Los estetas de Teópolis
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Los estetas de Teópolis

  1. 260 páginas
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«Los estetas de Teópolis» (1922) es una novela de José María Vargas Vila. A través de la sátira y la ironía, el autor presenta a un selecto grupo de intelectuales de América del Sur que imitan las costumbres y el gusto europeo, pero que disimulan mal su vulgaridad y torpeza, los cuales se dan cita en Teópolis, en el taller del pintor Doménico Saldini.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726680409
Categoría
Literature
Categoría
Classics
En el Atelier de Doménico Saldini;
mañana espléndida y fría, de una esplendidez de cristal transparente y suave;
afuera, un cielo límpido y blanco, uno de esos cielos que por sus decoloraciones parecen ácromos; y son tiernos y son tristes, como la sonrisa de los seres enfermos que se sienten irremediablemente perdidos;
el invierno, llegaba sobre Teópolis, con tibiezas primaverales, y las alas de nieve teñidas en un suave bermellón;
había temblores de oro en las ramas de los árboles desnudos, en las cuales cantaba el viento la Elegía de las hojas muertas...;
nubes friolentas se deslizaban bajo el cielo claro, en un ritmo lento, ajeno a todo vértigo, como si el aire al tocarlas las besara sin empujarlas;
adentro, era como una locura de luz, entrando por las grandes ventanas, para envolver en una caricia adamantina, los objetos, en artístico desorden;
se diría que un ritmo musical presidía la colocación de esos objetos, tal era la euritmia, la armonía de los contornos y de los colores, que reinaban en aquella sabia decoración;
agudos de una música bárbara, parecían reposarse en ciertas telas rojas, bordadas de pájaros lacustres y palmípedos enormes, con hilos de oro mórbido, hecho broncíneo por el paso de los años...;
se esperaba ver surgir una danza de guerreros indios en torno a aquellas telas purpúreas, color de sangre y fuego;
se ostentaban extendidas en grandes atriles, que desaparecían bajo los pliegues de las telas flexuosas y pesadas;
en el cándido azul de otras, se diría oír llorar las tristezas de Beethoven, sobre la blancura de las rosas, tan pálidas, que parecían reproducir la palidez de las manos que las habían bordado; tal vez las manos de alguna novicia sentimental, que coronaba con esas rosas la frente de un difunto amor...;
sobre una capa pluvial, color violeta, donde la paloma eucarística abría alas de ámbar, prisionera en un triángulo de argento cándido, semejaban vagar los trémolos coléricos de Palestrina, en una lluvia de furentes melodías;
había una casulla blanca, que empezaba a tomar tonos tiernos de marfil, y en la cual, una sola rosa, enorme, que había sido púrpura, se mostraba ahora, de un palor violáceo, como un corazón exangüe, conservado en alcohol; sobre ella, el alma tierna de Schubert, parecía verter sus lieds más apasionados, como una lenta lluvia de lágrimas de amor;
sobre una gran mesa central, donde a las marcasitas fosforescentes, se mezclaban los azulejos vívidos, los grandes cabujones, semejantes a coágulos de sangre, los carbones diamantinos del Brasil, y las esmeraldas vírgenes de Muso, aun sin pulir, se veían unidos a los más toscos minerales, las piedras preciosas en estado embrionario, fragmentos de estalactitas y cristales, y los más raros moluscos petrificados, luciendo caparazones multicolores, que semejaban gemas magníficas;
sobre esa mesa, el sol hacía irisaciones infinitas, y las piedras, aun aquellas incoloras, parecían agradecerle esa caricia, lanzando hacia él la gama cromática de sus coloraciones;
las tapicerías colgadas a los muros, copiaban todas, frescos pompeyanos, y sólo una había en que el pincel de Orcagna, aparecía reproduciendo una escena tomada a los muros del Campo Santo, de Pisa;
bajo la arcada de la ventana central, una columna de mármol, sostenía una urna de alabastro, que proyectada en el suelo, dibujaba la pureza de sus líneas, con una gracia floral;
los retratos pendientes del muro, parecían comunicar al salón la austeridad de sus colores velazquezcos y riberianos; maneras picturales, tan queridas al Maestro que los había pintado;
en el Atelier, el desorden era mayor y más artístico;
en él, se adivinaba al Artista en diaria comunión con sus modelos y sus obras;
