Los relojes de Alestes
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Los relojes de Alestes

  1. 256 páginas
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Los relojes de Alestes

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Índice
Citas

Información del libro

En una Europa de principios del siglo XX, en el período de entreguerras, los caballeros del Gun Club estadounidense han conseguido llegar a la luna. Nuestra heroína, la aristócrana Irna Hohenstaufen, se costeará un viaje de su bolsillo para expoliar el satélite terrestre del oro que hay bajo su superficie. Sin embargo, lo que encontrará allí puede alterar el destino de la inminente guerra europea y del mundo entero.Una epopeya steampunk con sabor al mejor Verne.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726947724
Categoría
Literature
Categoría
Science Fiction

ACTO TERCERO

UN ARCO DE CIELO FUGITIVO
Donde la cara oculta de la
luna deja de ser un
misterio para el hombre,
los secretos largamente guardados
por el satélite son revelados,
y un dragón se come una muesca.

XI
DEL DIARIO DE NORDHAL DASS (EN TAQUIGRAFÍA)

1 de octubre. A pocos días del lanzamiento. ¿O debería decir del desastre?
Quería empezar esta adenda con un tierno «Querida Ginka», pero algo en mi interior me lo impide. Es un sentimiento contradictorio, que hace que mi corazón lata más deprisa con la emoción de escribirle una nueva misiva a la mujer que echo de menos, pero que a la vez provoca que la pluma tiemble, y que mi por lo general elegante caligrafía parezca la de un borracho sin educación.
Hace meses que no sé nada de ella. Tenemos prohibido estrictamente enviar correspondencia que pueda ser rastreada, a menos que se trate de comunicados de máxima prioridad con el centro de mando del SS. He de confesar que sí, que se me ha pasado por la cabeza colar entre estos comunicados uno o dos mensajes que el padre de Ginka pudiera descifrar, pero sin duda los analistas se darían cuenta, y sería muy poco elegante por mi parte pedirles que los ignoraran. ¡Dónde iba a quedar la reputación de un humilde geólogo y geómetra prusiano, después de eso!
Me he habituado a vivir en esta singular tierra de maravillas, esta Alaska que en su día perteneció a la Gente de Piel Oscura, y antes que a ella a los osos, a los ciervos y a las nutrias. Anok me ha contado que existen antiquísimas leyendas, de esas que solo se transmiten entre miembros elegidos de una misma tribu —para no dejar registros permanentes en papel o piedra—, que afirman que incluso hubo otros dueños del continente antes que los osos. Seres que vinieron del espacio para dormir en profundas grutas y que, si lo que cuentan los ancianos es cierto, aún siguen allá abajo, esperando que llegue un día en el que despertarán y reclamarán como suyos los vastos planetas y los infinitos espacios. Desde luego, estos nativos estarán atrasados con respecto a nuestro nivel cultural, pero tienen una gran imaginación.
El ritmo circadiano de mi organismo ha ido variando poco a poco. Ya no se vuelve loco por los días de veinte horas o por sus noches sin fin, ni tampoco por las temperaturas tan bajas que hacen deseable pasar unos días de asueto en el infierno. Estoy habituado a abrir los ojos por la noche y descubrir que una suave luz de mediodía lo baña todo, acompañando el azaroso trajinar de las ardillas, a pesar de que según mi viejo cebollón son las dos de la madrugada. Eso ha ido cambiando conforme el otoño se iba adueñando de los alcázares conquistados por el verano, y ahora hay más penumbra que luz, más frío que calor.
Irna, Sigurd y Arno ya se han reunido con nosotros, y trajeron buenas noticias. La fortuna de Irna, según Silvestor y su poderosa magia para las finanzas, todavía dará unos pocos coletazos antes de evaporarse, lo que nos permitirá aguantar como mínimo hasta la fecha del lanzamiento. Así no tendremos que pedirle a nadie que trabaje gratis. No hay nada peor para la moral de un equipo que saber que sus esfuerzos son pagaderos de una forma simbólica. La eficiencia se va volviendo también simbólica, en tales circunstancias, y eso no nos conviene.
