1
Fife se vuelve en la silla de ruedas y le dice a la mujer que la empuja que se le ha olvidado por qué ha dicho que sí. Dime por qué he aceptado. Es la primera vez que le pregunta. En realidad no es una pregunta, sino una ligera burla personal para compadecerse de sí mismo, y lo dice en francés, pero por lo visto ella no lo entiende. Es haitiana, de cincuenta y tantos años, sin sentido del humor, brusca y profesional: exactamente lo que Emma y él querían en una enfermera. Ahora ya no está tan seguro. Se llama Renée Jacques. Habla inglés a duras penas y un francés que él entiende con dificultad, aunque se le supone un dominio de esa lengua, al menos en la variante de Quebec.
Inclinándose sobre él, abre la puerta de la habitación y, con cuidado, saca al pasillo la silla de ruedas. Pasan frente a la puerta cerrada de la habitación contigua, que Emma utiliza como despacho y dormitorio desde que Fife empezó a quedarse toda la noche despierto con sudores y escalofríos. Fife se pregunta si estará allí, ahora. Ocultándose de Malcolm y su equipo de rodaje. Escondiéndose de la enfermedad de su marido. De su agonía.
Si pudiera, él también se ocultaría. Vuelve a pedir a Renée que le diga por qué lo ha consentido. Sabe que piensa que está en plan quejica y que en realidad no le interesa su respuesta. Monsieur Fife aceptó hacer la entrevista, contesta ella, porque es famoso por algo que tiene que ver con el cine, y a la gente famosa se le hacen entrevistas. Ya llevan una hora colocando focos, añade, moviendo muebles y tapando el salón con lienzos negros. Espero que antes de marcharse vuelvan a dejarlo todo como estaba, concluye.
Fife le pregunta si está segura de que madame Fife –su nombre es Emma Flynn, pero él la llama madame Fife– sigue en casa. No habrá salido sin decirme nada, ¿verdad? La necesito aquí, joder, dice en inglés bajando la voz, como si estuviera hablando solo. Me he comprometido a hacer esta puñetera cosa únicamente por ella. Si no está aquí antes de empezar, voy a cancelarlo todo. ¿Sabes lo que quiero decir?, le pregunta a la enfermera.
Ella no contesta. Sigue empujando despacio la silla de ruedas por el largo, oscuro y angosto pasillo.
Él le dice que lo que piensa decir hoy no quiere decirlo dos veces y que, de todos modos, probablemente no tendrá ocasión de repetirlo.
Renée Jacques mide casi uno ochenta, es de hombros anchos, muy morena, con pómulos altos y angulosos y ojos bien separados en el rostro. Le recuerda a alguien que conoció muchos años atrás, pero no sabe a quién. A Fife le gusta el brillo que emite su piel, suave y morena. Es enfermera de día a domicilio y no tiene que llevar uniforme en el trabajo a menos que lo pida el cliente. Emma, cuando contrató a Renée, especificó: Nada de uniforme, por favor, mi marido no quiere una enfermera de uniforme, pero de todos modos Renée se presentó vestida de un blanco impecable. Eso asustó a Fife al principio, pero al cabo de diez días se acostumbró. Además, su estado ha empeorado desde que ella llegó. Está más débil y más desconcertado –solo de forma intermitente, pero cada vez con mayor frecuencia– y tiene menos capacidad para fingir que solo está inválido temporalmente, hecho un desastre, recuperándose de una enfermedad que tiene cura. El uniforme de la enfermera ya no lo preocupa tanto. Están a punto de contratar a otra para la noche, y esta vez Emma no ha especificado, por favor, nada de uniforme.
Renée cruza la cocina empujando la silla, y al pasar por el cuarto del desayuno, Fife lanza una mirada por el alto y estrecho ventanal de veinte cristales a las negras cúpulas de paraguas que luchan contra el viento en Sherbrooke. Gruesos copos de blanda nieve se mezclan entre la lluvia, y un barrillo gris y resbaladizo cubre las aceras. El tráfico avanza sin ruido, chapaleando. Ráfagas de viento arremeten en silencio contra los gruesos muros del edificio de sillería gris. El amplio y laberíntico apartamento ocupa por entero la mitad del lado sureste de la tercera planta. La archidiócesis de Montreal empleaba el edificio para albergar a las monjas de las Hermanitas Franciscanas de María en la década de 1890 y la vendió en la de 1960 a una constructora que la convirtió en una docena de apartamentos de lujo, de techos altos y hasta de seis y siete habitaciones.
Renée dice que madame Fife echó una mirada al tiempo que hacía y anunció que hoy se alegraba de quedarse en casa. Madame Fife está trabajando en su despacho, en el ordenador. Había encargado a Renée que le dijera a Fife que iría a verlo cuando los del cine empezaran la entrevista.
Sí, bueno, si ella no aparece no lo hago. ¿Sabes lo que quiero decir?, pregunta de nuevo.
Renée dice que, como en realidad estará hablando a la cámara, a quienes le hacen la entrevista y al público que en su día la verá en televisión, ¿no puede hacerse a la idea de que habla con su mujer como si la tuviera delante?
Hablas demasiado, dice él.
Ha preguntado si yo sabía a lo que se refería al decir que quería que ella lo oyera en la entrevista.
Sí, eso te he preguntado. Pero, de todos modos, hablas de-
masiado.
Renée desliza la pesada puerta corredera del salón y, empujando la silla bajo el alto dintel, entra en la habitación en penumbra. El piso de los Fife estaba originalmente ocupado por el monseigneur que dirigía el seminario. Es un apartamento de tres habitaciones con paneles de madera, un comedor formal, salón, vestíbulo de recepción, despacho y una biblioteca que Fife utiliza como sala de montaje. Compró el apartamento a finales de los años ochenta, cuando se hundió el mercado inmobiliario de Westmount. Leonard Fife y Emma Flynn no tienen hijos, son artistas relativamente famosos, bilingües y bien vistos en sociedad, y a lo largo de los años han ido adaptando las habitaciones para satisfacer las coincidentes necesidades de su vida profesional y personal.
La habitación no está en absoluto como Fife la recuerda. En vez de pasar a un salón amplio, de techo alto, con cuatro ventanales con cortinas, una estancia confortablemente amueblada con sofás, butacas, lámparas y mesitas de mediados del siglo XX, ha entrado en una caja negra de dimensiones desconocidas. Siente la presencia de más gente en la caja, quizá de cuatro personas. Hay un silencio súbito, como un jadeo contenido, tal vez causado por su entrada, como si no quisieran que se entere de que han estado hablando de él. De su enfermedad.
Sueltan el aliento, y oye su respiración. Ha perdido casi del todo el sentido del gusto y el olfato, pero su oído sigue siendo de fiar.
¡Por aquí, Leo! Es Malcolm, que habla en inglés. Danos luz, ¿quieres, Vincent?
Vincent es el cámara, aunque prefiere que se refieran a él como director de fotografía. DF. Le pregunta a Malcolm si quiere que encienda la luz de la habitación. Para que Leo pueda orientarse, añade. Buenos días, Leo. Gracias por dejarnos hacer esto, hombre. Te lo agradezco de verdad. Los amigos llaman Leo a Leonard Fife. Vincent es alto, con cuerpo en forma de pera, hombros estrechos, cabeza pequeña y manos menudas y delicadas, de joyero. Hoy lleva gafas de diseño de montura rosa. Con bigote rubio, tenue y poco cuidado, tiene unos labios rojos y protuberantes, y ojos lagrimosos de un azul muy claro.
Malcolm, a su v...