Luz de medianoche
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Luz de medianoche

  1. 139 páginas
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Luz de medianoche

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Índice
Citas

Información del libro

En otra de sus genialidades metaficcionales, el autor Victor Conde nos lleva a conocer Luz de Medianoche, un programa de radio que solo suena a las 12 y al que la gente contribuye contando sus secretos, sentimientos y reflexiones vitales. Pronto el programa no será solo un espejo de las preocupaciones de sus oyentes, sino que empezará a cambiar sus vidas...-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726947687
Categoría
Literatura

1
CRUCE DE VÍ(D)AS.

No puedo hacer esto yo solo, le dijo el autor del libro. No puedo cargar con toda la responsabilidad, usted también tiene que poner de su parte si queremos que esta obra de creación conjunta llegue a buen puerto. ¿Acto de valentía o de cobardía, por admitir que solo con la ayuda de una pluma no se puede agradar a un millón de ojos? Es un único luchador combatiendo contra demasiados enemigos. No puedo hacerlo yo solo, le dijeron el médico a su paciente y el estrangulador a su estrangulado. Usted también debe colaborar…

LUZ, PROGRAMA 161 (hora de inicio: 12 de la noche)

«—Buenas noches, queridos amigos y amigas. Existía una tradición, entre los poetas del mundo antiguo, de encomendarse a las Musas cada vez que iban a iniciar la recitación de algún poema. Esas Musas, en teoría, se meterían en sus cabezas (en sus «mientes», como dirían ellos) y les ayudarían a ser más creativos y enhebrar con mayor pasión los versos. Honrando esa ilustre tradición, me encomendaré esta noche al arbitrio de los hados para sacar adelante este humilde programa de radio, y veremos qué acaba saliendo.
(Intervalo musical: A suite of gods, de Rick Wakeman).
—Vamos a empezar con la primera llamada de la noche. Le damos paso a Harold, desde Zaragoza. Hola, Harold, buenas noches. ¿También traes un paquete de Musas griegas contigo? ¿O estas te las compraste aquí, en España?
—Hola, Luz, encantado de hablar contigo —contesta la voz de un hombre de unos veintipocos, muy suave—. Te escucho todas las noches, pero hasta ahora no me había decidido a llamar.
—Siempre hay una primera vez para todo, ya lo sabes. Para la radio, para el sexo… hasta para la muerte. Cuéntanos: ¿a qué te dedicas?
—Soy empresario y compito en pistas de carreras. Mi padre posee una escudería.
—¡Vaya, un as del motor, nada menos! Supongo que habrás metido la marcha más veloz para llegar hasta mi programa, y perdón por el chiste malo. ¿Es un oficio peligroso?
—Uhm… no, en realidad no. Hombre, tiene su componente de riesgo, pero es mucho menor que el de la Fórmula 1. El tipo de carreras en las que yo compito no tiene curvas.
—¿Ah, no? ¿Unas carreras sin curvas? —Luz parece divertida—. ¿Cómo se come eso?
—Se llaman drag races: son competiciones de aceleración, siempre en línea recta. Alcanzamos los quinientos kilómetros por hora. Si tuviésemos que girar a esas velocidades, nos mataríamos.
—Desde luego, vuestros coches son más rápidos que mi pobre Twingo. —(Risas enlatadas que mete el realizador)—. A esa velocidad me gustaría hacer las cosas a mí cuando me levanto por las mañanas, a ver si por una vez no me agobio al llevar a los niños al cole. Háblanos un poco más de ti, Harold, y agárrense, queridos radio-oyentes, porque intuyo que vienen curvas. ¿Qué es lo que más preocupa a un corredor de coches de alta velocidad?
—Pues… precisamente de eso quería hablar esta noche contigo. Es una duda existencial que tengo.
—Has venido al sitio adecuado, esas son nuestra especialidad. La hora bruja, cuando muere el antiguo día y empieza uno nuevo, es el momento perfecto que Dios creó para el existencialismo.
—Muchas noches te oigo hablar con la gente que tiene vidas nocturnas, y las cosas que contáis en abierto me asombran. No me puedo creer que lo que la gente confiesa sea verdad.
—Llevo varios años en este mundillo, amigo Harold, y te aseguro que a día de hoy me sigue sorprendiendo eso mismo. ¿Sabes qué es lo mejor de esto, de tener un programa de radio? Que sientes que las personas que llaman necesitan hablar. A veces cuentan toda la verdad, otras veces exageran u ocultan parte de la información para no dañarse a sí mismos o a terceros… pero en general lo que necesitan desesperadamente es desahogarse. Tener a alguien en quien confíen que escuche sus problemas. Y ahí es donde entramos nosotras, las voces de la radio.
—Desde luego, es un buen servicio público. Me parece maravilloso que estéis ahí, presencias de la radio. Sobre todo tú, Luz de Medianoche, con esa voz tan bonita.
—Gracias, Harold. Cuéntame, que tenemos llamadas en espera: ¿qué es lo que te preocupa? ¿Qué obstáculo ves en tu carretera?
Un segundo o dos de pausa. Es lo que tardan siempre los indecisos en coger fuerzas o bien en tirar la toalla. Es el momento crítico, pero esta vez el chico no cuelga el teléfono.
—No se trata de un obstáculo, Luz… —dice, dubitativo, y su voz temblequea en el teléfono—. Es solo que… a veces miro lo que hago en la vida, tanto correr, tanto acelerar de sopetón, tanto alcanzar velocidades de vértigo… y me entra la atroz duda de si estoy yendo o no hacia alguna parte».