Sigurd ha hecho un gran trabajo con su pólvora altamente energética, a la que él llama familiarmente garvoro, y se ha traído muchos tubos prensados de propelente de Europa. La gran ventaja que tiene este explosivo es que se mantiene inerte a menos que se mezcle con una solución de agua ionizada —¿habrán tenido algo que ver sus experimentos de galvanización de cadáveres con esto, me pregunto?—, así que no corremos peligro de que los tubos exploten con la sacudida del despegue.
Gracias a los entusiastas operarios nativos y a los técnicos soviéticos, el sistema de lanzamiento del Antilops —¡nuestro bajel celestial tiene nombre! Creo que Irna lo ha bautizado así en honor al primer barco de Gulliver. Espero que no haga tan mal papel en la historia como aquel…— ya está perfectamente montado, y listo para su uso cuando la montaña se agite. Todavía hay noches en las que me despierto hecho un manojo de nervios al imaginar lo cerca que está ese día.
¿De verdad hemos podido llegar tan lejos?, me pregunto con sinceridad en las agotadoras noches de sol. ¿Seremos capaces de ir hasta la inevitable conclusión de esta locura?
Recuerdo la primera reunión que mantuvo el equipo en el castillo de los Alpes. ¿Tanto tiempo hace ya, Dios mío? En el transcurso de aquella toma de contacto, Irna trató de convencernos de que su sueño no era producto de la demencia. O que si lo era, tenía ilustres precedentes que no era menester tomar a broma. Nos habló de valientes aeronautas montados en linternas chinas gigantes y cosas igualmente cómicas, pero se le olvidó mencionar una que ahora me gustaría que fuera cierta. Decía Cyrano, cuando regresó de su periplo por nuestro satélite, que después de haber sufrido un accidente se había untado el cuerpo con médula de buey. Y como se encontraban en cuarto menguante, y en esa situación la luna atrae la médula, el satélite sorbió tan golosamente el caro ungüento que Savinien acabó aterrizando en las planicies de polvo.
En absoluto imaginaba yo que la astronomía y el mundo culinario tuviesen tanto que ver. De hecho, de haberlo sabido antes, habría convencido a Irna para que se trajese unos cuantos tanques llenos de médula con la que untarnos, para que el despegue de la cápsula fuera más suave.
Bromas aparte, Irna me ha propuesto que los acompañe en el viaje. Mi contribución está siendo muy valiosa aquí, en la Tierra, y ella afirma que lo será aún más en la luna, cuando se pongan a buscar yacimientos de fosfidio y de radio. Reconozco que me halaga esa confianza, pero tengo la absoluta convicción de que dos geólogos serán innecesarios, pues Nicha ya ha confirmado su participación en el vuelo. No es cobardía. Tampoco falta de curiosidad. Lo cierto es que no me veo metido dentro de una bañera giratoria, vestido con un traje de buzo, aplastado por colosales fuerzas gravitatorias y sin saber cuándo llegará el momento del impacto.
No, creo que permaneceré aquí, en el búnker del pico Atolohai, a veinte kilómetros del volcán, desde donde los técnicos controlarán la buena marcha del despegue.
¿Cómo resumir la genialidad del diseño que hemos parido entre Nicha, Asha, Sigurd y yo? Porque la vanidad no es pecado, dice la Iglesia, cuando no se basa en mentiras o grandilocuencias ni se usa para dañar a terceros. Traté de hacerles un dibujo a mis jefes para detallarles cómo funcionaba, pero si ya es difícil mandar estos mensajes cifrados, los dibujos son imposibles de ocultar, así que se lo resumí con palabras: imaginaos, les dije, que queréis meter a tres o cuatro personas dentro de un tapón de corcho, y ese tapón lo colocáis encima de una válvula de gas a presión. No os interesa que cuando las fuerzas orgánicas sean tan elevadas como para lanzar el corcho por los aires, esas personas mueran aplastadas, ¿verdad?