modelajes, esbozos, y obras inconclusas, por todas partes;
junto a un lienzo inacabado, con una imagen, apenas delineada al crayon, una copia en colores y ya muy avanzada de los Tisserands;
cerca al modelaje de un Mercurio, cuyas blancuras acariciaba el sol, como deleitándose en el frágil prodigio de sus formas inconclusas, la máscara rota de un Apolo, que parecía sonreír en su agonía;
sobre una marina levantina, en la cual los tonos de un azul delicuescente, se infiltraban del rojo solar que decoraba el horizonte, y semejaba hecha con vino del Vesubio, la luz blanca y ténue, daba opacidades lácteas, que cristalizaban las perspectivas, y la hacían aparecer como incrustada en un crisopacio transparente;
más allá, el arco roto de un puente, sobre el cual volcaban las olas, con una furia, que parecía oírse rugir;
ruinas de un acueducto romano, que en la tristeza patricia de los paisajes del Agro, semejaban un criptopórtico de estalactitas iluminado por una luz solar;
una cuádriga apolínea, en las crines de cuyos corceles la luz se placía en jugar, como si los acollarara con un cintillo, hecho de conchas de nácar, mientras ceñía con una corona de abejas de oro, las sienes apolónidas, y las melenas hirsutas, apenas esbozadas en el tosco modelaje;
sobre un caballete, un retrato de mujer, con la insolencia cuasi desnuda de una belleza, que aspiraba aún a ser irresistible...
sobre una mesa muchos desnudos de mujer, al crayon...
en un ángulo de la pieza, una Santa Bárbara, encargada por los alumnos de la Escuela de Artillería;
aspiraba a ser una copia de la de Palma, el viejo, que yace en la Iglesia de Santa María Formosa, en Venecia; era concebida en la misma manera heroica, pero, menos mística y más humana, tremolando su palma, como una bandera de guerra sobre un polvorín en explosión;
todo el refinamiento del genio toscano, parecía condensarse, en una copia de Botticelli, uno de esos paisajes de ensueño, en que los objetos se desmaterializan, los horizontes se hacen remotos, y se diluyen como en una visión de éxtasis;
daba tristeza, ver ese pedazo de campos y de cielo toscanos, arrojados por tierra en el lienzo inerme, como condenados al exilio y al olvido, con la copia de una Madonna de Duccio, que le estaba al lado, toda nimbada de oro y rojo, como surgiendo en una aurora tropical;
en medio de ese sabio desorden, y como complaciéndose en él, estaba Doménico Saldini, extendido en un diván oriental, y en actitud soñadora;
no vestía su blusa de trabajo, sino un smoking gris, afelpado, y pantuflas de mucho abrigo;
era presa de una horrible cefalalgia, y se reposaba materialmente, ya que moralmente era víctima de una gran agitación;
por primera vez había reñido la noche anterior con su mujer, y ésta, rebelde a su actitud pacífica de cisne que se deja amar, se había mostrado colérica y altiva, y era aún rebelde a toda reconciliación;
«los nervios», se había dicho él, durante la mala noche que había pasado sobre su sofá, inexorablemente desterrado del lecho conyugal;
a la mañana, se había acercado a su puerta para llamarla; había tardado largo tiempo en responderle: — ¿Vas mejor? — le había preguntado. Un sí, seco y sin gratitud le había respondido—, ¿No puedo entrar? — No — y se había alejado como un perro castigado;
y, en verdad, pensaba él, no había razón para tanto;
total, una observación cariñosa, sobre el traje, que le parecía demasiado llamativo, y la hora de regresar, que le parecía demasiado tarde:
—Celoso, ¿eh?... — había dicho ella, con acento de mofa colérica, y un gesto de desdén en los labios insultantes—. Tiempo perdido, caro mío, porque yo no estoy dispuesta a vestirme de mojiganga por dar gusto a tus caprichos de viejo; la moda es la moda, y yo la sigo. En cuanto a la hora; ¿soy yo por ventura una sirvienta, para entrar a horas fijas a la casa de mis amos?; bien has podido sentarte a la mesa y comer sin esperarme; yo, tengo mis relaciones sociales, y no entiendo renunciar a ellas; ¿es que yo te pregunto sobre las horas que pasas en mimar a tu hijo, en atender a tu hijo, ese bendito hijo que nos ha caído del cielo? ¡Ah! si yo hubiera sabido lo que hacía, no habría entrado en este horrible féretro que es el matrimonio con un viudo; ¡uf!; ocupar el ataúd de una muerta...