HAROLD y ROSA

Here comes the bride, and there goes the groom
Looks like a hurricane went through this room.
Smells like a pool hall, where's my other shoe
I'm sick and tired of pickin' up after you.
Tom Waits & Crystal Gayle, One from the heart.
Si los siete mil caballos de los que todo el mundo hablaba estuvieran allí, no habría sitio dentro del circuito para que cupieran los coches. Y tampoco los espectadores. Aquello sería una simple montaña maloliente de caca de caballo.
Por fortuna, aquellos siete mil eran figurados. Se trataba de una medida de la potencia de aquellos fabulosos motores: siete mil caballos de empuje para el coche del carril derecho de la pista de carreras, otros tantos para el izquierdo. Cuando todas esas patas salieran desbocadas y se pusieran a correr a la vez, impulsarían los vehículos hasta rozar los peligrosos quinientos kilómetros por hora, consumirían seis litros de nitrometano por segundo —aunque ese combustible estaba prohibido, pero había una nueva mezcla en circulación— y recorrerían el cuarto de milla de longitud total de la pista en menos de cuatro segundos.
Salir cagando leches, llamaría a eso su abuelo.
Por culpa del abuelo estaba él allí, Harold Broswin, apadrinado por la empresa de su viejo como corredor principal del campeonato de España de drag racing, en representación de la firma de motores SAVITAR. Aunque su familia residiera ahora en Europa, hacía solo dos generaciones vivían en Estados Unidos, en Texas, donde amasaron su fortuna creando motores para marcas de competición. Fue allí donde el abuelo, aquel chalado de la velocidad que juró no bajarse de aquellos proyectiles con ruedas hasta que lo enterraran dentro de uno —y lo cumplió— se afilió a la NHRA 1 y montó una empresa comercial apoyada en su obsesión por las ruedas. Su hijo, el padre de Harold, siguió sus pasos y no se retiró del campeonato ni siquiera cuando al viejo tuvieron que fabricarle un ataúd de grandes dimensiones para enterrarlo junto con el amasijo de metal en el que estaba incrustado su cuerpo. Había sido imposible separar el cadáver de los restos del coche cuando acabó la carrera, y lo enterraron todo junto, huesos y chasis, todo al hoyo. ¡Plaf! A su abuelo le habría encantado eso, ese sonido final como a semáforo estropeado.
El padre de Harold, Ewan, estaba en la caseta reservada a la prensa hablando con los periodistas. Ofrecía una ensayada sonrisa Colgate que mostraba sus filas de dientes anchos como lápidas de cementerio, molares de rumiante que uno no se explicaba cómo cabían en aquella boca tan pequeña. Porque Ewan era un hombre minúsculo: medía menos de metro cincuenta, y tenía el pelo lacio y blanco. A lo largo de su vida había sido confundido infinidad de veces con un niño cuando la gente se le acercaba por la espalda. Pero tenía un exceso de carácter que compensaba sobradamente su estatura. Había que mirar hacia abajo para verlo, cierto, pero como él decía, era un hombre-mina. No mina de cantera sino mina explosiva, de esas que pisabas y hacían pum. Como solía decir, las minas antipersona también eran muy bajitas, pero se ganaban el respeto de quienes se topaban con ellas como si midieran cien metros más que cualquier caminante despistado.
Harold no era tan bajito, gracias a Dios. Tenía una estatura normal, metro setenta aproximado, lo que no lo hacía destacar ni por arriba ni por abajo. No era un titán pero tampoco una broma liliputiense, y cabía dentro de la cabina de los coches, incrustado como un filete de carne sudorosa entre el asiento tipo caza de combate y el volante. No había heredado ni de lejos ese agresivo carisma de sus progenitores, sino que era un tipo tranquilo, de habla pausada y gestos calculados. Lo más sorprendente de su carácter era su manera de entender el humor, que solía dejar descolocada a la gente. Sus códigos humorísticos no casaban con los del resto de la especie, de modo que se reía de cosas que para casi nadie tenían gracia, y lo que normalmente era popular a él le resbalaba. Era raro. Pero es que los Broswin eran así, gente rara. Especial, dirían algunos.
Salió del vestuario enfundado en su mono ignífugo forrado de parches de publicidad. Lucía los colores de SAVITAR, negro y azul, con una pincelada roja para representar el rastro de fuego que dejaban los neumáticos. Se acercó andando a su máquina, su bestia traga-asfalto, lo que en aquel deporte llamaban un funny car, es decir, un coche con aspecto más o menos normal que escondía dentro de su chasis un gigantesco tanque de propelente y la tobera de un reactor. Su padre había bautizado jocosamente a aquella máquina Vieja Betsy, en honor a una tortuga que Harold había tenido de niño.