Esto se arregla acudiendo a los elementos naturales que, según Aristóteles, componen la matriz de todo lo que existe. ¡Cinco y no cuatro, como vulgarmente se piensa! 21 . Lo que haces es fabricar unas campanas o bañeras giratorias, montadas en una especie de noria con brazos, y las haces girar a gran velocidad sobre su eje —¡todo esto dentro de la cápsula!— para compensar algo que los aeronautas franceses llaman «momento de inercia», sea lo que sea. Estas bañeras están llenas a rebosar de un líquido compacto, más denso que el agua pero menos que el aceite, para amortiguar las fuerzas de gravedad. Y flotando dentro de ese líquido almizcleño y muy, muy frío, los heroicos cosmonautas con trajes de buzo que parecen armaduras medievales. Yo me los he probado y la verdad es que pesan una tonelada, pero Irna tiene razón al recordarnos que, una vez en órbita, la cuestión del peso de los objetos carecerá de importancia.
Luego, tenéis el problema de la presión lateral. Nuestra bala pesa más del doble que la de los americanos, y está hecha de un primo hermano del acero, el arrabio de vanadio-plomo —conseguido mediante técnicas de fundición a crisol abierto—, no del bueno y fiable aluminio. No teníamos tanto dinero. ¿Cómo elevar todo ese peso descomunal, al que encima se le ha añadido una especie de bodega de carga para traernos todo el mineral que consigamos en la luna? De eso se encargará el volcán. Pero claro, para conseguir la mínima presión adecuada para salir disparados hay que aguantar nada menos que cuatro minutos —¡¡cuatro!!— dentro del tubo magmático, mientras se llena de gas y se carga de energía como un cañón cebado con la fuerza del sol, con la furia de Hades y Apolo combinadas tras un día de borrachera a las puertas de Troya.
La solución se me ocurrió a mí, y vuelvo a pedir disculpas si redundo en uno de los pecados capitales, la vanidad. Más bien lo rozo con la punta del pie.
Expliqué a los analistas que el truco para no ser aplastados como una caja de zapatos no está en construir una cápsula rígida, como la del Gun Club, sino una que permita y asimile como algo natural ese aplastamiento. Así pues, nuestra nave está hecha de unas placas semirrígidas cosidas con hilo de vanadio, que poseen dos estados: uno de relajación, en el que la nave se encuentra fría y dilatada y tiene una forma similar a la de una rechoncha punta de bala, y otra caliente y comprimida, fina como un clavo de carpintero, en la que esas mismas placas se han ido plegando en espiral, enrollándose sobre el eje de la bala. Imaginen que tienen una flor abierta en la mano y aprietan poco a poco el puño, cerrando paulatinamente los dedos. ¿Se quiebra la flor? No, solo se aplasta y se superponen los pétalos uno sobre otro para asimilar ese brutal empuje. Y cuando relajas la mano todo vuelve a su estado normal.
Algo parecido sucederá con la cápsula. Durante esos eternos, infernales, agobiantes cuatro minutos, a medida que la presión y la temperatura del tubo aumenten a razón de varias decenas de grados por segundo, hasta llegar a un punto de equilibrio con la tolerancia de la roca, la nave espacial se irá haciendo cada vez más pequeña hasta convertirse en una grotesca lanza en la que apenas quedará sitio para las bañeras giratorias y sus ocupantes. El gélido líquido de las bañeras se irá calentando y ayudando a disipar ese calor, mientras el blindaje de los trajes hace el resto.
Lo que vendrá a continuación pertenece al terreno de la leyenda.
En fin, la cuenta atrás está en marcha. Quedan pocas jornadas para lo que Irna llama jocosamente el Día D —la sigla de Demetrio, el primer poeta romano en ofrendar versos a la luna—. No hemos tenido noticias del Gun Club desde hace varios meses, y eso, en el fondo, me preocupa. Como agente de campo que soy, sé de buena tinta que la información no puede ser escondida para siempre. Tarde o temprano sabrán que estamos aquí, a pocos miles de kilómetros de su sede central de Fairfax, Virginia.