él no la había oído nunca hablar así, no la había visto nunca en ese grado de exaltación;
todo, hasta la belleza de su rostro, había desaparecido, en ese rapto de ira, que la afeaba y la envejecía;
hombre de mujeres, habituado con otras a esas escenas, quiso calmarla, sabiendo, como sabía por su vieja experiencia, lo frágil que es la cólera, en ese niño enfermo y voluntarioso que es la mujer;
pero, al ir a abrazarla, se vió bruscamente rechazado;
su mujer, entró a su aposento, y cerró violentamente la puerta con llave;
había tenido que comer solo, alegando como disculpa de ello, una migraine de la Señora, para ocultar ante el servicio esos disgustos conyugales, siempre de tan deplorable efecto en la servidumbre;
había dormido o intentado dormir solo, presa de una espantosa nerviosidad;
y, en la mañana, no habiendo sido recibido por su mujer, había partido para su Atelier, y estaba allí, luchando con la cefalalgia, y con el tumulto de cosas interiores que se disputaban el dominio de su cerebro y de su corazón;
para él, no eran nuevos estos disgustos de ménage, porque había tenido tantas queridas, que en ocasiones habían llegado a hacérsele habituales;
pero, este primer disgusto con su mujer, a quien adoraba tan ciegamente, lo anonadaba;
y, buscaba en vano la explicación de ese súbito arrebato;
los nervios no le eran una disculpa suficiente;
¿los celos?
¿de quién podía estar celosa su mujer?
¿de su hijo?
pero si él odiaba a su hijo, a ese fantasma de su pasado, que se alzaba ante él, repleto de vida y de insolencia;
lo odiaba como se odia el Crimen cometido, como se odia el Remordimiento, como se odia la Expiación que se ve venir y no quiere sufrirse;
y, como si remontase un río, olvidado y correntoso, hacia un estuario muy lejano, donde duermen aguas quietas, cuyos miasmas letales envenenan aún a distancia, se dió a rememorar su Pasado, aquel Pasado, que él había querido destruir con el hecho de olvidarlo, sin saber que no se mata el Pasado, que él vive con nosotros, vive en nosotros, y va al lado de nosotros, como un fantasma, que toma formas visibles, a la hora en que el Destino quiere pedimos cuenta de ese Pasado...
y, partía mentalmente en busca de ese Pasado, en cuyas cercanías sentía el tumulto de las olas desencadenadas, de cuyo furor no podía huir...
no eran los horizontes oro y grana, de los cielos napolitanos, que habían visto su infancia y su adolescencia, los que rememoraba;
era el azul límpido, el azul perláceo fundiéndose en rosa pálido, de los cielos de Toscana, el que se mostraba como en una Adoración, de Masaccio, a los ojos reminiscentes de su espíritu;
no eran los jardines del Boboli, con sus frondasones de Silencio y sus avenidas calmadas, llenas de un sortilegio de ensueño, en las cuales la luz filtra con una tenuidad suave que parece una prolongación de rayos lunares; ni los largos malecones del Arno, entre los cuales, las aguas verdes del río se deslizan sin oleaje, como una serpiente en cuyas escamas de esmeralda, pusieron el sol pequeños granos de oro; ni el azul bituminoso de la Piazza della Signoria, sobre la cual las torres del Palazzo Vecchio se proyectan, como para hacer sombra al resplandor de blancuras que el cuerpo de las Sabinas semidesnudas, arroja como antorchas de mármol desde las arcadas de la Loggia dei Lanzi, los que rememoraba, no;
no eran los esplendores clásicos de la Ciudad Ducal, los que surgían en su imaginación, sino las líneas puras y el horizonte libre, de un valle situado entre la ciudad y la montaña, en ese anfiteatro de colinas que se extiende de Fiesole a Maiano, como un collar de crisól...

Índice

  1. Los estetas de Teópolis
  2. Copyright
  3. ADVERTENCIA
  4. PREFACIO
  5. PRÓLOGO
  6. LOS ESTETAS DE TEOPOLIS
  7. Chapter
  8. Chapter
  9. Chapter
  10. Chapter
  11. Chapter
  12. Chapter
  13. Chapter
  14. Chapter
  15. Sobre Los estetas de Teópolis