Amalia. Tomo 2
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Amalia. Tomo 2

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Información del libro

«Amalia» es una novela del escritor José Mármol publicada como folletín a partir de 1851. El joven unitario Eduardo Belgrado es herido cuando abandona Buenos Aires para unirse a las tropas que luchan contra Rosas. Su amigo Daniel lo salva y lo lleva a casa de su prima, Amalia, una joven viuda. Ella y Eduardo se enamoran en medio de la tragedia y los crímenes de guerra. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2022
ISBN
9788726681963
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

PARTE QUINTA.

CAPÍTULO I.

Setiembre.
El primer dia de Setiembre de 1840 se extendió sobre el cielo de Buenos Aires oscuro, triste, cargado de vapores, como si en su aparicion ese fatal mes quisiera ofrecerse á los ojos de los mortales tal como se ofreceria en la posteridad al estudio del historiador: triste, sombrío, cargado de errores y preñado de la tormenta de sangre que debia estrellarse, romperse, y diluviar sobre la frente argentina.
Todo era fatídico.
El ejército libertador habia pasado cerca de un mes en pequeñas operaciones, marchando lentamente, tratando de conquistar con buenas proclamas y acciones de indulgencia unas simpatías que no era posible hallar en la campaña, en el número en que las buscaba el general Lavalle para vencer á Rosas.
El general López, de Santa Fe, empezaba á obrar á retaguardia del ejército.
D. Vicente González, y otros jefes de Rosas, por el flanco derecho.
Y á su frente el dictador se atrincheraba en su acampamento de Santos Lugares. Y débil en los primeros dias de la invasion, se hacia fuerte, moral y materialmente, por la lentitud de su enemigo.
La vista se dilataba en todos los horizontes tormentosos de la república. Pero el rayo que debia herir la cabeza de la libertad ó de la tiranía, no fermentaba en círculos tan lejanos, sino entre las nubes que se cernian sobre el espacio de Lujan á Buenos Aires.
El general Paz contaba ya en Corrientes un ejército de dos mil hombres, que disciplinaba con su pericia y habilidad exclusivas.
El gobernador Ferré juraba «sepultarse en las ruinas de su provincia ántes que consentirla esclava.»
Las provincias de Córdoba, de San Luis y San Juan se inclinaban á entrar en la gran liga, y se negaban ya á dar al fraile Aldao los auxilios que solicitaba.
El general La-Madrid pisaba ya el territorio de Córdoba.
Aldao escribia á Rosas, con fecha 8 de Agosto, desconfiando de todo el mundo, «hasta de su sombra.»
Pero ¿qué importaba todo esto?
El gran problema estaba en Buenos Aíres.
El triunfo, ó la derrota general estaban pendientes del resultado de la expedicion libertadora en la provincia de Buenos Aires.
Ante ese reto á muerte de los dos principios, de las dos espadas, en el estrecho palenque de Buenos Aires, la actitud de las provincias, cualquiera que fuese, y hasta la misma cuestion francesa, eran ya cosas secundarias é indiferentes para el resultado del duelo.
Lavalle y Rosas representaban los dos principios opuestos de la revolucion.
Ya estaban frente á frente.
Su voz se oia.
Sus armas se tocaban. Y el que cayese, debia arrastrar en su caída toda su causa con todas sus ramificaciones, mas ó ménos extensas que ellas fuesen.
Y ante esta verdad, que los sucesos debian justificar mas tarde, desgraciadamente, el genio de la política y de la guerra se manifestó rebelde, y se negó á inspirar en la cabeza del cruzado la idea de que el mundo no tenia mas límites para la libertad argentina, que los que marca el plano de la ciudad de Buenos Aires. Spártacus mató su caballo ántes de entrar á la batalla. Cortés quemó sus naves. Lavalle debió deshacerse de naves y caballo.
Pero no fué así.
Rozándose con Rosas, todavía se pensaba en las provincias, todavía se pensaba en la Francia; sin calcular que si Lavalle retrocedia, Rosas se levantaba mas alto que la cuestion francesa y la liga provinciana; sin calcular que si Buenos Aires era tomado, ya no habia punto de apoyo al edificio de la tiranía en la república, ni trepidaciones en la cuestion internacional.
Entretanto, la pluma del romancista se resiste, dejando al historiador esta tristísima tarea, á describir la situacion de Buenos Aires, al comenzar los primeros dias de Setiembre.
Á medida que pasaban las horas, se iba enervando la impresion del miedo que causó á los rosistas la súbita aparicion de las armas libertadoras en la provincia. Y por un exceso brutal de cobardía, y de cuanto puede haber de infame en la historia de un partido político, ó de los instrumentos de un jefe de partido, la mujer comenzó á ser el blanco del encarnizamiento de bandas de forajidos, bautizados con el nombre de federales.
Sin disputa, sin duda histórica, la mujer porteña habia desplegado, durante esos fatales tiempos del terror, un valor moral, una firmeza y dignidad de carácter, y, puede decirse, una altanería y una audacia tal, que los hombres estaban muy léjos de ostentar, y que servia de punzante reproche á las damas exaltadas de la federacion, y á los hombres corrompidos sobre que se apoyaba la santa causa.
La linda cabeza de las gaditanas de la América paseaba alta, erguida; les parecia tan bien colocada sobre sus hombros, que creian ofenderle doblándola un poco al pasar por medio de les magnates de la época. Y el vestido modesto de la patriota parecia plegarse y contraerse por sí mismo al ir á rozarse con la crujiente y deslumbrante seda de la opulenta federal.