En cuanto vio a su hijo, el pequeño dueño de la escudería dejó a los periodistas y se acercó a él. Uno de los periodistas se reía como si estuviera enfermo, su risa el clamor de un vientre agotado, sacudido por espasmos.
—Hijo, ven, que te van a sacar unas fotos.
—¿Otra vez? ¿Les has dicho que soy un piloto y no una modelo?
—Les da igual, para ellos ambas cosas son lo mismo. —Les dedicó una sonrisa desde lejos, sacudiendo la mano como diciendo hola al público de las gradas—. ¿No ves que trabajan en el mundo de las cámaras?
Pasaron junto al box de mecánicos, donde el equipo contrario estaba dándole los últimos retoques a su monstruo, otro funny car con chasis convertible. Harold se preguntó —una de esas preguntas estúpidas que se hacen los pilotos antes de empezar una carrera— por qué esos mecánicos siempre estaban allí un buen rato antes que los de su padre. Cuando el equipo SAVITAR empezaba a llegar con cara de haber madrugado, ellos tenían aspecto de llevar horas haciendo preparativos. Se lo preguntó a su padre.
—¿Eh? Oh, eso. Es fácil: ese cabrón de Matías, el dueño del equipo Salarroja, tiene veinte mecánicos y solo diez aparcamientos. Los últimos en llegar aparcan a tomar por culo del circuito. Yo voy a empezar a hacer lo mismo —gruñó—. Así se estimula la puntualidad.
A Rosa Pazos le gustaba cantar. Pero era más que eso. Sus amigos decían que vivía su vida entera sumergida en música. Ella se tomaba sus canciones como si fueran los faros de un coche que lograba abrir en la oscuridad profundos túneles de luz, despejando el camino. Cuando encontraba un nuevo tema que le gustaba, el cuerpo le hervía en un abigarrado despliegue de emociones erráticas. Era una celebración que le llegaba hasta el alma. Una vez, alguien le preguntó si se consideraba una auténtica pirada de la música. Ella se limitó a mirarlo con desdén, en silencio, como preguntándose si había alguien en este mundo que no lo fuera.
El problema de Rosa era que, como todos los aspirantes a músicos, necesitaba dinero. No es que viviera en la indigencia, pero a dormir en una casa okupada junto a otros doce veinteañeros y vivir de las sobras que otros dejaban, no se le podía llamar nadar en la abundancia. Pero eso iba a acabar, porque aquella gloriosa mañana, la que inauguró la jornada que terminaría con Harold arrancando el motor de su bestia de cuatro ruedas, descubrió aquel anuncio. Y, sobre todo, descubrió el premio que daban a quien compusiera la mejor canción.
Se le desorbitaron los ojos a dos tiempos: primero, cuando leyó de qué se trataba. Era una especie de Operación Triunfo pero para compositores y cantantes de himnos electorales. ¡Música para elecciones presidenciales! Jamás pensó que ese subgénero tuviera sus propios certámenes, ni que abrieran sus convocatorias al público. Segundo desorbitamiento: cuando vio en qué consistía el premio. Nada menos que veinte mil eurazos para el autor del tema, a dividir si había varios.
¡Veinte mil! Eso era una fortuna de nivel Onassis para ella. Hala que no resolvería cosas con esa pasta, sobre todo aquí, en Zaragoza, donde el nivel de vida no era tan user-friendly como le habían contado. Lo único que pedían en las bases era que les entregaran la melodía escrita, en notación musical clásica —de la cual no tenía ni la más remota idea—, y que la cantaran en directo para un jurado. Eso último, mira por dónde, sí podía hacerlo. Rosa no era Tina Turner pero tenía una voz bonita, de registro agudo, casi mezzosoprano, que hacía las delicias de sus compañeros de comuna en las noches de primavera. Tampoco era parca componiendo.
El concurso iba a celebrarse en un estudio de grabación cercano a la torre de IberCaja, y justo aquella tarde había audiciones. Así que se puso su ropa más presentable, que incluía pantalones de pitillo y chaleco estilo años setenta sobre una camiseta de colores elegidos por un daltónico, y salió de la casa okupada con ganas de comerse el mundo. Por supuesto, no iría sola. Su amigo Francis la acompañó, armado con su guitarr...

Índice

  1. Luz de medianoche
  2. Copyright
  3. SINOPSIS
  4. Dedication
  5. Other
  6. ¡PRESENTACIÓN DE PERSONAJES!
  7. 1 CRUCE DE VÍ(D)AS.
  8. 2 TODOS LOS MONSTRUOS MUERDEN.
  9. Other
  10. ¡TÍTULOS DE CRÉDITO FINALES!
  11. Sobre Luz de medianoche
  12. Notes