros alineados, como si los muertos se prepararan a caminar la última y melancólica jornada, los unos detrás de los otros, en medio de la primavera deliciosa y tibia, en la hora en que las flores tienen más perfumes, más murmullos los árboles y los pájaros más cantos.
* * *
A su vuelta Méndez encontró a Dolores, sentada sobre la alfombra, al lado del cajón del armario, donde guardaba las ropitas y los juguetes del hijo. Iba sacándola poco a poco y la colocaba en montones, que ataba con cinta de seda azul y en un gran cofre puso la pollera larga de cachemir blanco de su bautismo, y la capa de encajes y la gorra con puntillas y tul trasparente en el borde, que había calentado su cara pálida en aquel gran día feliz.
* * *
Estoy arreglando su ropita, Carlos, y quiero que nada se pierda. ¿Ves? Estos son sus escarpines de seda... yo los voy a guardar bien... el día de tu santo también se los pusimos... aquí están los caballitos, que eran su encanto... ¿Te acuerdas cómo los estrujaba entre sus manecitas?... porque era tan inteligente y tan bueno: parecía apercibirse que queríamos mucho más a la chiquita y siempre sonreía para no darnos disgusto.
¿Por qué no te acuestas? Dolores, interrumpió el médico con voz suplicante... Tú estás enferma y es necesario cuidarse para los que quedan.
¿Y la chiquita, Carlos, cuándo la traen?
Mañana viene.
No, dile a tu mamá que no la traiga, porque yo ahora estoy tranquila... siento que estoy tranquila pero si viene ella, tengo miedo de sollozar hasta morirme.
Si tú quieres, yo voy a guardar todo esto, para que descanses.
No, Carlos. Siéntate aquí... Tú eres bueno: vamos a vivir juntos con todos sus chiches, todo el tiempo y... después yo sabía, que Dios se lleva temprano a estas almitas bondadosas y a pesar de eso, te confieso, que no me parece que se haya ido...
Por Dios, estas conversaciones no te hacen bien, Dolores... Te voy a pedir una gracia... Quiero sentir tu cabeza sobre mi hombro.
Bueno, aquí está...
Ahora duerme.
Espérate... no vayas a creer, que es dolor lo que yo tengo, es una c...

Índice

  1. Libro extraño
  2. Copyright
  3. Prólogo
  4. Libro primero
  5. Libro segundo
  6. Sobre Libro extraño