Sus cabellos, trono en otro tiempo de la flor-del-aire, se rebelaban al repugnante moño de la federacion; y apénas la punta de una pequeña cinta rosa se descubria entre sus rizos, ó bajo las flores de su sombrero.
Todo esto era un crímen. Y la misma moral que así lo clasificaba, debia inventar un castigo propio de ella, propio de sus jueces, propio de los verdugos.
Bandas de ellos, de distintas jerarquías y condiciones. empezaron á apostarse en las puertas de los templos, lles vando cántaros con brea derretida, y moños de coco punzó.
Estos trapos eran untados de brea, y á cuantas jóvenes salian del templo sin la gran mancha de la federacion en la cabeza, tomábanla brutalmente de la cintura, la arrastraban en medio de ellos, y sobre la cabeza linda y casta pegaban el parche embreado y la empujaban luego, entre algazara y risas federales; pues tenemos en todo que valernos de esta expresion que no caia de los labios en la época que describimos.
Á las puertas del colegio tiene lugar una de esas escenas á las once del dia.
Una niña salia con su madre; y es arrebatada por algunos de los que allí esperaban á las señoras.
La jóven comprende lo que se quiere hacer de ella; y en el acto se quita el chal que cubria su cabeza, y la presenta á las manos de sus profanadores.
La madre que estaba contenida por otros, grita desesperada:
— Ya no hay un hombre en Buenos Aires para proteger á las señoras.
— No, mamá, dice la jóven con la palidez de la muerte en su semblante, pero con una sonrisa del mas profundísimo desprecio, no, mamá, los hombres están en la guardia de Lujan, donde está mi hermano. Aquí no hemos quedado sino las mujeres y los tigres.
La comunidad de la mashorca, la gente del mercado, y sobre todo las negras y las mulatas que se habian dado ya carta de independencia absoluta para defender mejor su madre causa, comenzaban á pasear en grandes bandas la ciudad, y la clausura de las familias empezó á hacerse un hecho.
Empezó á temerse el salir á la vecindad.
Los barrios céntricos de la ciudad eran los mas atravesados en todas direcciones por aquellas bandas; y las confiterías, especialmente, eran el punto tácito de reunion.
Allí se bebia y no se pagaba, porque los bríndis que oia el confitero, era demasiado honor y demasiado precio por su vino.
Los cafés eran invadidos desde las cuatro de la tarde. Y ¡ay de aquel que se presentase en ellos con su barba cerrada ó su cabello partido! Un nuevo modo de afeitar, que no conoció Fígaro, se empleaba con él en ménos de un minuto.
El cuchillo de la Mashorca, que mas tarde debia servir de sierra en la garganta humana, hizo su aprendizaje como navaja de barba y tijeras de peluquería.
El último crepúsculo de la tarde no se habia apagado en los bordes del horizonte, cuando la ciudad era un desíerto: todo el mundo en su casa; la atencion pendiente del menor ruido; las miradas cambiándose; el corazon latiendo.
Lavalle.
Rosas.
La Mashorca.
Eran ideas que cruzaban, como relámpagos súbitos del miedo, ó la esperanza, en la imaginacion de todos.
¡Ay de la madre que tenia un hijo fuera de su casa!
¡Ay de la amada que esperaba á su amante!
Un golpe en la puerta de calle, y todos se precipitaban á las interiores.
El corazon queria adivinar.
La imaginacion lo extraviaba.
La realidad arrancaba un suspiro y una sonrisa.
Era un momento de calma, de transicion á otro momento de inquietud, de zozobra, de miedo que debia durar toda la noche, todo el siguiente dia, y dias y semanas todavía.
¿De qué han sido las familias de Buenos Aires? ¿Cómo se ha podido vivir de esta agonía latente, sin que esos espasmos de la sangre, sin que esas contracciones del alma y las arterias no consumieran la vida, y no arrastrasen á la demencia ó al suicidio?
El sueño. Pero ni el sueño era permitido siquiera. Los serenos debian venir cada média hora á despertar á las gentes con un grito de muerte.
No. Ni Roma bajo los emperadoros militares.
Ni ántes en los excesos de sus mas brutales tiranos.
Ni en la historia moderna la Inglaterra durante sus despotismos religiosos; la Francia durante sus reinados criminales; la España durante la hoguera, ofrecen el cuadro de una sociedad entera en la horrible situacion de Buenos Aires, en los meses que describimos, en 1840.
Los tiranos en todas partes han perseguido un partido, una idea. Pero en ninguna han perseguido á la sociedad con una pequeñísima parte de la sociedad misma.
Las proscripciones pegadas en la puerta del senado romano hacian saber siquiera, quiénes eran los que estaban bajo el anatema del odio ó la venganza.
Pero en Buenos Aires ninguno era señalado, y todos estaban bajo el anatema.
La hoguera inglesa no hizo ménos estrago que la española. Pero cada hombre sabia, en las creencias religiosas que profesaba, cuál era el destino que le cabia.
En Buenos Aires no habia mas medio de poder conocer ese destino; no habia otro camino que condujese á la seguridad personal, que convertirse en asesino, para libertarse de ser víctima. Y no se crea que la palabra asesino es empleada como un concepto hiperbólico; sino que materialmente era preciso asociarse á lo mas corrompido de la Mashorca, y tener el cuchillo en la mano, matando ó pronto para m...

Índice

  1. Amalia. Tomo 2
  2. Copyright
  3. CAPÍTULO XII.
  4. CAPÍTULO XIII.
  5. CAPÍTULO XIV.
  6. CAPÍTULO XV.
  7. CAPÍTULO XVI.
  8. PARTE CUARTA.
  9. PARTE QUINTA.
  10. ESPECIE DE EPILOGO.
  11. Sobre Amalia. Tomo 2
  12. Notes