Tiemblo al imaginar la reacción de una gente tan loca y sedienta de sangre. Llevan tanto tiempo refugiados bajo el paraguas de la autocomplacencia, que creen que la lluvia no existe.
Que sea lo que Dios quiera. Y si los seres esos de los que hablan las leyendas de los antepasados de Anok, los que vinieron del espacio para dormir sin sueños bajo el manto terrestre, despiertan a causa de la tremenda explosión que pensamos desencadenar…
…Ojalá no den saltos tan grandes como para atraparnos al vuelo.
5 de octubre. Ha llegado el Griego. La cápsula ahora es, además de un bajel celeste, un potente topo a vapor.
El nerviosismo crece en el seno del equipo. Estos últimos días apenas he visto a Irna o a los demás: se están preparando para el crucial momento del despegue, practicando unos ejercicios especiales varias horas al día y acostumbrándose a caminar con los pesados trajes espaciales.
Al desempacarlos —los construían en París, según me contó Nicolás, aunque las diversas sastrerías y herrerías que juntaban las piezas no conocían el aspecto final del producto, y mucho menos su función— me entró un acceso de risa. Eran muy gruesos, como si constaran de varias capas de tela remachada, rellena con algodón, y este a su vez reforzado con bolitas de madera. Llevaban refuerzos de metal en el pecho, los hombros, los antebrazos y los tobillos, una especie de cota de mallas medieval que hacía de tejido conjuntivo y que estaba pensada para disipar el calor. Si nuestro satélite resultaba carecer de atmósfera, las temperaturas a nivel de superficie serían tan extremas, como bien había señalado Nicha, que se freirían sin una protección adecuada. Esa cota se unía a una especie de mochila con enganches para varias cuerdas; un casco esférico, de buzo, con gruesos cristales en los puntos cardinales; unas rejillas de metal que los protegían de los impactos, y un caño que salía de su parte superior para acoplarse a la manguera del aire.
El diseñador se había permitido incluir unas pinceladas de hierro forjado en el diseño, intuyendo que el destino final de los trajes era dar paseos por las profundas fosas oceánicas. Me refiero a esos adornos tipo caracola que sirven para ocultar la rosca de la manguera de oxígeno, o los ribetes que adornan los anillos del blindaje, haciéndolo parecer una toga bordada con escamas de celacanto.
Me costó imaginar al estirado Arno Silvestor, con su cabello ahogado en brillantina pegado al cráneo, o a la escuálida Asha, con brazos y piernas tan finos que parecían de papel, embutidos en semejante atuendo, andando como patos mareados y tirando de los cables que los conectarían a la cápsula. Todo esto sería necesario si los teóricos estaban equivocados y allá arriba, para desgracia de los exploradores, no había oxígeno. Si lo que les aguardaba era un erial desértico e inmerso en el más espantoso vacío —dato que contradecían los destellos de luz de la primera expedición, cuyos miembros parecían haber sobrevivido al tiempo límite de sus reservas de aire—, la férrea protección de los trajes y el aire comprimido de las bombonas constituirían su única posibilidad de sobrevivir.
Ah, y hablando de Arno…
Cada vez tengo más claro que su principal interés en este proyecto reside en asegurarse la cercanía y la complicidad de Irna. No solo por la parte económica de esa unión, elemento que anhelaría cualquier mecenas ante la promesa de multiplicar sus dividendos, sino por otros intereses más, digámoslo así, «ordinarios».
En efecto, el amor que parece sentir Silvestor por la aristócrata cada día es más difícil de disimular. Me recuerda a mi re...

Índice

  1. Los relojes de Alestes
  2. Copyright
  3. SINOPSIS
  4. Dedication
  5. Other
  6. NOTA DEL AUTOR
  7. PRÓLOGO
  8. ACTO PRIMERO
  9. ACTO SEGUNDO
  10. ACTO TERCERO
  11. EPÍLOGO
  12. Sobre Los relojes de Alestes
  13. Notes